martes, 8 de marzo de 2022

Historia de Magallanes Malaca Juan Sebastián El Cano Cristóbal Colón

 

 

Música de Vangelis   Conquest of Paradise 

  Historia de Magallanes  Malaca Juan Sebastián  El Cano 

Enrique de Malaca

La historia de cómo un esclavo dio la vuelta al Mundo

Enrique de Malaca

Todo empezó es sonará la historia con una pandemia. En el año 1348, una galera atraca en el puerto de Messina trayendo consigo la peste que más tarde tomaría el nombre de bubónica por los negros bulbos que surgen en brazos y piernas de los infectados. El interconectado mundo medieval difunde la bacteria, y mes a mes, año tras año, las enfermas ciudades ven cómo su vida muere sin que ni siquiera Dios sepa cómo evitarlo. Los cementerios de las iglesias se colmaban sin remedio mientras los nobles escapan a sus villas de campo: allí, pensadores como Petrarca comienzan a cuestionarse si el mundo en el que han crecido, una Edad Media marcada por pontífices tan sanguinarios como el más cruel de los soldados y la ambición desmedida de nobles tiranos, debería cambiar cuando todo pasase y la vida volviese a correr. Así pensaban los más privilegiados mientras Europa sufría la pérdida de casi un tercio de su población, dejando cifras tan escalofriantes como las que asolaron Venecia: murieron seis personas de cada diez en la ciudad de los canales durante la peste negra.

De la traumática experiencia que supuso una pandemia así surgió una generación de hombres, de supervivientes, dispuestos a hacer valer sus vidas en un nuevo mundo donde todo lo anterior había muerto. Los reyes amansaron fortunas ingentes, arruinados sus nobles y dolida la Iglesia, sufridora pese a sus riquezas de aquel llamado “castigo divino”. La siguiente generación de europeos, alumbrando el siglo XV, llamaba al gozo: son los orígenes del carpe diem que más tarde alumbraría el Renacimiento. En aquella época muchos se lanzaron a descubrir los placeres más mundanos, conscientes tras la peste de que tempus fugit, vive mientras puedas. Hasta los medievales sabían que no hay mayor placer que comer, y sin embargo, Europa no era capaz de dotar a sus gentes de un solo sabor aderezante y sabroso que no fuese la sal, el limón, el vinagre, o el pobre azúcar.

La concentración de riqueza provocada por el descenso demográfico causado por la peste permitió que las fortunas nobiliarias pudiesen abonar cantidades ingentes de dinero por un saco de pimienta de Ceilán, canela de Malasia, o clavo de la India. Un saco de especias valía en el siglo XV muchísimo más que una vida humana: los palacios que se asoman al Gran Canal de Venecia son fruto de este negocio multimillonario cuyo monopolio lo ostentaba, precisamente la ciudad de la laguna. Los venecianos trataban directamente con los musulmanes que controlaban las rutas hacia la India, fijaban el precio, y todos los reinos de Europa debían acudir a su mercado: así había sido durante toda la Edad Media.

Después de la peste, sin embargo, los supervivientes a la calamidad no se encontraban dispuestos a mantener aquel statu quo: cada reino de Europa Occidental soñaba con arrebatar el monopolio de las especias a Venecia alcanzando el Lejano Oriente sin pasar por Egipto: lo que en términos medievales, es muy parecido a nuestro sueño de llegar a Marte.

Ni Francia, ni Inglaterra ni el Sacro Imperio Germánico parecían capaces de encontrar una ruta hacia las especias que no pasase por el Adriático. Entre tales gigantes se abrió camino un reino pequeño que tras superar la peste acababa de completar su propia Reconquista, y por el que ningún rey europeo hubiese apostado un caballo: Portugal. El rey Enrique el Navegante, que solo montó una vez en barco, dedicó todos los esfuerzos del reino a comprobar una hipótesis lejana: Portugal podía llegar a la India bordeando el sur de África. Los lusos no tenían nada que perder lanzándose a la exploración del único territorio donde no debería competir directamente con una Castilla empeñada en derrotar a los nazaríes de Granada: el océano Atlántico.

Así, paso a paso, cabo a cabo, los portugueses se asomaron al Índico en el año 1484, y una vez derribados los fantasmas, nadie pudo frenarlos: Portugal, el pequeño reino en el que nadie había reparado, se convirtió de la noche a la mañana en el dueño del mercado de las especias que la renacida Europa necesitaba para hacer de sus comidas lo que son ahora, y Lisboa pasó de ser un puerto grande a la ciudad más rica de Occidente. Era tal la bonanza portuguesa que Cristóbal Colón ni siquiera fue tenido en cuenta en su corte: la idea de viajar hacia el oeste en busca de un destino incierto no tenía sentido para un Portugal que tenía todo África y el Sudeste Asiático bajo su dominio. Los Reyes Católicos, sin embargo, vieron en la original propuesta de Colón una carta que debía jugarse: la Reconquista se daba por terminada y Castilla necesitaba un proyecto en el que sus orgullosos hidalgos pudiesen seguir descargando la inercia de setecientos años de lucha contra los musulmanes.

Colón acertó y murió creyendo firmemente que La Española era en realidad una isla de la China, pero eso no evitó que centenares de castellanos que ya no tenían batalla que librar en la península se lanzasen a explorar el continente americano. Los primeros conquistadores, nombres de paradas de metro como Núñez de Balboa, se percataron pronto de que. Las Indias no eran ni mucho menos tan ricas como la verdadera India, y pasada la euforia inaugurada con Colón, España empezó a preguntarse qué demonios podía hacer con aquel enorme continente que le estorbaba, sin oro ni especias que ofrecerle, en su camino hacia el Dorado de las especias: **el archipiélago de las Molucas, que corresponden con las actuales islas de Indonesia.. En medio de tamaña cuestión, el 20 de octubre de 1517 llega a Sevilla un fidalgo portugués que se presenta como Fernando de Magallanes: le acompaña Enrique, esclavo natural de las Molucas, comprado por el luso en Malaca.


Magallanes consigue una audiencia en la Casa de Contratación y explica ante los miembros de la comisión encargada de fletar expediciones que él, portugués curtido en mil batallas en los estrechos de Malaca y las costas de Tailandia, conoce el 'paso' que conecta el Atlántico con el Índico permitiendo una ruta occidental hacia la célebre y riquísima Isla de las Especias. El portugués proponer llegar allí en nombre de la corona de España, y con ayuda de Enrique como traductor, hacer de las Molucas un virreinato hispano del que él mismo será gobernador.
Al principio es tomado con escepticismo por los consejeros flamencos y germanos de Carlos I, pero será un castellano, el cardenal Fonseca, quien propine el empuje decisivo a una expedición que, de tener éxito, compensaría con creces y beneficios altísimos cualquier esfuerzo.
El propio rey Carlos, cargado de vitalidad a sus 18 años, se encargó de que a Magallanes no le faltase de nada. El portugués conformó un convoy de cinco galeones: dos grandes, el San Antonio y el Trinidad, cuyas grandes bodegas permitirían el almacenamiento; y tres más pequeños, Santiago, Concepción y Victoria, destinados a las labores de exploración. Se cargaron provisiones para dos años entre las que se contaban espejos, campanillas de bronce, vestidos y cuchillos de mala calidad: aquellos baratos productos europeos serían el trueque a cambio de las especias que tenían el mismo valor en las Molucas que una navaja de Albacete en España.

Las naves se hicieron a la mar un martes, 20 de septiembre de 1519; dos días antes, consciente de que las posibilidades de retornar eran escasas, Magallanes dejó escrito en su testamento que Enrique, su fiel esclavo, debería ser liberado en cuanto a él le llegase el momento de decir adiós. El almirante portugués sabía muy bien que su empresa se basaba en unas cartas náuticas que bien podían estar equivocadas, pues mostraban datos imprecisos que se había cuidado de no mencionar tanto a los contratistas sevillanos como a sus propios capitanes.
La tripulación, compuesta en su mayoría por castellanos y portugueses, comenzó a murmurar sobre aquel marino callado que ordenaba mucho y explicaba poco, pero las cosas no comenzaron a torcerse hasta que arribaron a la gran desembocadura del río de la Plata: era allí donde Magallanes imaginaba el 'paso' que conectaría el Atlántico con el Índico.

Creyendo el portugués que pronto inauguraría la ruta hacia la isla de las Especias por occidente que Colón murió convencido de haber encontrado, pronto cundió el desánimo al comprobar que el mar de la Plata comienza a ser río muchos kilómetros tierra a dentro.
Insistente en su objetivo, el convoy continuó hacia el sur adentrándose en tierras australes en pleno otoño: el paisaje, frío, deshabitado e inhóspito, merecía poco más que tiritonas a unos españoles que soñaban con regresar a la plácida Andalucía. Cuando las naves anclaron en la bahía de San Julián para pasar el invierno, Magallanes sufrió un motín que tuvo que apagar con sangre: dos castellanos, uno de ellos el capitán Juan de Cartagena, fueron abandonados en aquella tierra hostil para que Dios decidiese qué hacer con ellos.


La mano de hierro del portugués no volvió a ser discutida, y en marzo volvieron a emprender rumbo sur hacia un 'paso' que jamás se abría. Por el camino encontraron una única persona: un hombre altísimo de largo pelo negro y pies enormes patago, le llamaban burlonamente por lo que los españoles apodaron a la tierra de aquel gigante Patagonia. Aquel exótico indígena alto como un pino fue bautizado como Juan y le animaron a probarse unos grilletes que el inocente salvaje creyó joyas: después de encadenarle con aquel ardid, le metieron en la bodega para mostrárselo a Carlos I en cuanto llegasen a Sevilla.
Y como si hubiesen invocado la mala suerte con aquel mezquino gesto, las naves de Magallanes se dispersaron cuando una tormenta les sorprendió en el laberinto de escollos y bahías intrincadas del sur de Patagonia, naufragando el Santiago y aumentando la desesperanza de los tripulantes.

