jueves, 3 de marzo de 2022

La Mascara del Zorro The Mark of Zorro

Música Banda Sonora Película El Zorro

La Mascara del Zorro The Mark of Zorro & Johnston McCulley. 1924

Capítulo.1

PEDRO, EL PRESUMIDO

LA LLUVIA caía a raudales sobre el tejado, el viento aullaba como alma en pena y el
humo de la chimenea salía con tal fuerza que las chispas saltaban hasta el suelo.
—¡Qué noche más endemoniada para cometer fechorías! —rugió el sargento
Pedro González, estirando sus enormes pies hacia la hoguera y tomando la
empuñadura de su espada en una mano y el tarro de vino en la otra—. ¡Tal parece que
el diablo aúlla en el viento y que los demonios bailan en las gotas de agua! ¡Qué
noche más tétrica!, ¿verdad, señor?
—¡Así es! —asintió el posadero, un hombre gordo, apresurándose al mismo
tiempo a llenar el tarro de vino, pues el sargento González tenía un genio horrible
cuando lo provocaban, lo que siempre sucedía cuando no le servían el vino
rápidamente.
—Una noche de todos los diablos —repitió el sargento, que era un hombre de
gran estatura, apurando el contenido de su tarro sin tomar aliento, hazaña que siempre
había llamado mucho la atención y que le había dado al sargento alguna fama por
todo el camino real, como llamaban al camino que comunicaba las misiones en una
larga cadena.


González se tendió muy cerca del fuego, sin tomar en cuenta que así impedía que
llegara a todos un poco de calor. El sargento Pedro González con frecuencia opinaba
que cada quien debería procurarse su propia comodidad antes que la de los demás, y
como se trataba de un hombre muy alto y fornido, muy diestro con la espada, se
topaba con pocos que tuvieran el valor de contradecirle.
Afuera, el viento rugía y la lluvia azotaba contra el suelo como una cortina sólida.
En el sur de California, esta era una tormenta típica de febrero. En las misiones, los
frailes ya habían encerrado a sus animales y se disponían a recogerse habiendo
cerrado todas sus puertas. En las haciendas ardían enormes hogueras. Los indígenas
se habían encerrado en sus casitas de adobe, felices de encontrarse bajo techo.
Y aquí, en el pequeño pueblo de Reina de los Ángeles, que al cabo de los años se
convertiría en una gran ciudad, la taberna que se encontraba a un lado de la plaza
daba albergue en esos tiempos a hombres que buscaban el calor de la hoguera hasta el
amanecer, por no enfrentarse con la lluvia.
El sargento Pedro González, atenido a su rango y a su estatura, se había
apoderado de la chimenea, y un cabo y tres soldados del presidio estaban sentados
frente a una mesa, un poco atrás del sargento, bebiendo y jugando a los naipes. Un

Un criado indio estaba en cuclillas en un rincón. No se trataba de un neófito que hubiera
aceptado la religión de los frailes, sino de un pagano y renegado.
Todo esto sucedía en los días de la decadencia de las misiones; no había mucha
paz entre los franciscanos que seguían los pasos de fray Junípero Serra, fundador de
la primera misión de San Diego de Alcalá que ya había sido canonizado y había
hecho posible un imperio. Quienes seguían a los políticos obtenían grados muy altos
en el ejército. Los hombres que se encontraban bebiendo en la taberna de Reina de
los Ángeles no querían un espía cerca de ellos.
En este momento se había acabado la conversación, lo cual le resultaba molesto al
posadero y al mismo tiempo lo atemorizaba, ya que el sargento Pedro González era
pacífico mientras hubiera una discusión; pero a menos que estuviera hablando, el
soldado podría sentirse impulsado a provocar un altercado.
Ya dos veces lo había hecho González, causando muchos daños en los muebles y
en las caras de los parroquianos de la taberna; el posadero había acudido al
comandante del presidio, el capitán Ramón, solo para que este último le informara
que él ya tenía bastantes problemas encima y que la administración de una posada no
era de su incumbencia.


De manera que el posadero observaba cautelosamente a González, acercándose
hacia la orilla de la mesa grande y tratando de empezar una conversación general con
el fin de evitar dificultades.
—Se rumora en el pueblo —dijo—, que el Zorro anda suelto otra vez.
Sus palabras tuvieron un efecto al mismo tiempo inesperado y terrible. El
sargento Pedro González se enderezó súbitamente en la banca, arrojó al suelo su
tarro, que todavía tenía algo de vino, y asestando un terrible golpe sobre la mesa con
su puño, hizo que los tarros, las barajas y las monedas se desparramaran por todos
lados.
El cabo y los tres soldados retrocedieron presas de pánico, y el posadero
palideció; el indio que estaba sentado en el rincón se acercó a la puerta, pensando que
sería mejor salir a enfrentarse con la tormenta que quedarse a arrostrar la furia del
sargento.
—Conque el Zorro, ¿eh? —gritó González con voz estruendosa—. ¿Estoy
condenado a oír por doquier ese nombre? «El Zorro», ¿eh?… ¡Mr. Fox, en otras
palabras! Se imagina, digo yo, que es astuto como el que más. ¡Por todos los santos,
apesta como un zorrillo!

González dio un trago, se volvió para verlos a todos de frente, y continuó con su
perorata:
—¡Corre por todo el camino real como una cabra montesa! ¡Usa máscara, y luce
una hermosa espada, según me han dicho, y con la punta graba su odiosa letra Z en la
mejilla de su enemigo! ¡Bah! ¡La llaman la marca del Zorro! ¡Tiene una espada muy
bella, en verdad!, aunque yo no podría jurarlo, pues nunca la he visto. No quiere
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concederme el honor de verla, ¡las pillerías del Zorro nunca ocurren por dónde anda
el sargento Pedro González! Tal vez el Zorro pueda decirnos por qué, ¡bah!
Echándoles una mirada fulminante a todos, frunció el labio superior y las puntas
de sus bigotazos negros se encresparon.
—Ahora lo llaman la maldición de Capistrano —dijo el posadero gordo,
agachándose a recoger el tarro de vino y las barajas con la esperanza de adueñarse de
paso de alguna moneda.
—¡Maldición de todo el camino y de toda la cadena de misiones! —rugió el
sargento González—.


 ¡Un asesino, eso es, un ladrón! ¡Bah! Un tipo cualquiera
tratando de ganarse la reputación de valiente porque roba una que otra hacienda y se
dedica a asustar a las mujeres y a los indios. El Zorro, ¿eh? ¡He aquí un zorro que me
dará gusto cazar! «Maldición de Capistrano» ¿eh? Yo sé que no he sido un santo,
pero solo pido una cosa al cielo: ¡Qué me perdone mis pecados y me conceda la
gracia de enfrentarme cara a cara con este gentil salteador!
—Hay una recompensa… —empezó el posadero.
—¡Me quitaste las palabras de la boca! —protestó el sargento González—. Hay
una buena recompensa que ofrece su excelencia el gobernador. ¿Y cuál es la buena
suerte que le ha tocado a mi espada? Si estoy de servicio en San Juan Capistrano, el
tipo hace de las suyas en Santa Bárbara. Si estoy en Reina de los Ángeles, se roba una
buena cantidad de dinero en San Luis Rey. Ceno en San Gabriel, digamos, y roba en
San Diego de Alcalá. Un fastidio, eso es. Una vez me lo encontré…
El sargento González se ahogó, tan furioso estaba, y tomó su tarro de vino, el que
había vuelto a llenar el posadero, apurando todo el contenido.

—Bueno, afortunadamente, nunca ha venido por aquí —dijo el posadero dando
un suspiro de alivio.
—Y con razón, gordo, con mucha razón. Tenemos aquí un presidio y bastantes
soldados. Este guapo Zorro se cuida mucho de acercarse a cualquier presidio. Es
como un fugaz rayo de sol, lo reconozco, e igual de valiente.
El sargento González descansó nuevamente en la banca, y el posadero le dirigió
una mirada de tranquilidad, con la esperanza de que en esa noche de lluvia no se
romperían tarros, muebles, ni caras.
—Sin embargo, el Zorro tiene que descansar de vez en cuando, debe comer y
dormir —dijo el posadero—. Con seguridad tiene algún escondite para reponer sus
fuerzas; algún día los soldados lo perseguirán hasta su guarida.
—¡Bah! —replicó González—. Claro que el hombre tiene que comer y que
dormir. ¿Y qué es lo que alega ahora? Dice que él no es un verdadero ladrón, ¡por
todos los santos! Que solo se dedica a castigar a los que maltratan a los hombres de
las misiones; ¡amigo de los oprimidos!, ¿eh? Hace poco dejó un letrero en Santa
Bárbara diciendo esto, ¿no es verdad? ¡Bah! ¿Y cuál puede ser la respuesta? Los
frailes de las misiones lo están amparando; lo esconden, le dan de comer y beber.

Estoy seguro que si sacuden la túnica de un fraile, encontrarán alguna pista de este
salteador, o dejo de ser militar.
—No dudo que diga usted la verdad —contestó el posadero—. No me extrañaría
que los frailes hicieran tal cosa. Pero ojalá que el Zorro nunca venga por aquí.
—¿Y por qué no, gordo? —gritó el sargento González con voz de trueno—.
¿Acaso no estoy yo aquí? ¿Acaso no tengo la espada a mi lado? ¿Eres una lechuza, o
es tan débil la luz del día que no puedes ver más allá de tus narices? Por todos los
santos…
—Quiero decir —se apresuró a afirmar el posadero bastante alarmado—, que no
quiero que me roben.
—¿Qué te roben qué, gordo? ¿Un tarro de vino y una comida? ¿Acaso tienes
riquezas, estúpido? ¡Bah! Deja que venga ese individuo. 


Solo deja que ese atrevido y
astuto Zorro entre por esa puerta y se pare frente a nosotros. ¡Qué nos haga una
caravana, como dicen que lo hace, y que brillen sus ojos a través de la máscara!
Permíteme enfrentarme con él por un instante, y pediré la generosa recompensa que
ofrece su excelencia.
—Tal vez tenga miedo de aventurarse a llegar tan cerca del presidio —dijo el
posadero.
—¡Más vino! —rugió González—. Más vino, gordo, y cárgalo a mi cuenta.
Cuando haya cobrado la recompensa, te pagaré todo. Te doy mi palabra de honor. ¡Ja!
Si entrara ahorita este astuto y valiente señor Zorro, esta maldición de Capistrano…
Repentinamente se abrió la puerta.

La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.2

EN EL FUROR DE LA TORMENTA
ENTRÓ UNA RÁFAGA DE VIENTO, y al mismo tiempo una marejada de agua y un
hombre.
Las llamas de las velas se quedaron vacilantes, y una de ellas se apagó. Esta
entrada tan repentina, a mitad de los alardes del sargento, sobresaltó a todos;
González sacó su espada de la funda hasta la mitad, a medida que las palabras se
apagaban en su garganta. El indio cerró la puerta rápidamente para que no entrara
más aire.
El recién llegado se volvió y les dio la cara; el posadero suspiró tranquilo. No era
el Zorro, naturalmente. Era Don Diego De la Vega, un apuesto joven noble, de
veinticuatro años de edad, conocido por todo el camino real por su poco interés en las
cosas verdaderamente importantes de la vida.
—¡Bah! —gritó González envainando de un golpe la espada.
—¿Qué, los alarmé, señores? —preguntó cortésmente Don Diego en voz muy
baja, abarcando con la mirada todo el cuarto y saludando a los hombres que se
encontraban frente a él.

—Si así fue, señor, se debió a que entró usted en el apogeo de la tormenta —
replicó el sargento—. Su figura no alarmaría a ningún hombre.
—¡Hum! —Gruñó Don Diego, haciendo a un lado su sombrero y arrojando su
sarape, que estaba empapado—. Sus comentarios rayan en el peligro, mi bronco
amigo.
—¿Acaso pretende usted desafiarme?
—Es cierto —continuó Don Diego— que no tengo la reputación de cabalgar
como un imbécil arriesgando mi vida, ni de pelear como idiota con cada recién
llegado, ni de tocar la guitarra bajo la ventana de todas las mujeres como un simplón.
Sin embargo, no me gusta que digan estas cosas, que usted considera defectos, en mi
cara.
—¡Bah! —gritó González un poco molesto.
—Hemos hecho un trato, sargento González, el cual nos permite ser amigos,
pudiendo yo olvidar la enorme diferencia de cuna y de educación que existe entre
nosotros mientras ponga usted freno a su lengua y se porte como mi camarada. Sus
alardes me divierten, y por eso le compro el vino que tanto desea.
 Me parece un buen
arreglo. Pero si me pone usted en ridículo otra vez, señor, ya sea en público o en
privado, nuestro trato termina… También quiero mencionar que tengo alguna
influencia…

—Mil perdones, caballero y buen amigo —gritó alarmado el sargento González
—. Está usted más violento que la tormenta, solo porque se me fue un poco la lengua.
De aquí en adelante, a cualquiera que me pregunte, le diré que es usted muy
inteligente y muy diestro con la espada, siempre dispuesto a pelear o a hacer el amor.
Es usted un hombre de acción, caballero. ¡Bah! ¿Se atreve alguien a dudarlo?
Echó una mirada feroz por todo el cuarto, sacando su espada hasta la mitad y
metiéndola enseguida de un golpe a la funda. Echando la cabeza hacia atrás se
carcajeó y dio unas palmadas a Don Diego en la espalda; el posadero se apresuró a
traer más vino, sabiendo que Don Diego De la Vega lo pagaría.
Esta, extraordinaria amistad entre Don Diego y el sargento González daba mucho
que hablar en el camino real. Don Diego provenía de una familia noble que
gobernaba miles de hectáreas, innumerables ganados caballares y vacunos, y enormes
campos de cereales. 


Don Diego, por su propio derecho, poseía una hacienda que era
como un pequeño imperio, y también una casa en el pueblo; además, a la muerte de
su padre, heredaría tres veces más de lo que ahora tenía.
Pero Don Diego no era como los otros jóvenes nobles de su época.
Aparentemente no era hombre de acción. Rara vez portaba su espada, o si lo hacía,
era solo por vestir a la moda. Era exageradamente cortés con todas las mujeres y no
cortejaba a ninguna.
Se sentaba bajo el sol y escuchaba las tremendas hazañas de los demás, y de
cuando en cuando sonreía. En todos sentidos, era el polo opuesto del sargento Pedro
González, y, sin embargo, con frecuencia andaban juntos. Pasaba lo que había dicho
Don Diego; se divertía con los alardes del sargento, y el sargento era feliz bebiendo
gratis. ¿Qué más podían pedir?
Don Diego se paró frente al fuego para secarse, agarrando el tarro de vino tinto
con una mano. Era de estatura regular, pero muy sano, y tenía una presencia
agradable.

 Las orgullosas dueñas se desesperaban porque no se volvía nunca por
segunda vez a mirar a las señoritas que ellas protegían, para las cuales buscaban
buenos partidos.
González, temeroso de haber hecho enojar a su amigo y de que este no le pagase
más vino, trataba de hacer las paces.
—Caballero, hemos estado hablando del sensacional señor Zorro —dijo—.
Hemos estado discutiendo esta maldición de Capistrano, como algún ingenioso ha
apodado a esta plaga del camino.
—¿Qué hay de él? —preguntó Don Diego dejando su tarro y tapándose la boca
para bostezar. Los que conocían bien a Don Diego decían que bostezaba cuando
menos doscientas veces al día.
—He estado diciendo, caballero —dijo el sargento—, que este buen señor Zorro
nunca se aparece por estas cercanías, y que estoy rogando a todos los santos que me
concedan la gracia de encontrármelo algún día, para que pueda yo cobrar la
recompensa que ofrece el gobernador. Señor Zorro, ¿eh? ¡Bah!

—No hablemos de él —suplicó Don Diego volviendo la cabeza y moviendo la
mano en son de protesta—. ¿Qué, no será posible que pueda yo oír algo que no sean
hazañas de sangre y de violencia? ¿No será posible en estos tiempos tempestuosos
que un hombre pueda oír palabras de sabiduría sobre música o sobre los poetas?
—¡Por los cuernos de Satanás! —resopló el sargento furioso—. Si este señor
Zorro quiere arriesgar su pellejo, allá él. Es su propio pellejo, ¡por todos los santos!
¡Un asesino! ¡Un ladrón! ¡Bah!
—He oído mucho acerca de su obra —prosiguió Don Diego—. Indudablemente
que el hombre tiene buenas intenciones. 
Solo ha robado a los oficiales que a su vez
han robado a las misiones y a los pobres, y no ha castigado sino a los salvajes que
maltratan a los indios. No ha matado a nadie, según me han dicho. Déjelo que goce
de su triunfo, mi sargento.

—¡Prefiero la recompensa!
—¡Gánela! —dijo Don Diego—. ¡Capture al hombre!
—¡Ja! Vivo o muerto, dice la proclama del gobernador. Yo mismo la he leído.
—Entonces enfréntese a él y atraviéselo, si así lo desea —replicó Don Diego—.
Y cuéntemelo todo después, pero no ahora, por favor.
—Será una linda historia —gritó González—. Y se la contaré completa, caballero,
palabra por palabra. Cómo jugué con él y me reía mientras peleábamos, y cómo lo
arrinconé al poco rato y lo atravesé…
—Después, ¡ahora no! —gritó Don Diego, desesperado—. ¡Posadero, más vino!
¡La única forma de callar a este ronco presumido es llenarle la garganta de vino para
que no puedan salir las palabras!


El posadero llenó los tarros rápidamente. Don Diego saboreaba su vino despacio,
como todo un caballero, mientras que el sargento González bebió el suyo de dos
tragos. Después, el vástago de la casa de los De la Vega se dirigió hada la banca y
tomó su sombrero y su sarape.
—¿Qué? —gritó el sargento—. ¿Nos deja usted tan temprano, caballero? ¿Va
usted a enfrentarse a la furia de esa tormenta?
—Tengo bastante valor para eso, cuando menos —replicó Don Diego, sonriendo
—. Solo vine de mi casa por una jarra de miel. Tuvieron miedo de llenármela los
peones de la hacienda, por la lluvia. Dame una, posadero.
—Lo escoltaré a su casa —gritó el sargento González, pues sabía muy bien que
Don Diego tenía excelente vino añejo en su casa.
—Usted se queda aquí junto al fuego —le dijo Don Diego con firmeza—. No
necesito una escolta de soldados del presidio para atravesar la plaza. Estoy haciendo
cuentas con mi secretario, y posiblemente regrese a la taberna cuando terminemos.
Quería la jarra de miel para comer mientras trabajamos.
—¡Bah! ¿Y por qué no mandó usted a su secretario por la miel, caballero? ¿De
qué sirve ser rico y tener criados, si no les puede uno ordenar que hagan los
mandados en una noche como esta?

—Es viejo y está débil —explicó Don Diego—. También es secretario de mi
anciano padre; la tormenta lo mataría. Posadero, sírvales vino a todos los presentes y
cárguelo a mi cuenta. Tal vez regrese cuando hayamos puesto mis libros en orden.
Don Diego De la Vega tomó la jarra de miel, se tapó la cabeza con el sarape, abrió
la puerta, y se perdió en la obscuridad.
—¡He ahí un hombre! —gritó González, haciendo un ademán con los brazos—.
Ese caballero ¡es mi amigo, y quiero que lo sepan todos! Rara vez lleva espada, y
dudo que sepa usarla, ¡pero es mi amigo! Los ojos centelleantes de las chicas más
preciosas no le afectan, y, sin embargo, ¡juraría que es un hombre cabal! Música y
poetas, ¿eh? ¡Bah! ¿Acaso no tiene derecho, si eso le gusta? ¿Acaso no es Don Diego
De la Vega? ¿No tiene sangre azul, miles de hectáreas y enormes bodegas llenas de
alimentos? ¿No es liberal? Se puede parar sobre su cabeza o usar faldillas, si se le
antoja, y a pesar de todo, ¡juro que es un modelo perfecto de hombre!

Los soldados se aunaron a sus sentimientos, ya que estaban bebiendo el vino de
Don Diego; y de cualquier forma, no tenían valor para rebatir los comentarios del
sargento. El posadero les sirvió otra vez, sabiendo que Don Diego pagaría. Un De la
Vega no se rebajaría examinando su cuenta en una taberna pública, y el tabernero se
había aprovechado de esto muchas veces.
—No puede soportar la violencia ni la sangre —continuó el sargento González—.
Es gentil como la brisa primaveral. Y, sin embargo, tiene un puño recio y una mirada
profunda. Es solo su modo de ver la vida. Si yo tuviera su juventud, gallardía y
riquezas, ¡ja!, ¡habría un río lleno de corazones rotos desde San Diego de Alcalá
hasta San Francisco de Asís!
—¡Y de cabezas rotas también! —comentó el cabo.

—¡Ja!, ¡y cabezas rotas, camarada! Reinaría yo en estas tierras. Ningún
jovenzuelo se atrevería a ponerse en mi camino. ¡Afuera la espada y a ellos! Cruzarse
con Pedro González, ¿eh? ¡Bah! ¡Les atravesaría el hombro de una sola estocada! ¡Ja!
¡Les atravesaría los pulmones!
González se había puesto en pie y había sacado su espada.
La blandía hacia atrás y hacia adelante, embestía, paraba, se retiraba a fondo,
avanzaba y retrocedía, gritaba, juramentos, y se carcajeaba mientras peleaba con las
sombras.
—¡Así es como se hace! —le gritó a la chimenea—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Dos de
ustedes contra mí? ¡Tanto mejor, señores! ¡Nos encantan los partidos desiguales! ¡Ja!
¡Toma, perro! ¡Muere, vil! ¡A un lado, cobarde!
Se recargó contra la pared, jadeante, casi sin aliento, apoyando la punta de su
espada en el suelo, la cara morada por el esfuerzo y por el vino que había tomado,
mientras que el cabo, los soldados y el tabernero reían a carcajadas de esta batalla sin
sangre de la cual el sargento Pedro González había salido, sin lugar a dudas,
vencedor.
—¡Si… si llegara el señor Zorro aquí ahorita! —dijo el sargento con voz
entrecortada.
De pronto, nuevamente se abrió la puerta y entró un hombre a la posada con una
ráfaga de la tormenta.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.3

EL ZORRO HACE UNA VISITA

EL INDIO corrió a cerrar bien la puerta, pues el viento la empujaba con fuerza, y
regresó a su rincón. El recién llegado daba la espalda a los que estaban en el cuarto.
Notaron que el sombrero le tapaba toda la frente como para evitar que el viento se lo
volara, y que venía envuelto en una capa muy larga, completamente empapada.
Dándoles la espalda todavía, abrió la capa y le sacudió el agua, doblándola luego
contra su pecho mientras el posadero se le acercaba, lleno de esperanzas, pues
suponía que se trataba de algún viajero que pagaría bien por comer, dormir y para que
le cuidaran a su caballo.
Cuando el posadero estaba a pocos pasos de él y de la puerta, el extraño se volvió.
El posadero dio un grito de horror y retrocedió rápidamente. El cabo murmuró
entre dientes; los soldados quedaron sin habla, y el sargento Pedro González abrió la
boca y los ojos desmesuradamente.
El hombre que estaba frente a ellos traía una máscara negra en la cara, que le
tapaba muy bien todas sus facciones; y a través de las dos aberturas, sus ojos
brillaban con una mirada siniestra.

—¡Ja! ¿Qué tenemos aquí? —dijo González por fin, jadeante, recobrando un poco
su sangre fría.
El hombre hizo una ligera reverencia.
—El Zorro, a sus órdenes —dijo.
—¡Por todos los santos! El Zorro, ¿eh? —gritó González.
—¿Lo duda usted, señor?
—Si en efecto es usted el Zorro, ¡se ha vuelto loco! —afirmó el sargento.
—¿Qué significa este sermón?
—Está usted aquí, ¿no es así? Ha entrado usted a la posada, ¿no? ¡Por todos los
santos, ha caído usted en una trampa, mi bello bandolero!
—¿Quiere el señor hacer el favor de explicarme? —preguntó el Zorro. Su voz era
profunda y tenía un timbre muy especial.
—¿Está usted ciego? ¿En dónde tiene la cabeza? —le preguntó González—. ¿No
estoy yo aquí?
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Acaso no soy soldado?
—Por lo menos lleva usted la indumentaria de un soldado, señor.
—¡Por todos los santos! ¿Y no puede usted ver al buen cabo y a tres de nuestros
camaradas? ¿Ha venido usted a entregar su maldita espada, señor? ¿Ha terminado

usted de jugar al villano?
El Zorro rio en forma agradable, sin quitar los ojos de González.
—Por supuesto que no he venido a entregarme —dijo—. Vengo a arreglar un
asunto, señor.
—¿Asunto? —preguntó González.
—Hace cuatro días, usted golpeó brutalmente a un indio que le era antipático.
Esto sucedió en el camino de aquí a la misión de San Gabriel.
—Era un perro insolente, y se atravesó en mi camino. ¿Y a usted qué le importa,
mi bello bandolero?
—Soy amigo de los oprimidos, señor, y he venido a castigarlo.
—¿Venido… a castigarme a mí, estúpido? ¿Usted castigarme a mí? ¡Me moriré
de risa antes de matarlo! ¡Dese usted por muerto, señor Zorro! ¡Su excelencia el
gobernador ha ofrecido una bonita suma por su cadáver! Si es usted hombre de
religión, rece sus oraciones. No quiero se diga que maté a un hombre sin darle tiempo
para arrepentirse de sus crímenes.