El día de Todos los Santos de 1520, el almirante portugués creía la empresa perdida tras tres días sin tener noticias del San Antonio y el Concepción, desorientados o naufragados en la búsqueda del 'paso' austral. Nadie vivía en aquellos rincones desolados del mundo donde sólo las focas y los pingüinos se atrevían a respirar. Unos extraños fuegos que brillaban todas las noches sobre las colinas hizo que Magallanes bautizara a aquel lugar.
 Tierra del Fuego, sin saber que en realidad eran hogueras de pueblos primitivos que no sabían encender yescas y debían mantener los fuegos encendidos día y noche. Aquel primero de noviembre, rodeado de hogueras, cuando todo se creía perdido y Magallanes se veía enterrado en aquellas playas de piedra, aparecieron los barcos desaparecidos lanzando salvas de cañón y con todo el velamen tendido: “¡El paso existía, lo habían encontrado!”

No debe haber muchas sensaciones comparables a la que debió experimentar Magallanes al internarse a través de un estrecho que lleva, desde su gesta, el nombre de su descubridor.
Como sucede al escalador que corona el ocho mil, la sensación de triunfo pronto dio paso a una honda preocupación entre la tripulación por cómo y cuándo regresar a España. Magallanes no lo veía de ese modo: él había prometido llegar a la isla de las Especias en nombre de Carlos I y no pensaba dar media vuelta sin conseguirlo. Además, faltaba aún la gesta de adentrarse en el legendario Mar del Sur.

Magallanes se mantuvo firme, y ordenó buscar la salida del estrecho para completar aquella hazaña. El júbilo al encontrar las aguas del Pacífico fue empañado al saber que una de las naves, el San Antonio, había desertado de vuelta a España, dejándole únicamente con tres de los cinco barcos que partieron de Sevilla más de un año antes. Enrique el esclavo tenía muy poca voz en toda aquella expedición, y por ello, soportó como uno más las penalidades que siguieron a la flotilla de Magallanes en su terco y solitario avance hacia el oeste. El Mar del Sur sería bautizado como Pacífico por el almirante portugués gracias a sus mares calmos que alargaron la travesía entre la Tierra del Fuego y las islas de Micronesia durante tres meses y veinte días, pero la convivencia en los dos galeones distó de ser un bálsamo en medio del océano.

Aquella cuarentena se vivió en un barco donde se consumía un tazón de agua al día, se comía galleta con excrementos de rata, se pagaban ducados por comer carne de roedor, y los dientes se caían a causa del escorbuto que padecen quienes durante largos periodos no ingieren vitaminas. La misma rutina, los mismos rostros cada vez más delgados, y la desesperación de unos hambrientos que hirvieron el cuero del velamen para calmar sus suplicantes estómagos. Juan, el gigante patagónico, perdió la vida de inanición, al igual que un tercio de la tripulación de 250 hombres que partiese de España. Y cuando todo parecía, de nuevo, condenado al fracaso por mera muerte de hambre, se alzó la voz del vigía: “¡Tierra, tierra!”. Era el 6 de marzo de 1521, y la humanidad se encontraba a pocas millas de presenciar la primera vuelta al mundo.

Un atolón perdido en algún rincón de Micronesia, de aguas cristalinas y largas playas rodeando el cono de un volcán extinto recibió a los desesperados navegantes: allí encontraron un pueblo desnudo y alegre que les recibió en canoas, y que sin poseer ni la más remota idea del concepto de propiedad, subió a los galeones españoles a base de escalar sus cubiertas, llevándose consigo todo objeto que les llamase la atención. Los españoles no pudieron hacer nada porque no les estaban robando: los nativos únicamente cogían todo con una sonrisa y lo metían en sus canoas, creyendo que era el regalo de aquella especie de dioses blancos. Aquella noche, Magallanes retomó sus bienes y quemó como advertencia las cabañas de un pueblo que no conocía la guerra y huyó al sentir la mordedura de las flechas: la isla pasaría a la posteridad como la Isla de los Ladrones.

Magallanes encontraría más islas similares en su persistente periplo hacia el oeste, y su corazón fue acelerándose a medida que comenzaba a reconocer paisajes y razas que le indicaban la proximidad de las Molucas. Tal y como el portugués presentía, el 28 de marzo sus galeones llegaron a Massawa, un islote perdido en lo que hoy en día es Filipinas, y Enrique pudo comprender la lengua que se hablaba en aquella tierra. Nadie celebró nada, ni se lanzaron salvas de cañón o redobles de tambores ante el histórico evento que aconteció cuando el esclavo de Magallanes puso pie en aquella playa de las Molucas, completando la primera vuelta al mundo. Si bien es cierto que Enrique jamás persiguió dicha meta, su biografía constituía el aval a presentar ante cualquier notario dispuesto a registrar su nombre en los libros de Historia: nacido en las Molucas, comprado por Magallanes en Malaca y llevado a Lisboa y Sevilla por el almirante, siguiendo la sombra de su amo se adelantó muchos meses a Juan Sebastián Elcano y los supervivientes de la expedición de Magallanes que llegarían a España un año y seis meses después de poner pie en las Molucas, las islas de las Especias.

Sin duda, fue un capricho del destino que el impulso vital comenzado por miles de supervivientes de una pandemia fuese aprovechado por un esclavo que era en sí mismo un producto del afán depredador que llevó a los europeos a los más recónditos rincones del globo durante la expansión que siguió a la peste. La globalización de nuestros días comienza con Enrique, aunque su historia no sea propiamente la de un inicio, sino el irónico colofón de la Edad de Oro de los Descubrimientos: una época alumbrada tras un largo periodo en el que Europa convivió con la muerte, se encerró en las sombras y salió dispuesta a no dejar rincón del mundo sin descubrir.

Historia Magallanes, Fernando 1480-1521.

En busca de fama y fortuna, el explorador portugués Fernando de Magallanes 1480-1521 partió de España en 1519 con una flota de cinco barcos para descubrir una ruta marítima occidental hacia las Islas de las Especias. En el camino descubrió lo que ahora se conoce como el Estrecho de Magallanes y se convirtió en el primer europeo en cruzar el Océano Pacífico, además de confirmar que la tierra era redonda.

El viaje fue largo y peligroso, y solo un barco regresó a casa casi tres años después. Aunque estaba cargado de valiosas especias del Este, solo 18 de los 273 tripulantes originales de la flota regresaron con el barco. El mismo Magallanes fue asesinado en una batalla durante el viaje, pero su ambiciosa expedición demostró que el globo podía rodearse por mar y que el mundo era mucho más grande de lo que se había imaginado anteriormente. Fernando de Magallanes nació en Sabrosa, Portugal, en el año 1480, en una familia de la baja nobleza portuguesa. A los 12 años, Fernando de Magallanes Fernando de Magalhães en portugués y su hermano Diego viajaron a Lisboa para servir como pajes en la corte de la Reina Leonor. Mientras estuvo en la corte, Magallanes pudo empaparse de la gran rivalidad entra Portugal y España por la exploración del mar y el dominio sobre el comercio de especias en las Indias Orientales, especialmente las Islas de las Especias, o Molucas, en la Indonesia moderna. Alentado por la promesa de fama y riqueza, Magallanes desarrolló un interés en el descubrimiento marítimo en sus primeros años.

En 1505, Magallanes y su hermano fueron asignados a una flota portuguesa con destino a la India. Durante los siguientes siete años, Magallanes participó en varias expediciones en India y África y fue herido en varias batallas. En 1513 se unió a la enorme flota de 500 barcos y 15.000 soldados enviada por el rey Manuel a Marruecos para desafiar al gobernador marroquí que se negó a pagar su tributo anual al imperio portugués. Los portugueses fácilmente abrumaron a las fuerzas marroquíes, y Magallanes se quedó en Marruecos. Mientras estuvo allí fue gravemente herido en una escaramuza, lo que lo dejó cojeando para el resto de su vida.

En el siglo XV las especias estaban en el epicentro de la economía mundial, al igual que el petróleo hoy. Altamente valorado para dar sabor y preservar los alimentos, así como para enmascarar el sabor de la carne en mal estado, las especias como la canela, el clavo, la nuez moscada y especialmente la pimienta negra, fueron extremadamente valiosas. Como las especias no se podían cultivar en la Europa fría y árida, no se escatimó en esfuerzos para descubrir la ruta marítima más rápida a las Islas de las Especias. Portugal y España pronto lideraron la competencia por el control sobre este producto clave. Los europeos habían llegado a las Islas de las Especias navegando hacia el este, no siendo necesario navegar hacia el oeste desde Europa para llegar al otro lado del globo. Ya siendo un experimentado marinero, Magallanes se acercó al rey Manuel de Portugal buscando su apoyo para un viaje hacia el oeste, rumbo a las Islas de las Especias, pero el rey rechazó su petición repetidamente. En 1517, un frustrado Magallanes renunció a su nacionalidad portuguesa y se mudó a España para buscar apoyo real para su empresa.

Cuando Magallanes llegó a Sevilla en octubre de 1517, no tenía conexiones y hablaba poco español. Pronto conoció a otro portugués expatriado llamado Diego Barbosa, y en un año se casó con su hija Beatriz, que dio a luz a su hijo Rodrigo un año después. La familia Barbosa, bien conectada, presentó a Magallanes a los oficiales responsables de la exploración marítima de España, y pronto Magallanes consiguió una cita para reunirse con el rey de España, Carlos I. El nieto del rey Fernando II y la reina Isabel I, que habían financiado la expedición de Colón al Nuevo Mundo en 1492, recibió la petición de Magallanes con el mismo favor que mostraron sus abuelos. Con solo 18 años, el rey Carlos I otorgó su apoyo a Magallanes, quien a su vez le prometió al joven rey que su viaje por el oeste traería riquezas inconmensurables a España. El 10 de agosto de 1519, Magallanes se despidió de su esposa y su hijo pequeño, a ninguno de los cuales volvería a ver, y la expedición zarpó. Magallanes comandó la nao principal, la Trinidad, y estuvo acompañado por otras cuatro naves: San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago. La expedición resultaría larga y ardua, y solo una nao, la Victoria, volvería a casa tres años más tarde, transportando apenas 18 de los 273 tripulantes originales de la flota. 


En septiembre de 1519, la flota de Magallanes zarpó de Sanlúcar de Barrameda, España, y cruzó el Océano Atlántico, que entonces se conocía simplemente como el Mar del Océano. La flota llegó a Sudamérica más de dos meses después. Allí los barcos navegaron hacia el sur, abrazando la costa en busca del estrecho legendario que permitiría el paso por América del Sur. 

La flota se detuvo en Puerto San Julián, donde la tripulación se amotinó el día de Pascua en 1520. Magallanes rápidamente sofocó el levantamiento, ejecutó a uno de los capitanes y dejó atrás a otro capitán amotinado. Mientras tanto, Magallanes había enviado al Santiago como avanzadilla a explorar la ruta, en donde naufragó durante una terrible tormenta. Los miembros de la tripulación del barco fueron rescatados y asignados entre los barcos restantes. Con esos sucesos desastrosos tras de sí, la flota salió de Puerto San Julián cinco meses después, cuando las fuertes tormentas estacionales disminuyeron. El 21 de octubre de 1520, Magallanes finalmente entró en el estrecho que había estado buscando y que hoy lleva su nombre. El viaje a través del estrecho fue traicionero y frío, y muchos marineros continuaron desconfiando de su líder y refunfuñando sobre los peligros del viaje. En los primeros días de la navegación del estrecho, la tripulación del San Antonio obligó a su capitán a desertar, y el barco giró y huyó a través del Océano Atlántico de regreso a España. En este punto, solo tres de los cinco barcos originales permanecían en la flota de Magallanes.

Después de pasar más de un mes atravesando el estrecho, la armada restante emergió en noviembre de 1520 para contemplar un vasto océano ante ellos. Fueron los primeros europeos conocidos en ver el gran océano, que Magallanes llamó Océano Pacífico por su aparente tranquilidad, un marcado contraste con las peligrosas aguas del estrecho del que acababa de salir. Poco se sabía sobre la geografía más allá de América del Sur en ese momento, y Magallanes estimó con optimismo que el viaje a través del Pacífico sería rápido, aunque la flota tardó tres meses en atravesar lentamente el vasto Pacífico. Los días se alargaron mientras la tripulación de Magallanes esperaba ansiosamente a pronunciar las palabras mágicas «¡Tierra!». Finalmente, en marzo de 1521, la flota llegó a la isla de Guam, en el Pacífico, donde reabastecieron sus tiendas de alimentos.


La flota de Magallanes luego navegó hacia el archipiélago filipino y desembarcó en la isla de Cebú, donde Magallanes se hizo amigo de los lugareños y, golpeado con un repentino celo religioso, trató de convertirlos al cristianismo. Magallanes estaba ahora más cerca que nunca de llegar a las Islas de las Especias y cuando Cebú le pidió ayuda para luchar contra sus vecinos en la isla de Matan, Magallanes estuvo de acuerdo. Supuso que obtendría una rápida victoria con sus armas europeas superiores, y contra el consejo de sus hombres, el propio Magallanes dirigió el ataque. Los nativos de Matan lucharon ferozmente, y Magallanes cayó cuando le dispararon una flecha venenosa. Murió el 27 de abril de 1521.

Magallanes nunca llegaría a las Islas de las Especias y después de la pérdida de otro de los barcos de su flota, las dos naves restantes finalmente llegaron a las Molucas el 5 de noviembre de 1521. Al final, solo el Victoria completó el viaje alrededor del mundo y llegó a Sevilla el 6 de septiembre de 1522 con un pesado cargamento de especias, pero con solo 18 hombres de la tripulación original. Buscando riquezas y gloria personal, el viaje atrevido y ambicioso de Magallanes alrededor del mundo proporcionó a los europeos mucho más que especias. Aunque el viaje hacia el oeste desde Europa hacia el este a través del Estrecho de Magallanes había sido descubierto y mapeado, el viaje fue demasiado largo y peligroso para convertirse en una ruta práctica hacia las Molucas. 

Sin embargo, el conocimiento geográfico europeo se amplió enormemente gracias a la expedición de Magallanes. Encontró no solo un océano masivo, hasta ahora desconocido para los europeos, sino que también descubrió que la tierra era mucho más grande de lo que se pensaba. Finalmente, aunque ya no se creía que la Tierra fuera plana en esta etapa de la historia, la circunnavegación del globo por parte de Magallanes desacreditó empíricamente la teoría medieval de manera concluyente. Aunque a Magallanes a menudo se le atribuye la primera circunnavegación del mundo, lo hizo por un tecnicismo: primero hizo un viaje desde Europa a las Islas Molucas, hacia el este a través del Océano Índico, y luego realizó su famoso viaje hacia el oeste que lo llevó a las Filipinas. Así que cubrió todo el terreno, pero no fue en un sentido estricto desde el punto A al punto A. Sin embargo, su esclavo, Enrique  de Malaca fue la primera persona en circunnavegar el mundo en una dirección, desde el punto A hasta el punto A.

 Vida de un marino español Juan Sebastián El Cano

Juan Sebastián de Elcano ha pasado a la historia por estar al mando de la expedición que completó la primera vuelta al mundo. Nació en Guetaria Guipúzcoa en 1476 y murió en el Pacífico en 1526. Tras formar parte de la expedición militar dirigida por el Cardenal Cisneros contra Orán, se instaló en Sevilla, donde en 1519 se unió al proyecto liderado por Fernando de Magallanes, que zarpó con cinco naves con el objetivo de encontrar una ruta marítima por Occidente que, a través de un paso por el sur de América, llevara a las islas de las especias. Efectivamente encontraron el hoy llamado Estrecho de Magallanes y, tras muchas penalidades, cruzaron el Océano Pacifico por vez primera.

Magallanes murió al sur de las actuales Islas Filipinas en un combate con los nativos y Elcano, ya al mando de la expedición, llegó a las Molucas a finales de 1521 para cruzar después el Océano Índico y de nuevo el Atlántico. Así, tras casi tres años de navegación, y tras recorrer 14.000 leguas, la expedición llegaba a Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522 y a Sevilla dos días después, con 18 famélicos y tambaleantes marinos, de los 285 que formaron inicialmente la expedición y con una única nave, la Nao Victoria, cargada de especias.

El navegante español consiguió así completar la primera vuelta al mundo de la que se tenga constancia documental, lo que es tanto como decir, la primera globalización física del mundo. El emperador Carlos V recibió a los supervivientes en Valladolid y concedió a Elcano una renta anual de 500 ducados en oro y un escudo de armas con un globo terráqueo y la leyenda: Primus circumdedisti me “El primero que me circunnavegaste”. El buque escuela de la Armada Española Juan Sebastián Elcano lleva su nombre, en honor a su destacado papel en la primera circunnavegación de la tierra.

Historia de Juan Sebastián El Cano

Juan Sebastián Elcano, el vasco que se rebeló contra Magallanes y terminó culminando su gesta Juan Sebastián Elcano fue un marino que se alejaba de los estándares de aquella época. Nació en Guetaria, pueblo costero con siglos de historia en relación con la mar, pero el español pertenecía a una familia acomodada. No dominaba a la perfección el castellano, no por ser analfabeto, sino porque su primer idioma era el euskera. Al igual que hicieron sus hermanos, el joven vasco también se enroló en barcos pesqueros y comerciales, por lo que adquirió gran experiencia marinera que le serviría en el proyecto que marcó su vida de forma inesperada. Además, sus participaciones en las campañas argelinas e italianas, organizadas por Fernando el Católico, le sirvieron para adentrarse en el ámbito militar.

No fue hasta 1519 cuando Elcano tuvo constancia de las intenciones de Fernando de Magallanes, quien trataba de encontrar una nueva ruta a las Indias Orientales desde Occidente y así evitar cruzar el continente africano y atravesar los dominios de los portugueses. Debido a las pocas probabilidades de éxito que tenía la expedición, no fue sencillo reclutar una tripulación experimentada entre ellos había numerosos deudores y forajidos de la justicia. De esta manera, el marinero vasco de 43 años fue nombrado segundo de a bordo de la nave Concepción, una de las cinco que componían la campaña. Su capitán era Gaspar de Quesada y el piloto era el portugués Juan López de Carvalho.

Un viaje lleno de contratiempos

La travesía hasta el continente americano no fue sencilla; tormentas y borrascas hicieron creer más de una vez a la tripulación que acabarían naufragando en el Atlántico. Poco a poco, algunos tripulantes con autoridad comenzaron a cuestionar a Magallanes, quien decidió relegar a Juan de Cartagena por sus continuas faltas de respeto hacia el capitán general. En abril de 1520, decidieron resguardarse en la bahía de San Julián, una "prisión de invierno" ubicada al sur del continente americano. Magallanes era consciente que la flota no podría volver a la mar hasta pasados unos meses. Los víveres escaseaban y muchos querían regresar a su patria querida al fin y al cabo se había llegado más al sur que cualquier otro navío en una misión similar. No obstante, el almirante no estaba por la labor de volver a casa sin haber finalizado la campaña.

Ante la desconfianza de la tripulación, escribió el austríaco Stefan Zweig en Magallanes: el hombre y su gesta Capitán Swing, que al capitán general le asombró que, "siendo castellanos", demostraran tal flaqueza y que hubiesen olvidado que "emprendieron la expedición para servir a su rey y su patria". Los intentos por calmar a los marineros reticentes fueron en vano y Juan de Cartagena, Gaspar de Quesada y Antonio de Coca, los tres capitanes del rey, se apoderaron de tres de los cinco barcos de la expedición. Aquí entraría en juego Juan Sebastián Elcano quien, rebelado contra su almirante, fue confiado a la nave San Antonio preparado para iniciar un posible ataque si la situación lo hubiese requerido. 