—Es usted muy generoso, pero no hay necesidad de que rece yo mis oraciones.
—Entonces, debo cumplir con mi obligación —dijo González, y levantó la punta
de su espada—. Cabo, usted y sus hombres se quedan en la mesa. Este hombre y la
recompensa que dan por él son míos.
Sopló las puntas de sus bigotes y avanzó cautelosamente, sin cometer el error de
estimar en poco la habilidad de su adversario, pues corrían algunas historias de su
destreza con la espada.
Y cuando estaba a la distancia adecuada, retrocedió súbitamente, lleno de pánico,
como si una víbora le hubiera advertido de un golpe.
Porque el señor Zorro había sacado una mano de su capa, y en la mano tenía una
pistola, la más infame de todas las armas, según el sargento González.
—¡Atrás, señor! —advirtió el Zorro.
—¡Bah! ¡De modo que así es! —gritó González—. Usted lleva esa arma diabólica
y amenaza con ella a los hombres.

 Estas cosas se usan solo a larga distancia y en
contra de enemigos inferiores. Los caballeros prefieren y confían en la espada.
—¡Atrás, señor! La muerte está en esto que usted llama arma del diablo. No se lo
advertiré otra vez.
—Alguien me dijo que usted era un valiente —dijo González con cierta
precaución, retrocediendo algunos pasos—. Se ha murmurado que usted se
enfrentaría con cualquier hombre a pie y cruzaría su espada con él. Yo lo había
creído. Y ahora lo encuentro recurriendo a un arma que no sirve más que para usarla
en contra de los pieles rojas. ¿Es que le falta a usted el valor que dicen que tiene,
señor?
El Zorro rio nuevamente.
—Eso lo verá usted a su tiempo —dijo—. Ahora es necesario usar la pistola. En
esta taberna todas las probabilidades están contra mí, señor. Con mucho gusto cruzaré

mi espada con usted cuando sea oportuno.
—Espero ansiosamente —dijo González muy despectivamente.
—El cabo y los soldados se irán a aquel rincón —ordenó el Zorro—. Tabernero,
usted acompáñelos. El indio va allá también. Pronto, señores. Gracias. No quiero que
alguno de ustedes me moleste mientras castigo al sargento.
—¡Ja! —gritó González furioso—. ¡Ya veremos quién castiga a quién, mi bello
Zorro!
—Agarraré la pistola con la mano izquierda —continuó el señor Zorro—. Pelearé
con el sargento con la mano derecha, como debe ser, y mientras peleamos echaré un
ojo al rincón. Al menor movimiento de alguno de ustedes, disparo. Soy un experto
con lo que ustedes han llamado el arma del diablo, y si disparo, algunos hombres
dejarán de existir en este mundo nuestro. ¿Entendido?
El cabo, los soldados y el posadero no se tomaron la molestia de contestar. El
Zorro miró fijamente a González otra vez y rio entre dientes bajo su máscara.
—Sargento, vuélvase usted de espaldas mientras saco mi espada —ordenó—. Le
doy mi palabra de caballero de que no lo atacaré por la espalda.
—¿De caballero? —dijo González con desprecio.
—¡Eso dije, señor! —replicó el Zorro, esbozando una amenaza en su voz.
González se encogió de hombros y volvió las espaldas. En un instante oyó la voz del
bandolero otra vez.
—¡En guardia, señor!


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.4

LAS ESPADAS CHOCAN Y PEDRO DA
EXPLICACIONES

GONZÁLEZ se volvió rápidamente al oír esto, y su espada subió. Vio que el Zorro
había sacado la suya, y que tenía la pistola en la mano izquierda, arriba de la cabeza.
Y lo que es más, el Zorro reía todavía, lo que enfureció a González. Las espadas
chocaron.
El sargento González estaba acostumbrado a pelear con hombres que avanzaban o
retrocedían cuando podían o querían, que se movían de un lado a otro buscando
siempre alguna ventaja, según su habilidad de espadachines.
Pero hete aquí a un hombre que peleaba en forma totalmente distinta, pues tal
parecía que el Zorro estaba clavado al suelo, y no podía volver la cara para nada. No
cedía un centímetro, no avanzaba y tampoco se movía para los lados.
González atacó con furia, como solía hacerlo siempre, y el Zorro le paró la
estocada. Entonces el sargento siguió con más cautela, probando todos los trucos que
conocía, pero no le servían de nada. Trató de pasar alrededor de su enemigo, pero la
espada de aquel lo hizo retroceder.

 Dio unos pasos hacia atrás esperando que el Zorro
se moviera de su sitio, pero este se quedó dónde estaba, obligando a González a
atacar otra vez. En cuanto al bandolero, no hacía más que defenderse.
La furia se apoderó de González, pues sabía que el cabo le tenía envidia, y que al
día siguiente todo el pueblo sabría todos los detalles de la pelea, y el cuento correría
por todo el camino real.
Atacó rabiosamente, con la esperanza de obligar al Zorro a mover los pies y
terminar de una buena vez. Pero en lugar de esto, su espada chocó contra lo que
parecía una piedra, y la hoja se dobló; se topó contra su enemigo, y el Zorro
simplemente sacó el pecho y lo aventó hacia atrás.
—¡Pelee usted, señor! —dijo el Zorro.
—¡Pelee usted, asesino, ladrón! —gritó el sargento, desesperado—. ¡No se pare
ahí como un pedazo de piedra, idiota! ¿O es que su religión no le permite dar un solo
paso?
—Ni con insultos logrará que me mueva —respondió el bandolero, riendo.
El sargento González comprendió entonces que se había exaltado mucho, y sabía
que un hombre que se encoleriza fácilmente no puede pelear con la espada tan bien
como el que se sabe dominar. Cambió completamente, asumiendo una actitud de
frialdad absoluta; aguzó la mirada y dejó de hacer alardes.

Atacó nuevamente, esta vez alerta, buscando un punto por donde poder entrar sin
acarrearse consecuencias fatales. Peleó como nunca en su vida, y se maldecía por
haber permitido que el vino y la comida le hubieran hecho perder el control de sí
mismo. Atacaba de frente y de ambos lados, pero su enemigo le paraba todas las
tiradas; sus trucos le fallaban casi antes de iniciarlos.
Desde luego que había estado observando los ojos de su adversario, y de pronto
notó un cambio. Le había parecido que sonreían a través de la máscara, pero se
habían aguzado y se hubiera creído que arrojaban fuego.
—¡Basta de juego! —dijo el Zorro—. ¡Ha llegado la hora del castigo!
Entonces empezó a pelear de verdad; dando un paso tras otro, avanzó lenta pero
metódicamente, y obligó a González a retroceder. La punta de su espada simulaba la
cabeza de una serpiente de mil lenguas. González se sintió a merced del otro, pero
apretando los dientes trató de dominarse y siguió peleando.
El Zorro estaba de espaldas a la pared, pero en esta posición podía pelear con él y
al mismo tiempo observar a los hombres que estaban en el rincón. González sabía que
el bandolero estaba jugando con él, y ya estaba dispuesto a tragarse su orgullo y a
llamar al cabo y a los soldados para que le ayudaran.

En eso llamaron a la puerta con fuertes golpes, pues el indio la había cerrado con
llave. González sintió que se le salía el corazón; ahí estaba alguien que quería entrar.
Quienquiera que fuese, pensaría que era muy raro que el tabernero o su criado no
abrieran la puerta inmediatamente. Tal vez le pudiesen ayudar.
—Nos han interrumpido, señor —dijo el bandolero—. Lo siento, porque no
tendré tiempo de castigarlo como merece y habré de visitarlo nuevamente. Ni eso
merece usted.
Los golpes en la puerta se hacían más fuertes. González alzó la voz:
—¡Ea! ¡Aquí tenemos al Zorro!
—¡Cobarde! —gritó el bandolero.
Su espada pareció recobrar vida. Se movía como un dardo; se iba a fondo,
saliendo con una velocidad increíble. Recogía miles de rayos de luz de las velas y los
volvía a arrojar.
De repente la espada entró y se enganchó en buen punto, y el sargento sintió
cómo la suya se le escapaba de la mano y volaba por el aire.


—¡Listo! —gritó el Zorro.
González esperaba la estocada. Un sollozo le subió por la garganta al pensar que
este sería su fin, y no en el campo de batalla, donde todo soldado aspira morir. Pero el
acero no entró en su pecho.
En lugar de matarlo, el Zorro bajó la mano izquierda, agarró la espada y la pistola
y con la mano derecha abofeteó a Pedro González en una mejilla.
—¡Esto para un hombre que maltrata a los nativos indefensos! —gritó.
González rugió de rabia y de vergüenza. Afuera, alguien trataba de tirar la puerta,
lo cual parecía importarle poco al Zorro. Retrocedió, guardando su espada de un
golpe, como un relámpago. Con la pistola amenazó a todos los que estaban en el
cuarto. Como un dardo se acercó a la ventana y de un brinco se subió a la banca.
—¡Hasta la vista, señor! —gritó.
Salió por la ventana, saltando como una cabra montañesa, llevándose su capa.
Una ráfaga de viento que entró apagó todas las velas.

—¡A él! —chilló González, saltando al otro lado del cuarto como impulsado por
un resorte para coger su espada—. ¡Quiten las barras de la puerta! ¡Afuera todos,
vamos tras él! ¡Acuérdense de la recompensa!
El primero en llegar a la puerta fue el cabo; y al abrirla, casi cayeron sobre él dos
hombres del pueblo, ávidos de vino y de saber por qué estaba cerrada la puerta. El
sargento González y sus camaradas pasaron arrollándolos; los dejaron tendidos en el
suelo y salieron como bólidos.
Pero de nada les valió, pues estaba tan obscura la noche que no podían ver ni
siquiera la cabeza de sus caballos. La lluvia caía con tal intensidad que borraba las
huellas al instante.
El Zorro había escapado y nadie podía decir qué dirección había tomado.
Esto, naturalmente, produjo un tumulto al que se unieron los hombres del pueblo.
El sargento González y los soldados regresaron a la posada, en donde los esperaban
muchos conocidos. El sargento González sabía que su reputación estaba en peligro.
—¡Quién si no un bandolero, asesino, ladrón, lo hubiera hecho! —gritó.

—¿Qué pasó, valiente? —preguntó un hombre que estaba cerca de la puerta.
—¡El Zorro lo sabía, desde luego! Hace algunos días, peleando en San Juan
Capistrano, me rompí el dedo pulgar de la mano derecha. Sin duda que el Zorro se
enteró, de manera que se aprovechó de esto para visitarme y poder decir que me ha
vencido.
El cabo, los soldados y el posadero se quedaron mirándolo atónitos, pero ninguno
tuvo el valor de abrir la boca.
—Los que presenciaron el duelo se lo podrán decir, señores —prosiguió González
—. El Zorro entró por la puerta e inmediatamente sacó una pistola el arma del
diablo de su capa. Nos apuntó con ella obligando a todos, menos a mí, a que se
pararan en aquel rincón. Yo no lo quise obedecer. «Entonces, peleará contra mí», dijo
el bandolero. Saco yo mi espada, decidido a acabar con esta plaga, ¿y qué es lo que
me dice entonces? «Pelearemos», y yo llevaré ventaja, para poder jactarme después.
Tendré la pistola en la mano izquierda y si no me parece bien como ataca, dispararé y
después lo atravesaré con la espada, para terminar de una buena vez con cierto
sargento.
El cabo se quedó atónito, y el posadero ya iba a hablar, pero cambió de opinión al
ver la mirada que le dirigió el sargento.
—¿Hay algo más diabólico? —preguntó González—. Tenía yo que pelear, pero si
peleaba duro me metería un pedazo de plomo infernal. ¿Quién ha oído de semejante

farsa? Esto demuestra qué clase de hombre es este bandolero. Algún día que no lleve
pistola me lo encontraré; y entonces…
—¿Pero cómo fue que se escapó? —preguntó alguien.
—Oyó que llamaban a la puerta. Me amenazó con la pistola obligándome a tirar
mi espada hasta el rincón más lejano. Nos amenazó a todos, corrió a la ventana y
saltó. Nos fue imposible encontrarlo en la obscuridad o ver sus huellas por la lluvia.
¡Pero ahora sí estoy decidido! En la mañana voy a ver a mi capitán Ramón para
pedirle que me absuelva de todos mis deberes y me permita llevar algunos de mis
camaradas a cazar al Zorro. ¡Ja, ja! ¡Iremos de cacería!
De repente se disolvió el gentío que estaba cerca de la puerta, y apresuradamente
entró Don Diego De la Vega.
—¿Qué es lo que me dicen? —preguntó—. ¿Qué el Zorro ha estado aquí?
—Es verdad, caballero —contestó González—. Y estábamos hablando de él esta
misma noche. Si se hubiera usted quedado en lugar de ir a su casa a trabajar con su
secretario, lo hubiera visto todo.