La única sangre que se había vertido en la maniobra fue la de Juan de Elorriaga, un marinero apuñalado mortalmente por Gaspar de Quesada. Por lo demás, habían aherrojado a los portugueses, los más fieles seguidores de Magallanes. Cabe destacar que los capitanes del rey no pretendían combatir y contemplaban la posibilidad de negociar con el almirante. Su vacilación fue clave en su derrota. Magallanes, gracias a su temperamento y su experiencia en este tipo de situaciones adversas, consiguió recuperar el Victoria deshaciéndose de Luis de Mendoza y la ventaja volvía a correr a favor de quienes querían seguir con la ruta. Quesada fue condenado a muerte y Juan de Cartagena y el clérigo Sánchez de la Reina fueron abandonados a su suerte en aquellas gélidas tierras. Por lo demás, el capitán general perdonó la vida a 40 marineros necesarios para el viaje, entre los cuales se encontraba Elcano.

El ascenso de Elcano

Aunque la llegada al Pacífico había resultado una ardua tarea, todo se complicaría todavía más con la muerte de Magallanes, provocada por un enfrentamiento armado con unos indígenas en la isla de Mactán, Filipinas. Solo quedaban dos barcos: el Trinidad y el Victoria el primero capitaneado por Gonzalo Gómez de Espinosa y el segundo por Juan Sebastián Elcano. En diciembre de 1521 se descubrió una vía de agua en la Trinidad, por lo que optaron por reparar la nave mientras el Victoria seguía su curso hacia España. Así, de forma inesperada, el vasco que previamente se había sublevado contra Magallanes, se convirtió en el líder de la expedición. Atravesó el Índico y bordeó África hasta que llegó a España el 6 de septiembre de 1522. De los más de 200 marineros que habían iniciado el proyecto solo volvieron 18 famélicos hombres que, tripulados por Elcano, habían dado la vuelta al mundo y habían demostrado que la Tierra era esférica. Una vez se le llamó para impedir que Magallanes realizara su campaña y el destino lo eligió para dar remate a esa misma idea a la que se había opuesto.

Enrique de Malaca

la historia de cómo un esclavo dio la vuelta al mundo

Todo empezó les sonará la historia con una pandemia. En el año 1348, una galera atraca en el puerto de Messina trayendo consigo la peste que más tarde tomaría el nombre de bubónica por los negros bulbos que surgen en brazos y piernas de los infectados. El interconectado mundo medieval difunde la bacteria, y mes a mes, año tras año, las enfermas ciudades ven cómo su vida muere sin que ni siquiera Dios sepa cómo evitarlo. Los cementerios de las iglesias se colmaban sin remedio mientras los nobles escapan a sus villas de campo: allí, pensadores como Petrarca comienzan a cuestionarse si el mundo en el que han crecido, una Edad Media marcada por pontífices tan sanguinarios como el más cruel de los soldados y la ambición desmedida de nobles tiranos, debería cambiar cuando todo pasase y la vida volviese a correr. Así pensaban los más privilegiados mientras Europa sufría la pérdida de casi un tercio de su población, dejando cifras tan escalofriantes como las que asolaron Venecia: murieron seis personas de cada diez en la ciudad de los canales durante la peste negra.

Enrique de Malaca: la primera vuelta al mundo

Supieron de su hazaña desde el momento en el que remontaron las costas africanas, al descubrir que las cuentas de su calendario se habían retrasado una jornada. Habían vuelto más pobres, pero habían culminado una hazaña que nadie nunca podría volver a emular. Cuando Juan Sebastián Elcano llegó a las costas de Sanlúcar de Barrameda, un mes de agosto de 1522, no quedaba de él más que una piel arrugada por el sol y el hambre acosando cada parte de su cuerpo. Ahora eran despojos humanos los que habían salido de ese mismo lugar, tres años antes, para descubrir el paso del Atlántico hacia el Pacífico. De los 239 pasajeros con los que contó la expedición, solamente habían sobrevivido dieciocho, a los mandos de la nao Victoria, una carcasa de madera que había sufrido más naufragios que todos los mares que existen sobre la tierra.

Supieron de su hazaña desde el momento en el que remontaron las costas africanas, ya de vuelta hacia España, al descubrir que las cuentas de su calendario se había retrasado una jornada. Habían vuelto más pobres, más desdichados, más solitarios, pero habían culminado una hazaña que nadie nunca podría volver a emular. Habían sido los primeros en circunnavegar el planeta, en conectar todos los océanos y estrechar las distancias de las tierras. Al menos así lo contó Antonio Pigafetta, el italiano que sirvió como cronista oficial y que guardó memoria de todos los sucesos extraordinarios que rodearon a la expedición. Salvándose la escritura, sobrevivió la proeza. Pigafetta documentó también la muerte del capitán de la expedición, aquel portugués atrevido que había sabido tener la paciencia suficiente como para atravesar el hielo en el lugar más al sur de los nunca visitados, en el paso que llevaría su nombre, aunque él nunca lo supiese. El Estrecho de Magallanes conectaba dos mundos, el oriente y el occidente, la ruta de las especias con el oro de América, todo para mayor gloria de Europa. Pero a Magallanes lo atravesó una flecha envenenada en la isla de Mactán, en el archipiélago de lo que hoy es Filipinas. Allí quedó su cuerpo, varado en la playa, mientras los indígenas movían los brazos y celebraban su victoria contra el hombre blanco y barbado.

Sin embargo, la historia oficial siempre esconde un vértice de verdad. De los 239 pasajeros hubo uno que no se asemejaba en nada al resto. No era marinero, pero servía con obediencia los mandatos de su capitán. No era traductor, pero había aprendido con habilidad la lengua castellana y portuguesa, sumadas a su lenguaje nativo, propio de las costas del Pacífico. Su nombre era Enrique de Malaca y era un esclavo capturado en el pasado por una expedición portuguesa. Las noticias de su vida anteriores al encuentro con Magallanes son confusas. Su nacimiento es un misterio, aunque se sospecha que pudo haber nacido en Sumatra, en Cebú Filipinas o en Malaca, en plena ruta de las especias. Entra en la historia en 1511, cuando una misión comercial portuguesa al mando de Diogo Lopes de Siqueira lo apresó en la isla de Sumatra. Como esclavo, formó parte del botín tomado, junto a la canela y las piedras preciosas. Desembarcó en la Península Ibérica a los pocos meses. Acababa de cumplir la mitad de su viaje.

Cuando a Magallanes le encargan la expedición que circunnavegaría el globo por primera vez, el marino portugués no duda sobre quién llevar a su lado. Enrique de Malaca conocía a la perfección los rigores de la alta navegación y también dominaba las lenguas de varios pueblos nativos. Se había convertido en un hombre obediente, fiel a su amo y a los intereses comunes de Castilla. Fue servicial en las costas argentinas, en la Patagonia, cuando Gaspar de Quesada, Luis de Mendoza y Juan de Cartagena se amotinaron en pleno invierno austral. Mantuvo la esperanza de encontrar el paso hacia el océano Pacífico y resistió los más de cien días de trayecto por las aguas desconocidas, cuando los tripulantes morían de disentería.

Todo lo aguantó Enrique de Malaca, que vio con cierta nostalgia cómo se acercaba su barco a las costas familiares de Filipinas. Reconoció las formas onduladas de las palmeras y la arena del color del sol a media tarde, cuando la marea empieza a subir. Tras varios días reconociendo el lugar, se produjo un acercamiento a los indígenas. Enrique de Malaca no hablaba su idioma, pero reconocía ciertas palabras sueltas. El entendimiento no hizo posible la paz entre los hombres y los indígenas dispararon sus flechas, en una revuelta que la historiografía llama la Batalla de Mactán. Magallanes resultó herido y murió en la playa.

 Culparon al esclavo de traición pero le mandaron una última misión: negociar con una tribu local en la isla de Cebú. Treinta españoles más conformaron el cuerpo diplomático de aquella expedición de paz. Enrique de Malaca era la lengua que unía ambos mundos. Antes de terminar el banquete, los treinta españoles fueron masacrados y del esclavo intérprete no se volvió a saber nada más. Había sido despojado de sus raíces hacía diez años y ante la diatriba de elegir entre su pasado y las cadenas de su presente, se había quedado con la memoria de su libertad. Se perdió de las crónicas de occidente, pero sus ojos fueron los primeros en ver la curvatura perfecta de la tierra. Cruzó todos los océanos y habló todas las lenguas. Dejó a la deriva a esos pobres españoles que no sabían cómo volver a casa.


Cristóbal Colón

Colón, Cristóbal. Génova Italia, 1451 – Valladolid, 20.V.1506. Descubridor del Nuevo Mundo en 1492, primer almirante, virrey y gobernador de las Indias. La historia de Colón ha sido contemplada no como la de un simple mortal, sino como la de un mitológico semidiós capaz de gestas extraordinarias. Porque su empresa es, por antonomasia, uno de los acontecimientos trascendentales de la Historia de la Humanidad. Nadie pondrá en duda que el viaje de las tres carabelas es la primera de las palancas en la trasformación de la Historia mundial que se llama tránsito a la Edad Moderna.

Como además hay en la trayectoria vital de Cristóbal Colón multitud de puntos oscuros y su misma propuesta descubridora está signada por el misterio a pesar de que su hijo Hernando tratara de establecer una explicación satisfactoria a la génesis del proyecto, no tiene nada de particular que en torno al gran navegante, a su figura y sus obras se hayan multiplicado las polémicas. Ya en la Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas afirma que sólo se sabe con seguridad que el marino ligur procedió como si él poseyera la llave de un cofre de cuyo contenido sólo Dios sabía la verdad.

Como contrapunto de aquellas oscuridades, cabe recordar que el gran navegante no fue sólo un hombre de personalidad gigantesca en sus hechos e ideaciones, fue al mismo tiempo un expositor caudaloso y de fuerza extraordinaria del proceso que impulsó y presidió. Sobre ciertos puntos capitales, su palabra es la única que queda de amplio y verdadero valor informativo. Sus subordinados e interlocutores, aquellos que con él tuvieron conversación amigable o antagónica, no nos han dejado nada que sea comparable a los escritos del Descubridor. Y los personajes de autoridad superior a la suya, es decir, los Reyes Católicos, guardaron una mayestática y lacónica compostura al manifestar algo que no fuesen elogios para “su” almirante, a excepción de aquel dramático momento en el que decidieron sustituirle como virrey-gobernador. Además, de puño y letra del Descubridor conservamos unas apostillas en las márgenes de dos códices que fueron su aliento estudioso como proyectista del Gran Viaje: los Tratados del cardenal de Ailly y la Historia rerum del papa Pío II.

Pero es en la Historia del Almirante, escrita por su hijo natural Hernando Colón, donde se nos brinda el mayor número de precisiones acerca del itinerario vital del personaje, salvo que toda la obra, concebida conforme al canon hagiográfico, no es otra cosa que un tributo devoto a la memoria del gran navegante. Orígenes Colombinos y sus Navegaciones Mediterráneas: De modo que el primero de los esfuerzos apologéticos de Hernando fue el relativo a la cuna paterna.

De cualquier manera, las cortinas de humo que tiende Hernando sobre sus abuelos no dejan de apuntar a Génova como asiento de los Colombo. Pero a las presunciones nobiliarias de una familia con títulos almirante parejos a los de los Enríquez y que ha enlazado en la persona del segundo almirante Diego, con la Casa de Alba mal le convenían los perfumes de queso, vino y taller de lana que acompañaban a los hijos de Domenico Colombo. No es eso todo, Hernando intentaba además garantizar la formación intelectual del primer almirante Colón, de ahí que haga cursar a su padre, en Pavía, unos estudios de los cuales nadie haya tenido noticia hasta ahora. Y lo que es más, que reaccione con virulencia contra los cronistas genoveses que impusieron a don Cristóbal la nota infamante de sujeto obligado en su juventud a laborar con sus propias manos. Al cobijo de las brumas hernandinas se abrió, pues, paso la primera polémica. Los suelos que se disputaron ser cuna de Cristóbal Colón fueron múltiples.

Pero para los efectos biográficos y de interpretación, dos han sido los principales contendientes: de un lado, Italia claro es, a cuyo favor militan todas las noticias dignas de crédito, y de otra parte, España, donde el tránsito de patriotismo a patrioterismos más emotivos que razonantes “exigió” completar la gloria española del descubrimiento, haciendo español a su protagonista. Ahora bien; el primer requisito para españolizar al Descubridor es el de descalificar como pura superchería las fuentes más próximas a la vida del almirante.Fueron muchos los estudiosos que trataron de buscar a Colón cunas en la Península Ibérica. Galicia, Extremadura y Cataluña, entre otras regiones españolas, se disputaron el honor de contar entre sus naturales a tan eminente personaje. También en el debe de las ocultaciones de Hernando hay que anotar el empeño de Salvador de Madariaga por radicar a Colón en el seno de una familia judeoconversa.

Frente a esas pretensiones se alza un argumento incontestable: los testimonios de la época incluido el del propio Descubridor en el documento fundacional del mayorazgo a favor de su hijo Diego son unánimes a la hora de fijar en Génova el solar de los Colombo. Además, investigadores genoveses han probado fehacientemente que el almirante fue hijo de Doménico Colombo y de Susana Fontanarosso Fontanarrubea, pertenecientes ambos a familias ligures dedicadas a la fabricación textil, padres, igualmente, de Bartolomeo y Giacomo. La opinión más generalizada es que el futuro almirante vino al mundo en 1451.

Ya se ha dicho que Hernando, en su afán de hacer del almirante un profundo conocedor de astrología, cosmografía, geometría y navegación, le hace cursar estudios en Pavía, pero ni en aquella universidad se impartían esas disciplinas, ni en sus registros queda huella del paso de Cristóbal. Lo que se sabe a ciencia cierta es que el futuro descubridor pasó su juventud en la costa ligur, navegando desde muy joven por aquellos mares como él mismo refiere en carta a los Reyes Católicos al tiempo que atendía los negocios de su padre. Muy probablemente entre los años 1470 y 1472 se dedicó a actividades corsarias al servicio de la Casa de Anjou y en contra, por lo tanto, de los intereses que Aragón tenía en Italia, más concretamente en Nápoles. Estas correrías pudieran haber contribuido también a la política de ocultamientos familiares aplicada por los Colón.

Colón en Portugal y el Proyecto Colombino de Descubrimiento: Igualmente se sabe con seguridad que en la primavera de 1477 el futuro almirante estaba en Portugal. Al año siguiente aparece como agente de la casa genovesa Centurione comprando azúcar en Madera. Algo más tarde, en el verano de 1479, se encuentra en su Génova natal, de cuyo puerto salió rumbo a Lisboa el 26 de agosto de ese año. Por estas fechas hay que situar su matrimonio con Felipa Moniz de Perestrello, hija de Bartolomé Perestrello, capitán donatario de la isla de Porto Santo del archipiélago de Madeira, y de su segunda esposa, Isabel Moniz, emparentada con la casa real de Braganza. Entre 1480 y 1482, en la isla de Porto Santo, nació Diego, hijo primogénito del marino ligur y heredero de sus títulos. Entre esos años y 1484 la vida de Cristóbal transcurrió en el Atlántico, en viajes a Guinea concretamente estuvo en el fuerte de San Jorge da Mina, e incluso más al sur. En 1484 Cristóbal Colón ha madurado su proyecto de Gran Viaje y está en disposición de proponerlo a los príncipes europeos.

La originalidad del proyecto del inventor genovés estribaba en un doble postulado consistente en afirmar, de una parte, la existencia de tierras, ignotas y pobladas, muy extensas a Poniente, alcanzables por el salto de un velero y que esas tierras estaban ligadas al Asia conocida. Ahora bien, esos postulados eran inaceptables para los saberes teóricos e incluso para las experiencias más avanzadas de su época. O dicho en otros términos, eran absurdas para todo aquel que no hubiese hecho una reducción del globo terráqueo tan radical como la que practicó Colón, con osadía ignorante del verdadero valor del grado de meridiano y frente a autoridades venerandas que se remontaban a Eratóstenes. Fue en el texto del profeta Esdras no admitido como tal en el canon de la Iglesia donde Colón encontró el único dato de aproximación métrica a la anchura del Océano que pueda servir a la ilusión de cruzar directamente de Europa hasta el fin del Oriente en una singladura sin escalas intermedias. Y se explica así el amplio ejercicio de pluma que el proyectista Colón dedicó en sus apostillas al seudo profeta, para quien la relación existente entre la extensión de las aguas y la de las tierras emersas es de 1 a 6.

Es cierto que asimismo el sabio polígrafo florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, por esas mismas fechas, concebía la existencia de un océano único y apuntaba la posibilidad de alcanzar el Cipango Japón de Marco Polo navegando desde Lisboa, pero lo hacía gracias a la existencia de la isla Antilia que, según sus cálculos, distaba 625 leguas de la gran isla de Cipango. Igualmente, hay que hacer notar que, desde la segunda mitad del siglo XV, los portugueses habían buscado hacia Poniente, con incansable denuedo, esa isla u otras míticas como la de las Siete Ciudades, pero lo cierto es que ni habían sido vislumbradas, ni se sabía a qué latitud podían encontrarse.

En resumen, los cálculos más optimistas con respecto a la anchura del Océano los Toscanelli que situaban el Catay China distante no menos de 1.600 leguas de los finisterres de Occidente, y Cipango del orden de 1.200 requerían de forma imperiosa contar con un eslabón intermedio para alcanzar las Indias conocidas, ya que no pasaba de 800 leguas el límite sensato que debía imponerse a un internamiento oceánico hacia el Ocaso. Por consiguiente, la clave del proyecto de alcanzar los ámbitos conocidos de Oriente navegando hacia Occidente estaba en ese eslabón de tierras intermedio. Sólo que, como lo constituía un rosario de islas, en exclusiva podía realizar el proyecto la persona poseedora del secreto relativo a la latitud precisa en que se encontraban las susodichas islas.

Pero, como se ha señalado arriba, la originalidad de Colón estaba en asegurar un viaje cuyas metas escalonadas se ofrecen diáfanas a través de todos los datos que existen: unas islas situadas a cuatrocientas leguas al oeste de las Canarias; una tierra continental incógnita aunque al mismo tiempo y sin duda alguna es tierra “indiana” y que debe salir al paso de las carabelas por aquel mismo rumbo y latitud, a distancia entre 700 y 800 leguas del mismo archipiélago Afortunado y, arrumbada hacia el noroeste, la tierra firme del Catay y al sur de ella el inmenso seno de los Seres y los Sinas. Es de notar la diferencia en las distancias entre las propuestas toscanellianas y las colombinas, pero además cabe advertir que aquel estribo mágico de las tesis de la época el de la Antilia y Siete Ciudades se ha convertido en la ideación del genovés en archipiélago de “entrada a las Indias”. Naturalmente, para garantizar el éxito de su empresa el inventor genovés debía mantener en secreto, hasta el final y a ultranza, el paralelo por el que se iban a conducir sus singladuras.