—¿No estaba usted aquí? ¿No me lo puede usted contar? —preguntó Don Diego
—. Solo le suplico que no me haga un relato muy sangriento. No comprendo por qué
los hombres tienen que ser tan violentos. ¿En dónde está el cadáver del bandolero?
González sintió que se asfixiaba y el posadero se volvió para esconder su sonrisa.
El cabo y los soldados empezaron a tomar sus botellas de vino para aparentar
indiferencia.
—Él… es decir, no hay ningún cadáver —logró decir por fin González.
—Vamos, nada de falsa modestia, sargento —gritó Don Diego—. ¿O es que no
somos amigos? Usted prometió contarme todos los detalles de su encuentro con el
asesino. Sé que no lastimará usted mi sensibilidad, sabiendo que detesto la violencia,
pero de cualquier modo, ardo en deseos de saberlo todo, ya que usted, amigo mío, ha
sostenido un duelo con ese individuo. ¿Cuánto le dieron de recompensa?
—¡Por todos los santos! —gritó González desesperado.
—Vamos, sargento. ¡Adelante con el relato! ¡Posadero, sírvanos vino a todos para
celebrar el acontecimiento! ¡Adelante, sargento! Ahora que se ha ganado usted la
recompensa, ¿saldrá usted del ejército, se comprará una hacienda y se casará?
El sargento González sentía que se asfixiaba y temblando estiró el brazo para
tomar su botella de vino.

—Usted me prometió —continuó Don Diego— que me lo contaría todo, palabra
por palabra. ¿No es verdad, posadero? Usted afirmó que me relataría cómo había
jugado con él, cómo se había reído de él mientras peleaban y cómo, finalmente, lo
había arrinconado atravesándole con su espada…
—¡Por todos los santos! —rugió González. Las palabras le salían
estruendosamente—. ¡Esto es más de lo que puede soportar un hombre! Usted… Don
Diego… mi amigo…
—Sargento, su modestia no cae bien en este momento —dijo Don Diego—.
Usted prometió contarme una historia, y quiero escucharla. ¿Qué aspecto tiene el
Zorro? ¿Pudo usted mirarle la cara después de matarlo? ¿Acaso se trata de alguien
que conocemos todos? ¿Quién de ustedes me lo puede decir? Se quedan ahí todos
parados como estatuas…
—¡Vino… que me ahogo! —aulló González—. ¡Don Diego, yo soy su amigo, y
pelearé a muerte con cualquiera que trate de hacerlo de menos! Pero esta noche no
me haga que pierda el control sobre mí mismo…

—No comprendo —dijo Don Diego—. No he hecho sino pedirle que me haga un
relato de la pelea… cómo se burlaba durante la pelea, cómo lo arrinconó a su antojo,
terminando por matarlo…
—¡Basta! No puedo soportar más insultos —gritó el sargento. Bebió el vino de un
solo trago, arrojando la botella.
—¿Pero es posible que no haya ganado usted? —preguntó Don Diego—.
Seguramente que este bandolero no es quién para enfrentarse a usted, mi sargento.
¿Cuál fue el resultado?
—Traía pistola…
—¿Por qué no se la arrebató? ¿Por qué no hizo que se la tragara? Pero quizá eso
fue precisamente lo que hizo usted. ¡He aquí más vino, mi sargento, beba usted!
Pero el sargento González ya se había levantado y se abría paso entre la
muchedumbre que estaba en la puerta.
—¡No debo olvidar mi deber! —dijo—. ¡Voy al presidio para informar al
comandante de los acontecimientos!
—¡Pero sargento…!
—¡Y en cuanto al Zorro, muy pronto lo ensartaré en mi espada! —prometió
González.
Y echando maldiciones, desapareció entre la lluvia. Era la primera vez en su vida
que permitía que el deber se interpusiera entre él y el placer, y también la primera vez
que huía teniendo buen vino a la mano.
Don Diego De la Vega sonrió, volviéndose hacia la chimenea.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.5

UN PASEO POR LA MAÑANA
A LA MAÑANA SIGUIENTE ya había cesado la tormenta, y no había ni una sola nube
que manchara el intenso azul del cielo. El sol brillaba esplendoroso, reflejándose
sobre las hojas de las palmeras, y la brisa vigorizante del mar llegaba hasta los valles.
A media mañana, Don Diego De la Vega salió de su casa del pueblo, poniéndose
sus guantes para montar de piel de borrego. Se detuvo un momento delante de la casa,
mirando hacia la taberna, al otro lado de la plaza. Un criado indio salió de la parte
posterior del edificio jalando un caballo.
Aunque Don Diego no solía galopar por las montañas ni por el camino real como
un imbécil, poseía un caballo muy hermoso. El animal era brioso, veloz y resistente.
Muchos nobles lo habían querido comprar, pero Don Diego no necesitaba más dinero
y quería quedarse con la bestia.
La silla era pesada y tenía más plata que cuero. La brida era cincelada y también
tenía mucha plata y a los lados colgaban unos guantes de piel, adornados con piedras
semipreciosas que brillaban al sol como pregonando a todo el mundo la fortuna y el
prestigio de Don Diego.

Don. Diego montó, mientras algunos hombres que andaban vagando por la plaza
observaban y trataban de esconder sus sonrisas burlonas. En aquellos días, los
jóvenes acostumbraban montar de un brinco, tomar las riendas, espolear el caballo
con las enormes espuelas y desaparecer en una nube de polvo, todo en cuestión de
segundos.
Pero Don Diego montaba un caballo de la misma manera que lo hacía todo… sin
prisa y sin bríos. El criado le sostenía uno de los estribos, y Don Diego metió la punta
de su bota. Después agarró las riendas con una mano y con un gran esfuerzo se sentó
en la silla.
Una vez hecho esto, el criado le sostuvo el otro estribo, metiendo la otra bota de
Don Diego, y se retiró. Don Diego chascó la lengua y la hermosa bestia comenzó a
andar, al paso, por la orilla de la plaza, hacia la vereda que iba al norte. Una vez en la
vereda, Don Diego dejó que el animal trotara unos tres kilómetros, y después empezó
a galopar suavemente por el camino.
Había gran actividad en las siembras y en las hortalizas, y los indios cuidaban del
ganado. De cuando en cuando se encontraba Don Diego una carreta que avanzaba
pesadamente, y saludaba a los que iban en ella. Un joven, a quien conocía bien, lo
pasó galopando camino del pueblo, y Don Diego se detuvo para evitar el polvo que
había levantado el caballo del otro.

En esta hermosa mañana, la indumentaria de Don Diego era más lujosa que de
costumbre. Una sola mirada bastaba para saber que el portador era hombre de fortuna
y de elevada alcurnia. Don Diego se había vestido con mucha meticulosidad,
reprendiendo a sus criados porque su sarape nuevo no estaba bien planchado, y había
perdido bastante tiempo viendo que sus botas quedaran perfectamente bien lustradas.
Cabalgó cuatro millas, y desviándose del camino, tomó una vereda que llevaba
hacia un grupo de edificios que estaban a un lado de una loma. Don Diego De la Vega
se dirigía a la hacienda de Don Carlos Pulido, a hacer una visita.
Este Don Carlos había sufrido muchas vicisitudes durante los últimos años. En
otra época había tenido una posición y una fortuna comparables a las del padre de
Don Diego. Pero había cometido el error de meterse en la política, y había perdido
gran parte de sus tierras. Los recaudadores de impuestos lo asediaban constantemente

en nombre del gobernador, y ahora, aunque solo le quedaba una pequeña parte de lo
que había sido su fortuna, conservaba toda la dignidad que había heredado.
Ese día Don Carlos estaba sentado en la terraza de su hacienda, pensando en su
mala suerte. Su esposa, doña Catalina, la novia de toda su vida, estaba dentro de la
casa, dando órdenes a los criados. Su hija única, Lolita, también estaba adentro,
tocando la guitarra y soñando lo que suele soñar una muchacha de dieciocho años.
Don Carlos irguió su cabeza plateada y vio que por la vereda se alzaba una
pequeña nube de polvo. Esta nube indicaba que se aproximaba un solo hombre a
caballo, y Don Carlos se atemorizó al pensar que tal vez se tratara de algún
recaudador de impuestos.
Poniéndose una mano sobre la frente para darse sombra, observó cuidadosamente
al caballero que se acercaba, y al notar la forma tan sosegada en que cabalgaba, la
esperanza renació en su pecho, pues sabía que los militares no usan aparejos tan
adornados mientras están de servicio.


El jinete acababa de doblar la última curva, y ya se le podía distinguir
perfectamente desde la terraza. Don Carlos se talló los ojos para cerciorarse de lo que
sospechaba. Aun a esa distancia, el anciano podía identificar al jinete.
—Es Don Diego De la Vega —susurró—. Quiera el cielo que por fin me traiga
buena suerte.
Sabía que Don Diego venía, tal vez, solo de visita, y sin embargo, eso le ayudaría,
pues cuando se supiera que la familia De la Vega tenía tanta amistad con los Pulido,
aun los políticos lo pensarían bien antes de seguir molestando a Don Carlos, ya que
los De la Vega eran sumamente poderosos en aquellas tierras.
Don Carlos dio unas palmadas, y un criado salió apresuradamente de la casa. Don
Carlos le pidió que bajara las cortinas para que no entrara el sol a ese rincón de la
terraza, que colocara una mesa y algunas sillas, y también que trajera panecillos y
vino.
Mandó decir a su esposa y a su hija que Don Diego De la Vega se aproximaba.
Doña Catalina sintió que su corazón cantaba, y ella también se puso a cantar.

 Lolita corrió a la ventana para ver a Don Diego.
Cuando se detuvo Don Diego en los escalones de la terraza, ya estaba un criado
esperándolo para llevarse su caballo, y Don Carlos bajó unos cuantos escalones
estrechándole la mano para darle la bienvenida.
—Me da mucho gusto que venga a visitar mi pobre hacienda, Don Diego —dijo,
mientras se acercaba el joven, quitándose los guantes.
—Es un camino largo y polvoso —dijo Don Diego—. Me preocupa cabalgar
trechos tan largos.
Don Carlos estuvo a punto de sonreír, pues seguramente que cabalgar cuatro
millas no era suficiente para que se cansara un joven noble. Pero recordó la poca
vitalidad de este y suprimió su sonrisa, pues esto podría enfadar a Don Diego.
Guio a este hacia la parte sombreada de la terraza y, ofreciéndole vino y
panecillos, esperó a que su huésped hablara.
Según la costumbre de la época, las mujeres permanecían dentro de la casa y no
salían a menos que el visitante preguntara por ellas, o su dueño y señor las mandara
llamar.

—¿Qué hay de nuevo en Reina de los Ángeles? —preguntó Don Carlos—. Hace
muchos días que no voy por ahí.
—Todo está igual —dijo Don Diego—, solo que anoche el Zorro invadió la
taberna y sostuvo un duelo con el sargento González.
—¡Ah!, el Zorro, ¿eh? ¿Y cuál fue el resultado de la pelea?
—Aunque el sargento miente al hablar de ello, el cabo estuvo presente y me ha
dicho que el Zorro se burló del sargento y por último lo desarmó, saltando por la
ventana y escapando bajo la lluvia. No pudieron hallar sus huellas.
—Qué pícaro tan listo —dijo Don Carlos—. Yo, por mi parte, no le temo. Me
imagino que todo el mundo sabe por el camino real que los hombres del gobernador
me han despojado de cuanto han podido. Creo que pronto me quitarán la hacienda.
—Hum. ¡Hay que poner fin a esto! —dijo Don Diego, con inusitada energía.
Los ojos de Don Carlos se iluminaron. Si pudiera lograr que Don Diego le
ayudara, si alguno de la ilustre familia De la Vega susurrara una palabra al oído del
gobernador, la persecución cesaría de inmediato, pues las órdenes de los De la Vega
eran obedecidas por todos los hombres, cualquiera que fuera su rango.


La Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.6

DON DIEGO BUSCA ESPOSA

DON DIEGO saboreó su vino y miró a lo lejos. Don Carlos lo observaba, perplejo,
adivinando que algo serio se avecinaba, pero sin tener idea de lo que pudiera ser.
Al cabo de un rato dijo Don Diego:
—No he venido bajo este sol infernal y este polvo para hablar del Zorro, ni de
cualquier otro bandido.
—Cualquiera que sea el motivo, siempre me sentiré muy honrado por la visita de
un miembro de su familia, caballero —dijo Don Carlos.
—Ayer en la mañana tuvimos una larga plática mi padre y yo —continuó Don
Diego—. Me dijo que pronto tendré veinticinco años, y que no cree que esté yo
cumpliendo con mis obligaciones y responsabilidades como debe ser.
—Pero indudablemente que…
—Sí, estoy seguro que lo sabe. Mi padre es muy astuto.
—Y nadie lo discute, Don Diego.
—Insiste en que debo despertar a la realidad y hacer lo que se espera de mí.
Parece que he estado soñando. Un hombre de mi fortuna y posición (usted disculpe
que hable de ello tiene que hacer ciertas cosas.

—Es la maldición del rango, señor.
—Cuando muera mi padre heredaré su fortuna, por supuesto, ya que soy hijo
único. Esa parte está bien. Pero ¿qué sucederá cuando yo muera? Eso es lo que quiere
saber mi padre.
—Comprendo.
—Un joven de mi edad, me dijo, debe tener una esposa, un ama de llaves para su
casa, y debe… este… tener hijos que hereden y conserven un nombre ilustre.
—Todo eso es verdad —dijo Don Carlos.
—De manera que he decidido casarme.
—¡Ah! Es lo que deberían hacer todos los hombres, Don Diego. Cómo recuerdo
cuando cortejé a Catalina. Estábamos locos por estrecharnos en los brazos el uno del
otro, pero su padre se opuso durante algún tiempo. Yo solo tenía diecisiete años; tal
vez hizo bien. Pero usted ya tiene casi veinticinco. Ya es tiempo de que se case.
—Y por eso he venido a verlo —dijo Don Diego.
—¿A verme a mí? —dijo Don Carlos sorprendido, un poco temeroso y con
grandes esperanzas al mismo tiempo.
—Me imagino que será muy aburrido. El amor, el matrimonio y todo eso, son
bastante molestos. ¡Eso de que un hombre sensato ande tras una mujer, tocando la

guitarra y haciéndola de bobo cuando todo el mundo sabe cuáles son sus intenciones!
¡Y luego la ceremonia! Tratándose de un hombre rico y de alta posición, me imagino
que tendrá que ser muy complicada, y tendré que festejar también a los peones, y
todo eso simplemente porque un hombre se casa para tener un ama de llaves en su
casa.
—Casi todos los jóvenes —dijo Don Carlos— se sienten orgullosos de conquistar
a la mujer amada y de tener una boda muy rumbosa.
—No lo dudo, pero no deja de ser una calamidad. Sin embargo, lo haré, ya que
así lo desea mi padre. Usted (y discúlpeme por mencionarlo) está pasando por una
época muy mala. Desde luego que esto se debe a la política, pero usted pertenece a
una familia noble, señor, la mejor de estas tierras.
—Le agradezco mucho sus palabras —dijo Don Carlos levantándose un instante
para ponerse una mano sobre el corazón y hacer una ligera reverencia.
—Todo el mundo lo sabe, señor. Y desde luego que cuando un De la Vega busca
compañera, debe buscar una mujer de muy buena familia.
—¡Desde luego! —exclamó Don Diego.
—Tiene usted una sola hija, la señorita Lolita.


—¡Ah, sí! Efectivamente. Lolita ya tiene dieciocho años, y aunque me esté mal
decirlo, es una criatura muy linda y talentosa.
—La he observado en la misión y en el pueblo —dijo Don Diego—. Es muy
bella, en verdad, y he oído decir que sabe hacer primores. De su linaje y de su
educación no hay ni que hablar. Estoy seguro de que ella es la mujer que debe
gobernar en mi hogar.
—¿Señor?
—A eso se debe mi visita, señor.
—¿Me… me está usted pidiendo permiso para cortejar a mi hija?
—Así es, señor mío.
La cara de Don Carlos se iluminó de alegría, y nuevamente se levantó de su
asiento para estrechar la mano de Don Diego.

—Es una flor muy hermosa —dijo el padre—; tengo deseos de que se case, y eso
me había estado preocupando un poco, pues no quería que se uniera a una familia
cuya alcurnia no estuviera a la altura de la nuestra. Pero tratándose de un De la Vega,
no hay ningún problema. Tiene usted mi permiso.
Don Carlos se sentía feliz. ¡Una alianza entre su hija y Don Diego De la Vega! En
cuanto se consumara la boda, recobraría toda su fortuna. ¡Volvería a ser poderoso!
Llamó a un criado para que le avisara a su esposa que saliera. En unos minutos
apareció doña Catalina en la terraza para saludar al visitante. Venía también radiante
de felicidad, pues había estado escuchando la conversación.
—Don Diego nos ha hecho el gran honor de pedir permiso para cortejar a nuestra
hija —explicó Don Carlos.

—¿Y has consentido? —preguntó doña Catalina; pues hubiera sido de mal gusto
demostrar su alegría demasiado pronto.
—Sí, le he dado mi permiso —contestó Don Carlos.
Doña Catalina extendió su mano, y Don Diego la tomó lánguidamente.
—Nos sentiríamos muy orgullosos de este matrimonio —dijo doña Catalina—.
Ojalá que pueda usted conquistar su corazón, señor.
—En cuanto a eso —dijo Don Diego—, espero que no habrá demasiada bobería.
O bien la dama me quiere y se casa conmigo, o no. ¿Acaso la haré cambiar de parecer
si toco la guitarra bajo su ventana, o le tomo la mano cada vez que pueda, o me llevo
la mano al corazón y suspiro? La quiero para esposa; de lo contrario, no hubiera
venido hasta aquí para pedírsela a su padre.
—Yo… yo… desde luego —dijo Don Carlos.

—¡Ay, señor! Pero si lo que les encanta a las mujeres es que las conquisten —dijo
doña Catalina—. Es nuestro privilegio. Cada instante del cortejo se lleva en la
memoria durante toda la vida. Se recuerdan todas las cosas bonitas que le dice a una
su amado; el primer beso, aquella vez que se detuvieron junto a un arroyo y se
miraron en los ojos, y el día que él se asustó tanto cuando iban a caballo y el de ella
se desbocó, todas esas cosas, señor. Es un juego, al que han jugado los hombres desde
que el mundo es mundo. ¿Le parece tonto, señor? Tal vez lo sea si lo mira uno
desapasionadamente. Pero de todos modos, es encantador.
—Pues yo no sé nada de eso —protestó Don Diego—. Nunca me he dedicado a
hacer el amor.
—Eso no le pesará a la mujer que se case con usted.
—¿Usted cree que es necesario que haga yo todo eso?
—Bueno —dijo Don Carlos, temeroso de perder un yerno influyente—, con un
poquito basta. A las mujeres les gusta que las halaguen aunque ya lo hayan aceptado
a uno.

—Tengo un criado que toca la guitarra maravillosamente —dijo Don Diego—. Le
diré que venga esta noche a tocar bajo la ventana de Lolita.
—¿Y usted no vendrá? —preguntó doña Catalina con voz entrecortada.
—¿Qué? ¿Venir hasta acá otra vez de noche, cuando sopla el viento tan helado
que viene del mar? —exclamó Don Diego exaltado—. Moriría. Y además, el indio
toca la guitarra mucho mejor que yo.
—¡Jamás he oído semejante barbaridad! —dijo doña Catalina, sintiendo que Don
Diego insultaba toda una tradición.
—Deja que Don Diego haga lo que quiera, querida —le suplicó Don Carlos.
—Yo tenía entendido que ustedes eran los que preparaban todo, y después me lo
harían saber. Mandaría arreglar mi casa, por supuesto, y tomaría más sirvientes. Tal
vez debería yo comprar un carruaje y llevar a mi esposa hasta Santa Bárbara para
visitar a un amigo que tengo allá. ¿Qué no sería posible que ustedes arreglaran todo
lo demás? Simplemente me mandan avisar en qué fecha se celebrará la boda.


Ante semejantes afirmaciones, hasta el mismo Don Carlos se molestó un poco.
—Caballero —dijo—, cuando yo le hice la corte a doña Catalina andaba
completamente desconcertado. Un día me fruncía el ceño, y el día siguiente me
sonreía, y esto le daba sabor al asunto. No me hubiera gustado que fuese distinto. Si
usted no le hace la corte a mi hija por sí mismo, le aseguro que más tarde le pesará.
¿Quiere usted verla en este momento?
—Supongo que así debe ser —dijo Don Diego.
Doña Catalina irguió la cabeza y entró por Lolita; regresaron enseguida. Esta
última era sumamente graciosa, con unos ojos negros arrebatadores, el pelo negro
enrollado alrededor de la cabeza, y unos diminutos pies que asomaban por debajo de
las enaguas llenas de encajes.
—Me da mucho gusto verlo por aquí otra vez, Don Diego —dijo.
Don Diego se inclinó ligeramente, tomando la mano de Lolita y llevando a esta a
un asiento.
—Está usted tan bella como la última vez que le vi —le dijo.

—A una señorita siempre se le dice que está más bella que la última vez que la
vio —gruñó Don Carlos—. ¡Ay! ¡Si yo tuviera sus años y pudiera hacer el amor otra
vez!
Se excusó y entró en la casa, y doña Catalina se fue al otro lado de la terraza, de
manera que la joven pareja pudiera hablar sin que ella escuchara, pero desde donde
podía observar todo lo que pasaba.
—Señorita —dijo Don Diego—, he solicitado permiso a su padre para proponerle
a usted matrimonio.
—¡Ah, señor! —exclamó la doncella.
—¿Cree usted que sería yo un buen marido?
—Pues, yo… es decir…
—Diga usted que sí, señorita, y se lo diré a mi padre, y la familia de usted podrá
arreglar la ceremonia. Me pueden mandar avisar con un criado… me canso mucho de
cabalgar hasta acá, sobre todo cuando no es necesario.

Los bellos ojos de Lolita empezaron a centellear con señales de peligro, pero era
evidente que Don Diego no se daba cuenta, y siguió adelante hacia su destrucción.
—¿Aceptará usted ser mi esposa, señorita? —preguntó, inclinándose ligeramente
hacia ella.
La cara de Lolita se encendió y bruscamente se levantó de su asiento, apretando
los puños.
—¡Don Diego De la Vega —contestó—, usted desciende de una familia noble,
tiene muchas riquezas y heredará aún más; pero no tiene usted alma! ¿Es así como
hace la corte? ¿Es esto lo que considera usted amor? ¿No puede usted tomarse la
molestia de cabalgar cuatro millas por un buen camino para ver a la doncella que
quiere usted hacer su esposa? ¿Qué clase de sangre corre por sus venas, señor?
Doña Catalina oyó esto y corrió hacia ellos, haciendo señales a Lolita, a las que
esta no hizo caso.

—El hombre que se case conmigo tendrá que cortejarme y ganarse mi cariño —
continuó la muchacha—. Tendrá que llegar hasta mi corazón. ¿Acaso cree usted que
soy una mujerzuela para entregarme al primer hombre que pase? El hombre con
quien me case tendrá que tener suficiente vigor para desearme. ¿Mandar a su criado
para que toque la guitarra bajo mi ventana? ¡Sí, también oí eso! ¡Mándelo, y le juro
que le echo agua hirviendo hasta que se blanquee! ¡Buenos días, señor!
Levantó la cabeza airadamente, recogió sus enaguas de seda, y pasó delante de
Don Diego para entrar en la casa, haciendo caso omiso de su madre. Doña Catalina
gimió viendo sus esperanzas perdidas. Don Diego vio cómo desaparecía Lolita por la
puerta, se rascó pensativamente la cabeza y miró hacia su caballo.
—Me… me parece que se ha disgustado —dijo con voz tímida.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo. 7

UN HOMBRE DISTINTO

DON CARLOS no perdió tiempo en salir a la terraza —ya que había estado
escuchando y sabía lo que había ocurrido— para tratar de calmar a Don Diego que se
sentía sumamente avergonzado. Aunque estaba apesadumbrado, Don Carlos trató de
reír y tomar a la ligera lo ocurrido.
—Las mujeres son caprichosas y tienen la cabeza llena de fantasía —dijo—. A
veces se quejan de aquellos a quienes en realidad adoran. No hay modo de saber lo
que pasa en la cabeza de una mujer, pues ni ellas mismas se lo pueden explicar.
—Pero yo… yo no comprendo —dijo Don Diego con voz entrecortada—. Hablé
con mucho cuidado y estoy seguro de no haber dicho algo que pudiera ofenderla.
—Me imagino que ella quiere que la enamoren, según la costumbre. No se
desespere usted, señor. Mi esposa y yo estamos de acuerdo en que usted es el que
debe casarse con ella. La costumbre es que una doncella se resista un poco, y después
ceda. A mí me parece que así sabe más dulce el triunfo. Quizá la próxima vez que
venga usted se mostrará más amable. Estoy seguro de que así será.

Se estrecharon la mano y Don Diego montó sobre su caballo y se fue cabalgando
lentamente por la vereda. Don Carlos entró nuevamente a la casa, en donde lo
esperaban su esposa y su hija. Se paró frente a esta, con las manos sobre las caderas,
mirándola con ternura.
—¡Es el mejor partido de todas estas tierras! —se lamentaba doña Catalina,
limpiándose los ojos con un finísimo pañuelo de encaje.
—Es rico y tiene una posición social muy alta…; si fuera mi yerno, recobraría yo
toda mi fortuna —afirmó Don Carlos sin quitar los ojos de su hija.
—Tiene una casa magnífica, además de una hacienda, y los mejores caballos de
toda la región. Y por si fuera poco, es el único heredero de la fortuna de su padre —
dijo doña Catalina.
—Con una palabra que le diga al gobernador, se hace rico un hombre o se queda
en la penuria —añadió Don Carlos.
—Es guapo…
—Es cierto —exclamó Lolita, irguiendo la cabeza y mirándolos fijamente—.
¡Eso es lo que me da más coraje! Podría ser un amante perfecto, si quisiera. ¿Cómo
va a sentirse una mujer orgullosa de que se diga que su marido nunca puso los ojos en
otra mujer, y no escogió esposa después de haber cortejado y enamorado a otras?
—Te prefirió a ti; de otra manera no hubiera venido hasta aquí ahora —dijo Don
Carlos.