Colón y el Pre descubrimiento: Ahora bien, dadas las diferencias entre la propuesta colombina y las previsiones de Toscanelli, cabe preguntarse de dónde ha sacado el reflexivo genovés las determinaciones tanto sobre la distancia y el carácter de esas islas ciertas como de las otras etapas. Sólo hay una respuesta racional a esa interrogante: información de personas que para Colón vienen de las Indias. Porque aquella información sí pudieron facilitarla los amerindios llegados al centro del Atlántico, los cuales, procedentes del ámbito Caribe y expresándose en un idioma en el fonema “cani” que es frecuentísimo al final de los vocablos, pueden inducir la imagen de una relación suya con el Magnus Kan. Y aún mucho más en particular, cabe advertir que si aquellos argonautas caribeños fueron mujeres del ámbito insular, denominaron a su propia etnia con el nombre de calliponam, y que sonaría caníbales al oído europeo. En apoyo de esa respuesta, se puede añadir que Colón declara de su puño y letra en una apostilla a la Historia rerum de Pío II, al margen de una noticia relativa a la llegada de indios a Europa en dos ocasiones, que él mismo ha tenido noticia o visión directa de la llegada al ámbito occidental de gente amerindia viajera en sus propias embarcaciones. Esto es, Colón ha afirmado que tenía certidumbres empíricas sobre tierras alcanzables en la latitud de las Canarias.

Pero la resolución de los enigmas del Gran Viaje en clave de providencial encuentro oceánico obliga a repasar, siquiera brevemente, la cuestión del “preconocimiento” de América. Un “preconocimiento” que, negado por Hernando Colón, no mereció la consideración del colombinismo clásico, a pesar de ser de común aceptación entre los coetáneos del marino genovés. En efecto; por los mentideros de la época circuló una “conseja de marineros”, según la cual Colón debía sus conocimientos a un navegante portugués que le confió su secreto estando en trance de muerte. Cuenta Bartolomé de las Casas que en los parloteos de los veteranos de las Indias se daba por cosa cierta que la empresa de Colón se había cifrado en el conocimiento previo que tuvo de la existencia de las islas antillanas por la confidencia que recibió de un piloto que habiendo sido arrastrado por las tempestades hasta las Antillas, logró después retornar con su gente e ir a dar en la isla de Madera, para morir en brazos de Colón, no sin haberle comunicado antes el gran secreto de su hallazgo. 

Aquella solución “popular” al misterioso triunfo del navegante no quedó circunscrita a los cotilleos baquianos, sino que circuló cumplidamente por España, como lo acreditan las versiones que sobre el hoy llamado “piloto anónimo” o “protonauta” de la teoría sostenida por Juan Manzano y Manzano nos comunican los otros cronistas primeros de las Indias comenzando por Fernández de Oviedo. En rudo contraste con esas seguridades están, en cambio, las circunstancias tan poco verosímiles que postula la explicación: absoluto desconocimiento sobre la personalidad y nombre del piloto en cuestión, por parte de tantos y tan bien enterados del caso; invencible silencio en una tripulación por oportuna y terminante que fuese la “moribundia” con que llegó a Madera; y, en fin, la rareza de este desvelamiento tardío.

Aun así, no cabe ignorar que eran muchos los que pensaban que Colón llevaba en su cofre secretos que un día quiso el océano entreabrir acerca de su otra orilla. También él mismo se presentó siempre como sujeto elegido por la Santísima Trinidad, para “llegar a perfecta inteligencia que podría navegar e ir a las Indias desde España, passando el mar Océano al Poniente”. De modo que en la invención del ligur se conjugaban causas y datos de orden diverso; pero entre los cuales el dictado profético tenía un desempeño de primerísimo orden, en apoyo de lucubraciones que se reclamaban de lo sacro y de lo maravilloso. Y qué otra cosa podía ser más maravillosa que el logro de certidumbres irrefutables a partir de un conocimiento empírico proporcionado por el encuentro con hombres o mejor mujeres llegados de la otra orilla del océano.

A tenor de lo anterior, no puede extrañar que hayan sido cinco las metas de la Gran Travesía señaladas de una forma u otra por la pluma de Colón: la isla de las Amazonas; el archipiélago de la entrada indiana, habitado por gentes desnudas que esperan la voz de Cristo; el Paraíso Terrenal; el Tarsis y el Ofir de las Sagradas Escrituras y el Magnus Kan presidencial en el Catay. Todo ello se desprende del análisis de lo único pero precioso que nos dejó escrito como proyectista estudioso de su Gran Viaje, es decir, las apostillas puestas por él a aquellas dos obras que constituyeron la base de sus conocimientos e ideas ilustrados, la Historia rerum del papa Pío II y los Tratados o Imago Mundi del cardenal Ailly. Y es que, en su ideación, esas Amazonas oceánicas, habitantes de la última de las islas del Archipiélago de entrada a las Indias son identificadas con las antiguas del Caspio y el Ponto. Ellas pueden estar relacionadas en el confín del mundo con un Magnus Kan que domina desde las riberas del Caspio hasta las del océano escítico. Ellas, en fin, siguen efigiando un primitivismo irreductible capaz de ser frontero del Paraíso y a la vez de los emporios urbanos, y que guarda los valores de una vocación hacia la virtud heroica, que espera la hora de su ascenso al nombre cristiano. Volviendo a la biografía del gran navegante, el primer ofrecimiento lo hizo el año de referencia en Lisboa al rey Juan II de Portugal, el príncipe Perfeito.

El monarca luso no rechazó a Colón, sino que lo entretuvo con el expediente de una Junta consultiva. Es probable que tratara de sonsacarle la única clave que cabía sonsacar: la latitud en la que el inventor haría su internamiento. Porque de lo que no caben dudas es del interés del Perfeito por las cuestiones de la Descubierta antes incluso de acceder al trono en 1481. Sólo que las pretensiones de Colón las mismas, en esencia, que luego figurarían en las capitulaciones de Santa Fe le debieron parecer desmedidas. Se sabe que optó por realizar sus propias pesquisas porque, a fin de cuentas, Colón no era sino uno más de los buscadores de islas ciertas pero no encontradas, que proliferaron por aquellos años. Bien es verdad que su plan era más ambicioso, ya que en él la misteriosa isla era sólo la condición indispensable para la Gran Travesía que permitiría alcanzar las costas del Magnus Kan.

Negociaciones en la Corte de Castilla: Al año siguiente, en 1485, Colón, acompañado por su hijo Diego, se instaló en Castilla. Probablemente desembarcara en Palos de la Frontera y, de camino hacia Huelva, pudiera haber tenido ocasión de visitar el monasterio franciscano de La Rábida, donde encontraría los primeros y, de eso no caben dudas, los últimos y definitivos apoyos a la empresa que venía a proponer. Lo que sí está confirmado es que desde el 20 de enero de 1486, día en el que se entrevistó con los monarcas en Alcalá de Henares, el genovés es el formal protegido de los Reyes Católicos y que a partir de ese momento se iniciaron unas negociaciones, largas de seis años, durante las cuales, en varias ocasiones, los monarcas le hicieron llegar estimables cantidades de dinero para su sustento. Además gozó pronto de la simpatía y comprensión de personajes destacados.

 La nómina es bien conocida: Medinaceli, Quintanilla, el cardenal Mendoza, Santángel, fray Diego Deza, Juan Cabrero y fray Hernando de Talavera.En ese tiempo en el que Colón se movió en la órbita cortesana, durante una estancia en Córdoba, conoció a Beatriz Enríquez de Arana, una joven huérfana de humilde condición social, con la que nunca llegó a casarse a pesar de ser madre de su segundo hijo, el geógrafo e historiador Hernando Colón. Ante las demoras que los Católicos van dando al postulante, con excusas de varia índole, éste decidió explorar nuevas posibilidades en otros reinos europeos y el año 1488 envió a su hermano Bartolomé a entrevistarse con Enrique VII de Inglaterra. En aquella corte es visto en el mes de febrero. Tal vez él mismo viajara a Portugal a finales de 1488.

La espera del inventor genovés en la corte de los Católicos, y el tiempo y modo en que se resolvió se han venido explicando por una doble y escalonada causa: primero, la sanción contraria al proyecto colombino emitida por la Junta consultiva; y luego las urgencias de la guerra de Granada, reconocidas como causa dilatoria, en forma solemne por las bulas de Alejandro VI. Pero esa explicación no concuerda con la lógica de unos hechos donde lo que decide en las resoluciones de los Católicos no es desde luego el parecer de la Junta; ni los costes de un par de navíos se nos ofrecen como operación inasequible para Castilla antes de la rendición de Granada. Lo inasequible era entrar en conflicto con Portugal, para mantener lo que se descubriera en ultramar cuando los castellanos mantenían simultáneamente la empresa de Granada y el enfrentamiento con Francia. Por ello, los Católicos tenían que acometer el proyecto, particularmente por lo que se refiere a Portugal, con todas las reservas, o, si se quiere, recurriendo al secretismo más riguroso y simulando que el viaje que les ofrecía el misterioso inventor no les merecía especial interés ni confianza.

En 1491, totalmente desanimado, Cristóbal Colón decidió abandonar Castilla pasando por Huelva, donde residía el matrimonio Muliart, sus cuñados Miguel Muniart estaba casado con Violante Moniz. Fue entonces cuando realizó esa visita al monasterio de La Rábida que resultaría trascendental para el futuro de la empresa descubridora. En ella se entrevistó con fray Juan Pérez, confesor de la reina, quien, movido por desconocidos resortes, no dudó en movilizar toda su influencia frente a doña Isabel a fin de vencer las reticencias de la Señora. No se conoce el contenido de la entrevista entre el fraile y la Reina, pero cabe dentro de lo congruente imaginar que fray Juan se presentara ante doña Isabel como poseedor de las claves del proyecto de navegación confiadas a él con las garantías de reserva que ofrece el confesionario. A partir de ahora el camino se allanó para el genovés que viajó a Santa Fe y fue testigo presencial de la caída de Granada el 2 de enero de 1492. Había comenzado un período de arduas negociaciones con la Corona que sólo culminó el 17 de abril de ese año con la firma de las Capitulaciones de Santa Fe. En esta última fase, el postulante contará con los apoyos de dos aragoneses: Luis de Santángel y Juan Cabrero, fieles servidores del rey Fernando, el primero como escribano de ración y el segundo como camarero.