—¡Y cómo debe haberse fatigado! —dijo Lolita—. ¿Por qué permite que todo el
mundo se ría de él? Es guapo, rico e inteligente. Está sano y podría ser el joven más
popular de la comarca. Y a pesar de eso, no me sorprendería saber que no tiene
fuerzas ni para vestirse solo.
—No comprendo —gimió Catalina—. En mis tiempos no se veían estas cosas.
Un hombre honorable viene a pedir tu mano…
—Si fuera menos honorable y más hombre, tal vez lo pensaría —dijo Lolita.
—Vas a tener que pensarlo —dijo Don Carlos, con cierta autoridad—. No puedes
despreciar una oportunidad tan estupenda. Piénsalo, hija mía, y sé más amable con
Don Diego cuando regrese.
Diciendo esto, salió al patio pretextando que tenía algunas órdenes que dar a un
criado; pero en realidad lo hacía para alejarse de la escena. Don Carlos había
demostrado ser un valiente en su juventud, y ahora se había convertido en un hombre
lo suficientemente astuto para saber que nunca debe uno mezclarse en una discusión
entre mujeres.


Al llegar la hora de la siesta, Lolita salió al patio y se sentó en una banquita que
estaba cerca de la fuente. Su padre estaba dormitando en la terraza, su madre en su
recámara, y los criados, por toda la casa, también durmiendo. Pero Lolita no podía
dormir, pues tenía mucho en que pensar.
Conocía bien la situación por la que atravesaba su padre, ya que hacia algún
tiempo que aquel no lo había podido ocultar. Naturalmente, Lolita quería que su
padre recobrara su fortuna. Sabía también que si ella se casaba con Don Diego, su
padre volvería a ser el hombre de antes, pues un De la Vega no podía permitir que sus
parientes políticos estuvieran en una situación difícil.
Se le presentó en la imaginación la apuesta cara de Don Diego, y trató de adivinar
cómo se vería esta misma cara loca de amor y de pasión. Qué pena que fuera tan poco
vivaz, se dijo Lolita. ¡Pero cómo podía casarse con un hombre que se atrevía a sugerir
que mandaría a un criado en su lugar a darle serenata!

El chapoteo del agua de la fuente la arrulló. Se arrinconó en la banca recargando
la cara sobre una mano y se durmió. Su cabello negro llegaba hasta el suelo como una
cascada.
Al sentir que le tocaban el hombro despertó súbitamente y se sentó. Iba a gritar,
cuando una mano le tapó la boca para evitar que lo hiciera.
Ante ella se encontraba un hombre envuelto en una enorme capa, la cara cubierta
con una máscara, dejando ver únicamente los ojos centelleantes. Había oído la
descripción del Zorro, el bandolero, y se imaginó que era él. Sintió tal pánico que le
pareció que el corazón dejaba de latirle.
—Silencio, y no le pasará nada, señorita —susurró bruscamente el hombre.
—Usted… usted es… —preguntó en voz bajísima.
El Zorro retrocedió unos pasos quitándose el sombrero, y se inclinó
profundamente ante ella.

—Lo ha adivinado usted, mi encantadora señorita —dijo—. Me llaman el Zorro,
la maldición de Capistrano.
—Y… está… usted aquí…
—No le haré daño, señorita, ni a ninguno en esta hacienda. Castigo a los que son
injustos, y su padre no lo es. Lo admiro mucho. Preferiría castigar a aquellos que son
la causa de sus males.
—Yo… yo le agradezco mucho, señor.
—Estoy cansado, y la hacienda me parece un lugar excelente para descansar —
dijo—. Sabía que era la hora de la siesta y que todos estarían durmiendo. Siento
mucho haberla despertado, señorita, pero tenía que hablarle. Su belleza es capaz de
despertar la imaginación de cualquier hombre para poder alabarla.
Lolita se sonrojó.


—Será… será mejor que se vaya —dijo Lolita.
—Veo que tiene usted un corazón misericordioso. Usted sabe que si me capturan,
muero. Sin embargo, debo arriesgarme y quedarme unos minutos más.
Se sentó en la banca, y Lolita se retiró al otro extremo con la intención de
levantarse.
Pero el Zorro había adivinado. Tomando una de sus manos y antes de que ella se
diera cuenta de lo que iba a hacer, se inclinó, alzando la parte inferior de su máscara,
y se la besó.
—¡Señor! —exclamó ella, retirando la mano bruscamente.
—Es un atrevimiento, pero un hombre tiene que expresar sus sentimientos —dijo
—. Espero que mi ofensa no sea imperdonable.
—¡Váyase, o grito!
—¿Para que me cuelguen?
—No es usted más que un salteador de caminos.
—Y sin embargo, amo la vida como cualquier otro.

—¡Pediré auxilio! Ofrecen una recompensa por su captura.
—Esas manos tan lindas no tocarían dinero manchado de sangre.
—¡Váyase!
—¡Ay, señorita! Qué cruel es usted. Con solo verla me hierve la sangre en las
venas. Cualquier hombre sería capaz de luchar contra una horda por una promesa de
sus dulces labios.
—¡Señor!
—Cualquier hombre moriría por defenderla, señorita. Qué gracia, qué belleza tan
fresca.
—¡Por última vez, señor! Gritaré… y su destino estará en sus manos.
—Su mano, y me voy.
—No puede ser.
—Entonces, aquí me siento hasta que vengan por mí. Sin duda que será pronto,
pues entiendo que el sargento González anda siguiendo mis huellas, y puede haber
descubierto una pista. Vendrá con soldados…
—Señor, ¡por el amor de Dios!

—Su mano.
Lolita se volvió de espaldas y le tendió la mano. El Zorro le dio otro beso en ella.
Después, Lolita sintió cómo le iba volviendo la cara poco a poco, y sus ojos se
miraron en los de él. Sintió que un escalofrío le corría por todo el cuerpo. Él le tenía
la mano cogida todavía; ella la retiró, y corrió hacia la casa, atravesando el patio.
El corazón le latía fuertemente; se paró detrás de las cortinas de su ventana para
observar. El Zorro caminó lentamente hacia la fuente y se inclinó para tomar agua. Se
puso el sombrero, miró hacia la casa, y salió con paso majestuoso. Lolita oyó cómo
se alejaba en su caballo a todo galope por la vereda.
—Un ladrón, ¡pero todo un hombre! —susurró—. ¡Si Don Diego tuviera la mitad
de su arrojo y de su valor!


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo 8

DON CARLOS HACE UNA MALA JUGADA

LOLITA se retiró de la ventana, tranquila porque nadie se había dado cuenta de la
visita del Zorro. Durante el resto del día estuvo en la terraza, haciendo encaje, pero la
mayor parte del tiempo mirando a la vereda que iba hacia el camino.
Al caer la tarde, los indígenas prendieron enormes hogueras en sus chozas de
adobe, sentándose alrededor de ellas para cocinar, comer y platicar sobre los sucesos
del día. Dentro de la casa, la cena ya estaba lista y la familia se disponía a sentarse a
la mesa, en los momentos en que alguien llamó a la puerta.
Un indígena salió a abrir, y entró el Zorro. Se quitó el sombrero y se inclinó para
saludar. Levantó la cabeza y vio a doña Catalina, que se había quedado sin habla, y a
Don Carlos, aterrorizado.
—Espero que me perdonarán por esta interrupción —dijo—. Soy el hombre
conocido como el Zorro. Pero no tengan miedo, pues no he venido a robar.
Don Carlos se levantó lentamente, mientras que Lolita permanecía asombrada por
tal alarde de valentía, temiendo que el Zorro mencionara la visita de esa tarde, de la
cual no había hablado a su madre.

—¡Bribón! —gritó Don Carlos—. ¿Cómo se atreve a entrar a una casa decente?
—No soy su enemigo, Don Carlos —respondió el Zorro—. Más bien he hecho
algunas cosas que sin duda debe apreciar un hombre que ha sido perseguido.
Esto era verdad y Don Carlos lo sabía, pero era demasiado astuto para
reconocerlo y traicionarse a sí mismo. Solo Dios sabía que ya estaba bastante mal con
el gobernador, y no había necesidad de ofenderlo más por ser cortés con este hombre
por cuyo cadáver había ofrecido una recompensa.
—¿Qué es lo que quiere usted aquí? —preguntó.
—Deseo vehementemente una poca de su hospitalidad, señor. En otras palabras,
quisiera comer y beber. Soy un caballero; por lo tanto, es una petición justa.
—Por muy buena sangre que haya corrido por sus venas, esta se ha manchado
con sus acciones —dijo Don Carlos—. Un ladrón no tiene derecho a pedir
hospitalidad en esta hacienda.
—Me imagino que tiene usted miedo de atenderme, en vista de que el gobernador
puede enterarse —contestó el Zorro—. Puede usted decirle que lo obligué a ello. Y es
cierto.
Sacó de su capa una mano en la cual tenía una pistola. Doña Catalina gritó y se
desmayó, y Lolita se arremolinó en su silla.

—¡Más que bribón, asustando a las mujeres! —exclamó furioso Don Carlos—.
Puesto que rehusarme significa la muerte, puede usted comer y beber. Pero le pido
que sea lo suficientemente caballero para permitir que me lleve a mi esposa a otro
cuarto y que llame a una sirvienta para que la atienda.
—Desde luego —dijo el Zorro—. Pero la señorita se queda aquí como rehén para
que se porte usted bien y regrese.
Don Carlos miró al hombre, y luego a Lolita, y vio que esta no estaba asustada.
Levantó a su esposa en brazos y la llevó a otro cuarto, gritando a los criados para que
vinieran a ayudarlo.
El Zorro se dirigió al otro lado de la mesa, se inclinó nuevamente ante Lolita y se
sentó en una silla junto a ella.
—Indudablemente que esto es una temeridad, pero tenía yo que verla otra vez —
le dijo.

—¡Señor!
—Al verla a usted esta tarde, se inició una batalla en mi corazón, señorita. El roce
de su mano me infundió nueva vida.
Lolita se volvió, con la cara encendida, y el Zorro acercó su silla a la de ella,
tratando de tomarla de la mano, pero ella se rehusó.
—El anhelo de oír la música de su voz, señorita, me traerá aquí muy a menudo —
dijo el Zorro.
—¡Señor! ¡No debe usted volver nunca! Fui muy indulgente con usted esta tarde,
pero no volveré a serlo. La próxima vez gritaré, y se lo llevarán.
—No podría usted ser tan cruel —dijo él.
—Su suerte quedará en sus manos, señor.
Don Carlos entró nuevamente al cuarto, y el Zorro se levantó, inclinándose una
vez más.


—Espero que ya haya vuelto en sí su esposa —dijo—. Siento mucho que se haya
asustado al ver mi pistola.
—Ha vuelto en sí —dijo Don Carlos—. Me parece que quería usted comer y
beber. Pensándolo bien, señor Zorro, he admirado algunas de sus hazañas, y me da
mucho gusto poder ofrecerle mi hospitalidad en esta ocasión. En seguida vendrá un
criado a servirle la cena.
Don Carlos se dirigió hacia la puerta, llamó a un criado y le dio algunas órdenes.
Don Carlos se sentía muy satisfecho de sí mismo. Al llevar a su esposa al cuarto
contiguo, había aprovechado la oportunidad, pues entre los criados que habían
acudido para atender a doña Catalina estaba uno de toda la confianza de Don Carlos,
y este le había enviado al pueblo en el caballo más veloz para que diera la voz de
alarma de que el Zorro se encontraba en la hacienda de los Pulido.
Ahora se proponía entretener al Zorro lo más que fuera posible, pues sabía que
vendrían los soldados; el bandolero sería capturado o muerto, y con toda seguridad el
gobernador le tendría alguna consideración por este servicio.

—Debe usted haber tenido aventuras muy emocionantes, señor —dijo Don Carlos
tomando su lugar en la mesa.
—Unas cuantas —asintió el bandolero.
—El caso de Santa Bárbara, por ejemplo. Nunca supe exactamente cómo fue.
—No me gusta hablar de mi propio trabajo, señor.
—Por favor —suplicó Lolita.
Por tratarse de ella, el Zorro hizo a un lado sus escrúpulos.
—No fue nada —dijo—. Llegué a los alrededores de Santa Bárbara al anochecer.
Había allí un tendero que golpeaba a los indios y robaba a los frailes. A estos últimos
les compraba productos de la misión; luego se quejaba con el gobernador de que lo
habían engañado en el peso, y los secuaces del gobernador obligaban a los frailes a
mandarle más mercancía. Por eso me decidí a castigarlo.