Gracias a ellos se salvaron las reticencias de la Reina y el marino ligur vio confirmadas sus demandas: El título de almirante de la Mar Océana en todas aquellas tierras que por su industria se descubrieran; igualmente para éstas el nombramiento de virrey y gobernador. También se le reconocía el derecho a cobrar la décima parte de las ganancias del comercio realizado en ese espacio. Al mismo tiempo, podía participar en todas las iniciativas que la corona allí llevase a cabo aportando la octava parte del monto de las mismas y cobrar en idéntica proporción. El 30 de abril, por una real provisión, los monarcas otorgaron a Colón la merced de transmitir sus oficios almirante, virrey y gobernador a sus herederos. También los reyes le autorizaron a utilizar el Don antepuesto a su nombre desde el momento en que se materializaran los descubrimientos.

El Gran Viaje Descubridor: La firma de las capitulaciones permitió al almirante abordar los asuntos relativos a la preparación del viaje. De esa primera travesía hay dos piezas historiográficas esenciales: el Diario colombino de la expedición, junto con la carta a Santángel, y las noticias que se contienen en los Pleitos. Por ellas, y algún otro documento de carácter administrativo, se sabe que los preparativos se llevaron a cabo en la villa de Palos, condenada por ciertos “deservicios” a armar a su costa dos carabelas y navegar durante dos meses a beneficio de la corona y que se dispusieron tres naves; dos de ellas la Pinta mandada por Martín Alonso Pinzón y la Niña por Vicente Yáñez Pinzón eran carabelas andaluzas, mientras que la nao Santa María, la nave capitana, había sido armada en los astilleros del Cantábrico.  

De igual modo se tiene constancia de que todos los hombres iban a sueldo de la corona que había pagado cuatro meses de anticipo y de que el clima entre capitanes y tripulación era de gran confianza en el almirante que ha debido transmitir a unos y otras sus certidumbres sobre las metas de la travesía. Metas que, como ya se sabe, no eran otras que hallar islas a 400 leguas de las Canarias y tierras indianas a 700 o poco más de ese mismo archipiélago. Al fin, tras oír misa, se hicieron a la mar el 3 de agosto de ese año. Tocaron en La Gomera para reparar el timón de la Pinta y alcanzaron el mar de los Sargazos el 16 de septiembre. Durante los primeros días de octubre, cuando se habían superado ya las 700 leguas de navegación, el malestar creció entre las tripulaciones que contemplaban cómo la realidad oceánica estaba defraudando las promesas de Colón. Ante la tensa situación, el almirante debió cambiar el rumbo hasta aquí había navegado siguiendo invariablemente el paralelo de las Canarias y recurrir a un procedimiento tan escasamente cosmo matemático como era seguir la dirección que le señalaban las aves viajeras. 

Ellas y el sentido del honor de los marinos españoles personificados en los Pinzón y Juan de la Cosa que accedieron a proseguir la marcha aún tres días más, propiciaron el éxito de la empresa en la que el Descubridor verá, de nuevo, la “mano del Señor que da las victorias”. Lo cierto es que a las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre Rodrigo de Triana avistó tierra. Al amanecer llegaron a una isla de las Lucayas Bahamas que los indios llamaban Guanahaní y el genovés rebautizó con el nombre de San Salvador. Colón resolvió entonces explorar el archipiélago, decisión que contradice categóricamente que su programa estuviese sometido, en exclusiva, a los dictados de Toscanelli. Pues de haberse atenido a las sugerencias del geógrafo, lo aconsejable hubiera sido continuar hacia poniente en busca de las tierras continentales.

Concluido el reconocimiento de las Bahamas en las que el almirante creyó ver la antesala del mundo paradisíaco, emprendió una travesía en dirección sureste que le permitió alcanzar Cuba o la tierra de Juana en la designación del Descubridor. Allí creyó bien es cierto que por poco tiempo encontrarse en el Cipango. Luego supo que se trataba de tierra insular, bien extensa por cierto, distante de la tierra firme donde él colocó el Imperio del Gran Can por asociación con la voz “cani” que oyó a los nativos diez jornadas de navegación.
Tras dedicar noviembre a la exploración de Cuba, el 6 de diciembre avistó Haití que bautizó como isla Española. En ella descubrió una sociedad en la que no sólo existían “reyes” caciques sino que se comportaba además con un disciplinado sentido de la jerarquía, manifiesto en las formas refinadas del respeto que se tributaba a los superiores. El 25 de diciembre la nao Santa María encalló al norte de la Española; con sus restos se construirá el fuerte de Navidad, donde el almirante dejó un reducido número de sus hombres bajo el mando de Diego de Arana, persona de su confianza.

El 16 de enero se emprendió el regreso.

El periplo por el Caribe, sorprendente en sus derrotas, sólo puede obedecer a la falta de un único norte en el programa colombino e indica que el Inventor se manejaba, en realidad, con tres brújulas: las nociones de la ciencia geográfica relativa a lo conocido; la interpretación que procura hacer de lo que ve y de lo que oye, y su propia construcción ideológica hecha a partir de la información de las indias caribeñas que cruzaron medio atlántico.
El viaje de retorno lo hicieron los dos navíos por separado, de modo que Martín Alonso, capitaneando la Pinta, arribó a Bayona de Galicia tan enfermo que murió a poco. Por su parte, el almirante, a bordo de la Niña, entró en Lisboa el 4 de marzo de 1493. El 13 de ese mismo mes, volvió a hacerse a la mar rumbo a Sevilla, para desembarcar en Palos. Desde allí se dirigió a Barcelona a fin de comunicar personalmente a los monarcas el extraordinario valor de sus hallazgos.

A partir de este momento, el proyecto de los Reyes Católicos con relación a la empresa de las Indias se organiza en torno a dos exigencias irrenunciables: implantar allí una colonización y proseguir el Descubrimiento. A ellas se sumaron muy pronto los apremios del enfrentamiento diplomático con Portugal. Un enfrentamiento que condujo primero a la promulgación de las Bulas de Alejandro VI y luego a la conclusión del tratado de Tordesillas.
El Segundo Viaje: Para atender las exigencias del triple proyecto se organizó una segunda expedición que salió del puerto de Cádiz el miércoles 25 de septiembre de 1493. Se trataba de una armada de cinco naos y doce carabelas en la que se embarcaron labradores del reino de Granada y clérigos, aparte de marineros y soldados. En Canarias la flota cargó cabezas de ganado becerros, cabras, ovejas, puercos y gallinas, productos frutícolas naranjas, limones, melones, etc. y hortalizas. El cargamento de las naves anunciaba ya cuáles iban a ser las claves del programa colonizador de España en las tierras recién descubiertas. El almirante llevaba además el encargo de proseguir la descubierta. De modo que cuando, tras una travesía de veinte días a partir de la isla del Hierro, llegó el 3 de noviembre al archipiélago de las Pequeñas Antillas se dedicó a su exploración.

 No será pequeño el balance de lo destapado por el genovés en esta expedición, pues incluye un ámbito que va desde las Pequeñas Antillas hasta la isla de Pinos en Cuba pasando por Boriquen que llamó de San Juan Bautista, Jamaica y la costa meridional de la Española. Pero como pronto supo por los indígenas que en las latitudes australes se situaban las riquezas mineras, botánicas y zoológicas más considerables, son de imaginar las ansias que le impulsarían a aquellas tierras del sur. Probablemente el Descubridor mandará ahora naves a confirmar la existencia de los mencionados territorios como defendió Juan Manzano, pero tampoco parece imposible que tal conocimiento al menos en el sentido personal lo haya adquirido con ocasión de emprender su regreso a España; regreso cuyas singladuras no están demasiado claras.
Sin embargo, frente a los logros del programa descubridor hay que colocar los fracasos de la empresa colonizadora. En la Española donde Colón encontró arrasado el fuerte de Navidad se van a fundar entre 1494 y 1496 varias ciudades, entre las que destacan la Isabela y Santo Domingo que pronto se convertirá en capital de las Indias. Pero en la isla la situación es cada vez más grave, al hambre y las enfermedades se sumarán inmediatamente las primeras deserciones de los españoles. Ante tal situación, Colón mandó a la Península a Antonio de Torres con algo de oro e indios para vender en el mercado de esclavos. Los indios se venderán con el consentimiento de los Reyes, aunque poco después, ya bien asesorados, los monarcas revoquen la autorización inicial.


Desde estas primeras experiencias se pone de manifiesto la disparidad de criterios, de finalidad e instrumentación que contraponen a las colonias de signo mercantilista las de signo terrícola. De un lado está el provecho de un tráfico marítimo, que busca inexorablemente el monopolio estatal-colombino y que se basa en la posesión de un enclave de dominio militar-mercantil. Del otro, la instancia que lleva a los grupos a organizar su avance ocupando tierras y trasplantando a ellas cuanto les caracteriza como comunidad cultural y mediante la sujeción o expulsión de los naturales del territorio. Pues bien, Colón representaba el primer modelo, y los españoles a la cabeza los Reyes el segundo.

En junio de 1496, Colón está de vuelta de su segundo viaje con cartas de triunfo, sólo que con anterioridad en noviembre de 1494 han llegado a la Península los desertores de La Española acusando a los Colón de desgobierno y los Reyes han enviado allí a Juan de Aguado con cuatro carabelas, más bastimentos y el encargo de informarse de la situación. De modo que don Cristóbal se verá obligado a explicarse ante los monarcas. Los Reyes Católicos lo recibieron como si no hubiera pasado nada, le confirmaron sus privilegios el 23 de abril de 1497 y le autorizaron a instituir un mayorazgo en la persona de su hijo mayor Diego. Además sufragaron una tercera expedición pero dando a entender que no era otra cosa sino una última oportunidad de relanzamiento por cuenta oficial de lo que debía alimentarse en adelante de sus propios beneficios.


El Tercer Viaje: Bajo estos presupuestos, se organizó el tercer viaje. El almirante partió de Sanlúcar de Barrameda el 30 de mayo de 1498 con seis navíos, hizo escala primero en la isla de Porto Santo y luego en La Gomera, donde dividió la flota: tres barcos se dirigieron directamente a La Española y otros tres, bajo su mando, prosiguieron la empresa de la Descubierta. Esta vez navegó más al sur, por el paralelo de Sierra Leona. El 31 de julio avistó la primera tierra a la que puso por nombre Trinidad. Resultó ser tierra insular, pero adyacente a otra de enormes proporciones en cuyas profundidades, a tenor de la grandeza de los cursos de agua que desembocaban en el mar, el Descubridor supuso se encontraba el Paraíso Terrenal.

Había alcanzado, por tanto, suelo asiático. Dedicó los primeros días de agosto a recorrer aquella costa que el llamó de las Perlas y que era el golfo de Paria en la desembocadura del Orinoco. El marino ligur había culminado una nueva hazaña: el hallazgo de un “cielo nuevo y mundo” como dirá en carta a Sus Altezas enteramente ignoto al europeo. Pero para él significaba algo más, porque esa hazaña al estar inscrita potencialmente en su “invención” del Fin del mundo, y atenerse a la métrica de Esdras, le confirmaba en sus presunciones de ser encarnación de las promesas isaíacas.

Con muy distinto semblante se presentó el asunto de La Española, porque durante la ausencia de don Cristóbal, se habían sentado en la colonia las bases de una escisión —la rebeldía de Francisco Roldán contra la autoridad del adelantado Bartolomé Colón— que amenazó con convertirse de un día para otro en guerra civil. En las exigencias de Roldán frente al adelantado se dieron la mano los dos motivos mayores para acusar de inhumana y tiránica la construcción factorial de los Colón; es a saber, el requerimiento de que se les asignaran tierras en las que asentarse y mantenerse y el de poner fin a la guerra contra los indios. Ante esta situación el almirante cometió tres grandes errores: describió a los Reyes la situación como un peligro para la soberanía, por lo que debía ser saneada a sangre y fuego; retuvo las pagas de los asalariados en la medida en que le pareció bien y siguió enviando cargamentos de indios esclavos cuando ya Sus Altezas habían decidido someter a examen jurídico-teológico la legitimidad de aquel trato.


En respuesta al conflicto, los Católicos enviaron a La Española a Francisco de Bobadilla con el título de juez pesquisidor. En agosto de 1500 llegó Bobadilla a Santo Domingo y un mes después, ante la resistencia de los Colón a aceptar su autoridad, tomó una medida que a muchos pareció excesiva: aherrojar a los tres hermanos y mandarlos de vuelta a España. Y aunque los Reyes desencadenaron al almirante con muestras de afecto, es el caso que no lo restituyeron en la gobernación de las Indias.
A la larga, pues, lo trascendental no fueron los hierros bobadillanos, sino la decisión inamovible de los Católicos de dar por prescritas las Capitulaciones de Santa Fe como compromiso intocable. Y es que igual que la contextura moral de Colón se puso pronto en contraste con la de la hueste española a sus órdenes, sus proyectos colonizadores terminaron por entrar en conflicto con los de los Reyes que auspiciaron sus empresas.


Hasta que vuelva a hacerse a la mar en mayo de 1502, para emprender el cuarto viaje, Cristóbal Colón permanecerá en España dedicado, probablemente, a escribir el Libro de las Profecías. Si las apostillas nos abren ventanas insustituibles a la invención del Gran Viaje, esa compilación profética constituye una larga oración declaratoria sobre por qué el almirante se firma Cristóferens. Un Cristóferens que ahora se propone enlazar en un todo argumental sus promesas primeras, sus realizaciones y su destino futuro.
El Cuarto Viaje Colombino o Alto Viaje: Por lo que se refiere a la cuarta travesía, la que él califica de Alto Viaje, un relato de Colón la célebre Carta de Jamaica nos brinda la versión más directa, apasionada y apasionante que se pueda imaginar. Colón partió del puerto de Cádiz el 11 de mayo de 1502 con cuatro navíos y la compañía de su hermano Bartolomé y su hijo Hernando que tenía por entonces trece años. Fue ésta la travesía más rápida de cuantas hizo, pues tras abastecerse en Maspalomas, llegaba a la entrada de las Indias el 15 de junio. Ya en tierras americanas, una serie de circunstancias le aconsejaron, en contra de su primer proyecto, encaminarse a La Española.

 Una vez allí y ante las evidencias de la proximidad de un gran huracán, pidió autorización para fondear en puerto, al tiempo que recomendaba retrasar el retorno a España de la flota en la que regresaba Francisco de Bobadilla sustituido en el cargo de gobernador por frey Nicolás de Ovando recién llegado. Ni se le concedió el permiso ni se le aceptó el consejo y las consecuencias fueron dramáticas al menos para la flota: se hundieron en torno a veinticinco buques, se ahogaron más de quinientos hombres y se perdieron más de cien mil castellanos de oro de la Corona. Los Colón, por el contrario, salvaron sus cuatro navíos.


Don Cristóbal pudo así zarpar el 14 de julio en dirección a Centroamérica. A finales de mes, fondeaba en Punta Caxinas Honduras. Desde aquí, con enormes dificultades por el viento en contra, siguió costeando en dirección Este hasta alcanzar un punto en que el litoral giraba bruscamente hacia el sur y que él llamó cabo de Gracias a Dios. Prosiguió la descubierta ahora ya en condiciones de navegación algo más favorables y dedicó los meses que quedaban del año a recorrer las costas de Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Con todo no faltaron las dificultades derivadas, esta vez, del clima y las resistencias indígenas. Todavía continuará explorando estas costas hasta que el día de Pascua 16 de abril de 1503, decidió el regreso a España sin haber encontrado lo que tan afanosamente buscaba: el estrecho que, en su ideación, separaba las tierras continentales encontradas al sur, en viajes anteriores, y éstas situadas al norte.

El camino de vuelta no será menos azaroso. Al almirante sólo le quedaban dos navíos y con ellos llegó a Jamaica el 24 de junio. Pero es allí donde aún le esperaban las mayores penalidades del viaje. En efecto, tratando de solucionar los problemas de aguada, encallaron los susodichos barcos sin que sirvieran de nada todos los esfuerzos para reflotarlos. Ante lo apurado de la situación no se encontró más salida que enviar dos canoas a Santo Domingo en busca de auxilio. Lograrán su propósito de alcanzar La Española tras superar graves inconvenientes, pero tardaron meses en poder adquirir un navío que cargado de pertrechos fuera a rescatar a los náufragos de Jamaica. Durante el tiempo de espera, Colón, por su parte, debió vencer reveses tales como una rebelión de españoles, resistencias indígenas, enfermedades y falta de bastimentos. Al fin, el 28 de junio de 1504 cuando ya se había cumplido un año de su llegada pudo el almirante abandonar la isla de Jamaica. Puso rumbo a Santo Domingo, donde permaneció algún tiempo y el 12 de septiembre salió con dirección a España. No sin enfrentarse a nuevos retos, llegó a Sanlúcar de Barrameda el 7 de noviembre de 1504.

Una vez de regreso en España, y gravemente enfermo, Colón tuvo tiempo aún de escribir a amigos y valedores, y dirigirse a los Reyes. En primer lugar, se entrevistó con don Fernando en Segovia, pues la Reina había fallecido a poco de desembarcar él. En segundo lugar, escribió a los nuevos reyes, doña Juana y Felipe el Hermoso, en la pretensión de recuperar sus derechos. Aunque don Cristóbal reclamaba a la Corona sumas abultadísimas las que correspondía al “tercio, décimo y ochavo” , no es cierto, de ninguna manera, que estuviera en la pobreza, ni menos aún en la marginación social. El vertiginoso ascenso de la familia llevó al segundo almirante a enlazar con la Casa de Alba en un matrimonio que estaba procurando en estos meses el rey Fernando. Y, tras redactar un nuevo testamento el 19 de mayo de 1506 y recibir los últimos sacramentos, el Descubridor murió en Valladolid al día siguiente, siendo enterrado en el monasterio de San Francisco de esa ciudad.

Poco tiempo permanecieron sus restos en Valladolid, porque en 1509 fueron trasladados al monasterio sevillano de Santa María de las Cuevas. A partir de estas certidumbres, las polémicas que acompañaron a Colón en vida vuelven a encenderse, ahora con relación a sus restos mortales, pues hay historiadores que admiten un traslado de los cuerpos de los dos primeros almirantes a la Española en 1544 y otros que se inclinan a pensar que el proyecto de enterramiento en la catedral de Santo Domingo nunca llegó a realizarse. Pero de lo que no hay duda es de que en diciembre de 1795 se exhumaron unos huesos atribuidos a don Cristóbal de su sepultura dominicana y se trasladaron a Cuba, adonde llegaron el 5 de enero de 1796. Algo más tarde, en diciembre de 1898, los susodichos huesos volvieron a España para ser depositados en la catedral de Sevilla. Pero hay más; en 1877, se descubrió en el presbiterio de la catedral de Santo Domingo una urna de plomo con una inscripción que se interpretó como alusiva al primer almirante. Así pues, sus restos mortales, convertidos en especie de símbolo de un destino cruzado por el misterio, vendrían con el tiempo a ser disputados, como lo son, por los sepulcros catedralicios nada menos que de Sevilla y Santo Domingo.

Cristóbal Colón
Colón, Cristóbal. Génova Italia, 1451 Valladolid, 20.V.1506. Descubridor del Nuevo Mundo en 1492, primer almirante, virrey y gobernador de las Indias.


El Mundo en que Vivimos: El Horóscopo de Mariela la Pitonisa

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