—Continúe usted —dijo Don Carlos, inclinándose como si estuviera
interesadísimo en lo que estaba oyendo.
—Bajé de mi caballo a la puerta de su casa y entré. Estaban encendidas las velas,
y había unos seis hombres en la tienda. Los amenacé con mi pistola y los arrinconé,
dejando el tendero frente a mí. Lo asusté mucho y lo obligué a darme el dinero que
tenía en un escondite. Lo azoté con un látigo que tomé de su propia tienda, y le dije
por qué lo hacía.
—¡Formidable! —dijo Don Carlos.
—Después monté en mi caballo y me fui. Puse un letrero en la choza de un indio,
diciendo que era el amigo de los oprimidos. Esa noche me sentía muy valiente, de
modo que cabalgué hasta la puerta del presidio, hice al guardia a, un lado él creyó
que yo traía el correo, y clavé el letrero en la puerta del presidio con mi puñal. En
ese momento salieron los soldados; les disparé, y mientras salían de su asombro me
fui a las montañas.


—¡Y se escapó! —exclamó Don Carlos.
—Aquí estoy —fue la respuesta.
—¿Y por qué está el gobernador tan enconado contra usted? —preguntó Don
Carlos—. Hay otros bandoleros, pero ni siquiera les presta atención.
—¡Ah! Es que su excelencia y yo tuvimos un encuentro frente a frente. Él venía
de San Francisco de Asís a Santa Bárbara por un asunto oficial, y traía una escolta de
soldados. Se detuvieron a la orilla de un arroyo para refrescarse, y los soldados se
dispersaron mientras el gobernador platicaba con sus amigos. Yo estaba escondido en
el bosque y salí precipitadamente tomándolos por sorpresa. Me acerqué a la puerta de
la carroza, veloz como una saeta, apunté a la cabeza del gobernador con la pistola y
lo obligué a que me entregara su bolsa de dinero, lo que hizo sin chistar. Después me
alejé a todo galope, haciendo caer, de paso, a varios soldados.
—¡Y se escapó! —exclamó Don Carlos.
—Aquí estoy —asintió el Zorro.

El criado trajo la comida en una charola, la que ofreció al bandolero, retirándose
lo más rápidamente que pudo; estaba aterrorizado y las manos le temblaban, pues
había oído contar muchas historias fantásticas del Zorro y de su brutalidad, ninguna
de las cuales era cierta.
—Estoy seguro de que me disculpará usted —dijo el Zorro—, por pedirle que se
siente usted al otro extremo del cuarto, pues no quiero revelar mi identidad. Así,
pues, pongo la pistola aquí, sobre la mesa, para evitar que me traicione. Y ahora, Don
Carlos Pulido, haré los honores que se merece la comida que me brinda usted tan
generosamente.
Don Carlos y su hija se sentaron en los sitios que les había indicado, y el bandido
comió con verdadero gusto. De cuando en cuando dejaba de comer para hablarles, e
incluso suplicó a Don Carlos que le sirviera más vino, diciendo que era el mejor que
había probado en un año.

Don Carlos accedió de la mejor manera, pues estaba tratando de ganar tiempo.
Conocía bien el caballo en que el peón había ido al pueblo, y calculaba que ya habría
llegado al presidio de Reina de los Ángeles y que los soldados estarían en camino. ¡Si
pudiera entretener al Zorro hasta que llegaran!
El Zorro se inclinó, y Don Carlos salió del cuarto apresuradamente. Pero por las
prisas, Don Carlos había cometido un error. Era muy extraño dejar sola a una señorita
en compañía de un hombre, especialmente tomando en cuenta que se trataba de un
proscrito. El Zorro se imaginó inmediatamente que lo estaba deteniendo a propósito.
Porque, además, era muy raro que Don Carlos saliera por la comida personalmente,
teniendo tantos criados que venían con solo dar unas palmadas. Y efectivamente, Don
Carlos se había ido al otro cuarto para ver si ya venían los caballos galopando por la
vereda.
—Señor —susurró Lolita desde su lugar.
—Dígame, señorita.
—Debe usted irse enseguida. Temo que mi padre haya enviado por soldados.
—¿Y tiene usted la gentileza de advertírmelo?
—¿Acaso quiero que lo prendan aquí? ¿Acaso quiero ver lucha y sangre? —
preguntó ella.
—¿Y es esa la única razón, señorita?
—Váyase, por favor.
—No estoy dispuesto a huir de tan agradable compañía, señorita. ¿Me permite
volver mañana a la hora de la siesta?
—¡Cielos, no! Esto tiene que terminar, vaya usted por su camino y cuídese. Ha
hecho usted cosas que me han causado admiración y no me gustaría que lo
capturaran. Váyase hacia el norte hasta San Francisco de Asís y vuelva al camino del
bien, señor. Es lo mejor.
—Mi pequeño sacerdote —dijo él.
—¿No se va, por favor?


—Pero su padre ha salido a traerme más viandas. ¿Cómo puedo irme sin darle las
gracias por esta comida?
Don Carlos entró al cuarto en ese momento, y por la expresión de su rostro, el
Zorro se dio cuenta de que los soldados ya venían por la vereda. Don Carlos puso un
paquete sobre la mesa.
—Aquí tiene usted un bocadillo para el camino, señor —dijo—. Y nos encantaría
que nos contara algunas otras hazañas antes de partir a un viaje tan peligroso.
—Ya he hablado demasiado de mí mismo, señor, y un caballero no debe hacer tal
cosa. Es mejor que le de las gracias ahora y me retire.
—Por lo menos tómese otro vaso de vino.
—Me temo que ya estén demasiado cerca los soldados, Don Carlos —dijo el
Zorro.
Don Carlos palideció, pues el Zorro estaba recogiendo su pistola y temió que iba
a hacerle pagar el precio de su traición. Pero el Zorro no hizo el menor intento de
disparar.
—Lo perdono por haber violado las leyes de la hospitalidad, Don Carlos, en vista
de que soy un proscrito y se ha puesto precio a mi cabeza —dijo—. No le tengo mala
voluntad por ello. Buenas noches, señorita, señor. Adiós.
Bruscamente entró por la puerta un criado aterrorizado, sin saber todo lo que
había sucedido esa noche.
—¡Patrón! ¡Aquí están los soldados! —gritó—. ¡Están rodeando la casa!


La Mascara del Zorro The Mark of Zorro 
 Capítulo.9

CHOQUE DE ESPADAS
CASI EN EL CENTRO DE LA MESA había un precioso candelabro con infinidad de velas,
todas encendidas. El Zorro se abalanzó sobre él y con un solo movimiento de su
brazo lo tiró al suelo. Todas las velas se apagaron en un momento y el cuarto quedó
en la más profunda obscuridad.
Evadió el ataque furioso de Don Carlos, saltando al otro lado del cuarto con tal
ligereza que no hizo el menor ruido que pudiera denunciar por dónde estaba. Por un
instante, Lolita sintió que un brazo le rodeaba la cintura, apretándola tiernamente, y el
aliento de un hombre sobre su mejilla. Una voz de hombre le dijo dulcemente al oído:
—Hasta pronto, señorita.
Don Carlos bramaba como un toro para atraer a los soldados al comedor, y ya
algunos estaban tocando en la puerta principal. El Zorro había salido al cuarto
contiguo, que resultó ser la cocina. Los criados indígenas salieron disparados, como
si hubieran visto un espectro. Sin perder un minuto, apagó todas las velas de la
cocina.

Corrió a la puerta que daba al patio y gritó de una manera muy especial, entre
quejido y alarido, un grito como nunca se había oído por los alrededores.
Al entrar los soldados por la puerta principal, y al momento en que Don Carlos
pedía a gritos un tizón para encender las velas nuevamente, se oyó el galopar de un
caballo en el patio.
Sin duda llegaba un caballo de gran fuerza, pensaron los soldados.
El ruido de los cascos fue desapareciendo poco a poco, pero los soldados se
dieron cuenta de la dirección que había tomado el caballo.
—¡Se nos escapa el malvado! —chilló el sargento González, pues era él el que
venía a cargo del escuadrón—. ¡A caballo todos, a seguirlo! Al que lo capture le doy
la tercera parte de la recompensa.
El sargento salió de la casa precipitadamente. Todos los hombres lo siguieron, y
en medio de gran confusión montaron sobre sus caballos y se fueron galopando por la
obscuridad siguiendo el ruido de los cascos del caballo del Zorro.
—¡Luz! ¡Luz! —gritaba Don Carlos desesperado en la casa.

Por fin entró un criado con un tizón y prendió las velas. Don Carlos estaba en el
centro del cuarto, moviendo los brazos lleno de ira. Lolita estaba en un rincón, muerta
de miedo, y doña Catalina, que ya había recobrado el conocimiento completamente,
venía bajando para averiguar a qué se debía tanto alboroto.
ebookelo.com - Página 40
—¡Se nos escapó el bribón! —dijo Don Carlos—. ¡Dios quiera que lo capturen
los soldados!
—Por lo menos es muy astuto y valiente —dijo Lolita.
—¡Sí, es cierto, pero es un ladrón y un bandolero! —rugió Don Carlos—. ¿Por
qué tiene que venir a atormentarnos con sus visitas?
Lolita sabía la respuesta, pero sería la última en decírselo a sus padres. Todavía
tenía la cara colorada por la emoción que había sentido con el abrazo y las palabras
que le habían susurrado al oído.
Don Carlos abrió la puerta principal de par en par y se quedó un rato escuchando.
Una vez más oyó ruido de cascos.


—¡Mi espada! —gritó a un criado—. Viene alguien; ¡puede ser que haya
regresado el bribón! Es un jinete solo, ¡por todos los santos!
El ruido cesó; un hombre cruzó la terraza y entró precipitadamente a la casa.
—¡Gracias a Dios! —dijo Don Carlos.
No se trataba del bandolero, sino del capitán Ramón, el comandante del presidio
de Reina de los Ángeles.
—¿Dónde están mis hombres? —gritó el capitán.
—¡Se han ido, señor! ¡Van siguiendo al Zorro! —le informó Don Carlos.
—¿Se escapó?
—Sí, a pesar de que sus hombres estaban rodeando la casa. Arrojó las velas al
suelo, salió por la cocina…
—¿Fueron a perseguirlo los hombres?
—Le andan pisando los talones, señor.
—¡Vaya! Ojalá que capturen de Una vez a este pájaro de cuenta. Es un fastidio
para nosotros los soldados. No podemos capturarlo, y el gobernador nos manda unas
cartas por demás sarcásticas. ¡Este Zorro es un caballero muy astuto, pero no tardará
en caer!
El capitán Ramón avanzó algunos pasos, vio a las damas y se quitó el sombrero,
haciendo una reverencia.
—Les suplico perdonen mi atrevimiento de entrar —les dijo—. Pero cuando un
oficial está de servicio…
—Lo perdonamos de todo corazón —dijo doña Catalina—. ¿Conoce usted a mi
hija?
—No había tenido el honor.
Doña Catalina los presentó. Lolita regresó a su rincón y se dedicó a observar al
soldado. No era feo: alto y erguido, vestía uniforme brillante, y la espada le colgaba a
un lado.
Por su parte, el capitán nunca había visto a Lolita, ya que había tomado posesión
de su puesto hacía solamente un mes, fecha en que había sido transferido de Santa
Bárbara.

Pero ahora que ya la había visto, la miró por segunda… y por tercera vez. Se le
iluminaron los ojos, lo cual le agradó mucho a doña Catalina. Si a Lolita no le
gustaba Don Diego De la Vega, tal vez vería con buenos ojos al capitán Ramón. No
estaría mal que se casara con él, puesto que así la familia Pulido tendría alguna
protección.
—No podría encontrar a mis hombres en la obscuridad —dijo el capitán—, y por
lo tanto, abusando de su hospitalidad, esperaré aquí hasta que regresen.
—Desde luego —dijo Don Carlos—. Tome usted asiento, señor, y haré que le
sirvan vino.
—El Zorro ya está próximo a su fin —dijo el capitán, después de haber saboreado
el vino y de haberlo encontrado excelente—. De cuando en cuando surge un hombre
como él que reina por algún tiempo, pero nunca les dura mucho el gusto. Con el
tiempo les llega su destino.
—Es cierto —dijo Don Carlos—. Esta noche estuvo haciendo alarde de sus
fechorías.


—Yo era comandante de Santa Bárbara cuando nos hizo su famosa visita —
explicó el capitán—. Esa noche estaba yo ausente, si no, las cosas hubieran sido de
otro modo. Y esta noche, cuando llegó la alarma, no estaba yo en el presidio. Me
encontraba en la residencia de un amigo. Por eso no vine con los soldados. En cuanto
supe la noticia, vine. Parece que el Zorro sabe siempre dónde estoy, y se cuida de
tener un encuentro conmigo. Espero que algún día lo tengamos.
—¿Usted cree que podría abatirlo, señor? —preguntó doña Catalina.
—¡Indudablemente! Según me han dicho, no es un gran espadachín. A mi
sargento lo engañó, pero ese fue un caso distinto; y creo que tenía una pistola en una
mano mientras peleaba. A ese individuo lo hago pedazos yo.
En un extremo del comedor había una alacena. La puerta se abrió un poco.
—Ese tipo tiene que morir —siguió diciendo el capitán Ramón—. Es un salvaje,
y dicen que mata solo por el placer que esto le proporciona. Se afirma que produjo
una ola de terror en el norte, en los alrededores de San Francisco de Asís. Asesinaba
gente por doquier, insultaba a las mujeres…
La puerta de la alacena se abrió de par en par y el Zorro caminó hacia el centro
del cuarto.
—¡Le prohíbo hablar en esa forma, porque es mentira! —gritó el bandolero.
Don Carlos dio vuelta súbitamente y se quedó sin habla. Doña Catalina sintió que
le flaqueaban las piernas, y nuevamente se desmayó. Lolita sintió que el Zorro
hablaba con orgullo, y temió por su vida.
—Yo… yo creí que se había escapado usted —balbució Don Carlos.
—¡Ca! No fue más que un truco. Mi caballo se escapó, pero yo no.
—¡Entonces, ya no habrá salida para usted! —gritó el capitán Ramón, sacando su
espada.

—¡Atrás, señor! —gritó el Zorro sacando su pistola—. Pelearé con mucho gusto,
pero en una lid justa. Don Carlos, llévese usted a su esposa y a su hija y retírese al
rincón mientras cruzo mi espada con este mentiroso. ¡No permitiré que se de la voz
de alarma de que todavía estoy aquí!
—¡Yo creí que se había escapado! —balbució nuevamente Don Carlos.
Aparentemente no podía pensar en otra cosa, pero hizo lo que le había ordenado el
Zorro.
—¡Un truco! —repitió el bandolero riendo—. Tengo un caballo muy noble. Tal
vez oyeron ustedes un grito muy especial. Mi caballo está entrenado para entrar en
acción cuando oye ese grito. Se aleja a todo galope, haciendo mucho ruido, y los
soldados lo siguen. Cuando ha galopado un gran trecho se hace a un lado del camino
y se detiene. Una vez que pasan los perseguidores regresa a donde yo estoy para
esperarme. Seguramente que ahora está detrás del patio. Castigaré al capitán y me iré
en mi fiel caballo.


—¿Con una pistola en la mano? —gritó Ramón.
—Pondré la pistola en la mesa. Ahí se queda si Don Carlos permanece en el
rincón con las señoras. ¿Listo, capitán?
El Zorro extendió su espada, y con un grito de alegría el capitán Ramón la cruzó
con la suya. El capitán Ramón tenía fama de ser un maestro, y evidentemente el
Zorro lo sabía, pues se fue con mucha cautela al principio, procurando no dejar
ninguna abertura; a la defensiva más bien que a la ofensiva.
El capitán lo fue arrinconando; su espada brillaba tanto que parecía que despedía
rayos. Una vez más se encontraba el Zorro contra la pared, muy cerca de la puerta de
la cocina; los ojos del capitán ya empezaban a reflejar el triunfo. Peleaba con mucha
rapidez, sin dejar que el Zorro descansara un solo instante, firme en su terreno y
siempre arrinconando a su adversario.
El Zorro sonrió. Ya había estudiado bien la manera de pelear del otro, y sabía que
todo saldría bien. 

El capitán perdió un poco de terreno al convertirse la defensa del
Zorro en ofensiva; una ofensiva que lo intrigaba. El Zorro siguió riendo.
—Sería una lástima matarlo —dijo—. He oído decir que es usted un oficial muy
competente, y el ejército necesita hombres así. Pero me ha levantado usted un falso
testimonio y tiene que pagar por ello. Lo atravesaré con mi espada, pero de modo que
no pierda usted la vida cuando saque el acero.
—¡Presumido! —Gruñó el capitán.
—Eso ya lo veremos. ¡Hola! Por poco y lo atravieso, mi capitán. Es usted más
listo que su sargento, pero no lo bastante avispado. ¿Dónde prefiere que lo hiera, en
el costado derecho o en el izquierdo?
—Si está usted tan seguro, en el hombro derecho —dijo el capitán.
—Cuídelo bien, mi capitán, porque así lo haré. ¡Vamos!
El capitán empezó a girar poco a poco, tratando de que la luz de las velas
deslumbrara al Zorro, pero este era demasiado astuto y lo hizo retroceder hasta un rincón.

—¡Ahora, mi capitán! —gritó.
Y le enterró la espada en el hombro derecho, tal como se lo había pedido,
torciendo la espada un poco al sacarla. El capitán Ramón de desplomó sobre el suelo,
sintiéndose sumamente débil.
El Zorro retrocedió unos pasos y enfundó su espada.
—Suplico a las señoras me perdonen por esta escena —dijo—, y les aseguro que
esta vez es verdad que me voy. Don Carlos, el capitán no está mal herido. Podrá
regresar al presidio hoy mismo.
Se quitó el sombrero y saludó. A Don Carlos se le llenó la boca de saliva y no
halló palabras lo suficientemente fuertes y ofensivas para contestarle. Los ojos del
Zorro se encontraron con los de Lolita, y con gran tranquilidad vio que en los de ella
no había repugnancia.
—Buenas noches —dijo y rio nuevamente.
Con la rapidez de un dardo salió por la cocina al patio, en donde lo estaba
esperando su caballo, tal como lo había dicho. Rápidamente montó y se fue a todo
galope.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.10

LA LLEGADA DE DON DIEGO

MEDIA HORA más tarde, ya que le habían curado y vendado la herida, el capitán
estaba sentado a la mesa tomando vino, pero sumamente pálido y fatigado.
Doña Catalina y Lolita lo habían atendido con gran esmero, aunque esta última
casi no podía contener su risa, al recordar los alardes del capitán sobre todo lo que le
iba a hacer al bandolero, y lo que en realidad había pasado. Don Carlos estaba
tratando al capitán en una forma exageradamente cortés, ya que quería aprovecharse
de la oportunidad para hacerse de amigos y tener alguna influencia en el ejército, y ya
le había suplicado que se quedara por unos días en la hacienda, mientras sanaba
completamente de su herida.
Como ya había visto los ojos de Lolita, el capitán contestó que tendría muchísimo
placer en quedarse por lo menos un día. Pese a su herida, estaba tratando de hacer
interesante su conversación, pero el intento le estaba fallando de modo terminante.
Nuevamente se oyó el ruido de unos cascos que se acercaban. Don Carlos mandó
a un criado a que abriera la puerta para alumbrar un poco la vereda, pues se suponía
que era alguno de los soldados que regresaba.

El jinete se fue acercando y finalmente se detuvo frente a la casa. El criado se
adelantó para atender al caballo.
Por unos momentos, los que estaban dentro de la casa no oyeron nada; después,
unos pasos en la terraza, y Don Diego De la Vega hizo su aparición.
—¡Vaya! —exclamó, como tranquilizado—. ¡Qué gusto me da ver que todos
están sanos y salvos!
—¡Don Diego! —exclamó el amo de la hacienda—. ¿Ha venido usted desde el
pueblo por segunda vez en un día?
—Seguramente que voy a enfermar por haberlo hecho —dijo Don Diego—. Ya
empiezo a sentirme tieso y me duele la espalda. Pero tenía que venir. Cundió la
alarma por el pueblo, y rumores de que el Zorro, el bandolero, había venido a hacer
una visita a la hacienda. Vi que venían los soldados para acá a todo galope y temí
mucho por ustedes. Usted me comprende, Don Carlos, estoy seguro.
—Lo comprendo, caballero —replicó Don Carlos, con la cara rebosante de
alegría, y volviéndose para mirar a Lolita.
—Yo… bueno… creí que era mi deber hacer el viaje, y ahora veo que no sirvió
de nada… todos están sanos y salvos. ¿Qué fue lo que pasó?
Lolita hizo una mueca, pero Don Carlos se apresuró a contestar:

—Sí, el tipo estuvo aquí, pero se escapó después de herir al capitán Ramón en el
hombro.
—¡Horror! —dijo Don Diego, desplomándose sobre una silla—. ¿De manera que
ya probó usted su acero, capitán? Debe usted tener sed de venganza. ¿Sus hombres lo
andan persiguiendo?
—Sí —respondió el capitán secamente, pues no le gustaba la idea de que se dijera
que había sido vencido en combate—. Y lo seguirán hasta que lo capturen. Mi
sargento es un hombracho, González… creo que es amigo de usted, Don Diego… y
arde en deseos de arrestarlo para ganarse la recompensa del gobernador. Cuando
regrese, le daré instrucciones para que se lleve a su pelotón y persiga a ese bandolero
hasta que le de su merecido.
—Permítame expresarle mi deseo de que sus soldados tengan buen éxito, señor.
El bandido ha molestado a Don Carlos y a las señoras… Don Carlos es mi amigo, y
quiero que lo sepa todo el mundo.


Don Carlos estaba radiante de alegría, y doña Catalina lució su mejor sonrisa,
pero Lolita tuvo que contenerse para no fruncir los labios en señal de desprecio.
—Don Carlos, un tarro de su vino refrescante —continuó Don Diego—. Estoy
sumamente fatigado. He venido desde Reina de los Ángeles hasta acá dos veces en
este día. Es lo más que puede soportar un hombre.
—No es muy lejos cuatro millas —dijo el capitán.
—Tal vez no lo sea para un soldado tan fuerte —respondió Don Diego—, pero
para un caballero sí lo es.
—¿Quiere usted decir que un soldado no puede ser un caballero? —preguntó
Ramón, un poco irritado por las palabras de Don Diego.
—Se han dado algunos casos, pero muy rara vez —dijo Don Diego. Se volvió
para ver a Lolita mientras hablaba, con el fin de que esta se diera cuenta de la
intención que tenían sus palabras, pues había visto cómo la miraba el capitán, y los
celos le estaban royendo el corazón.

—¿Insinúa usted que mi sangre no vale nada? —preguntó el capitán Ramón.
—En cuanto a eso, no sabría decirle, puesto que no la he visto. Indudablemente
que el Zorro me lo podría decir. Entiendo que vio de qué color era.
—¡Por todos los santos! —gritó el capitán Ramón—. ¿Se atreve usted a
insultarme?
—Nunca se ofenda usted cuando oiga la verdad —le dijo Don Diego—. Lo hirió
en el hombro, ¿no es verdad? Estoy seguro que no se trata sino de un rasguño. ¿No
cree usted que debería estar en el presidio dando instrucciones a sus soldados?
—Esperaré aquí hasta que regresen —respondió el capitán—. Además, es un
viaje muy cansado desde aquí hasta el presidio, según dijo usted, señor.
—Pero un soldado está acostumbrado a malpasarse, señor.
—Es cierto, encuentra uno muchas alimañas —dijo el capitán, viendo fijamente a
Don Diego.

—¿Me considera usted una alimaña, señor?
—¿Acaso dije tal cosa?
Estaban pisando en terreno peligroso, y Don Carlos no quería por ningún motivo
que un oficial del ejército y Don Diego De la Vega tuvieran un disgusto en su
hacienda, pues esto podría acarrearle más dificultades.
—¡Más vino, señores! —exclamó en voz alta colocándose en medio de ambos,
sin importarle las reglas de etiqueta—. Beba usted, capitán, está usted débil por la
herida. Y usted, Don Diego, después de una cabalgata tan violenta…
—Dudo que haya sido muy violenta —dijo el capitán.
Don Diego aceptó el tarro de vino y le dio la espalda al capitán. Miró a Lolita y
sonrió. Se levantó, tomó su silla y la llevó hasta donde estaba Lolita para sentarse
cerca de ella.
—¿Y a usted, señorita, la asustó el bandido? —preguntó.
—Suponiendo que así hubiera sido, señor, ¿me vengaría usted? ¿Tomaría usted su
espada e iría a perseguirlo?

—¡Por Dios!, si fuera necesario tal vez lo haría, pero tengo medios para emplear
un puñado de hombres fuertes a quienes nada les gustaría tanto como capturarlo. ¿Por
qué he de arriesgar mi pellejo?
—¡Ay! —exclamó Lolita desesperada.
—No hablemos más del Zorro —suplicó Don Diego—. Hay mejores temas de
conversación. Señorita, ¿ha pensado usted sobre lo que hablamos esta tarde?
Entonces Lolita tuvo que pensar. Recordó lo que tal matrimonio significaría para
sus padres y su fortuna; también pensó en el bandolero, en su arrojo y en su valor,
deseando que Don Diego se le pareciera. Y no pudo pronunciar el sí que la
convertiría en esposa de Don Diego.
—Yo… yo no he tenido tiempo para pensarlo, caballero —respondió.
—Confío en que se decidirá usted muy pronto —dijo Don Diego.
—¿Tiene usted mucha prisa?


—Mi padre volvió a insistir esta tarde. Dice que tengo que casarme lo antes
posible. Es un fastidio, desde luego, pero tiene uno que complacer a su padre.
Lolita se mordió los labios de rabia.
«¡Qué manera de hacer la corte a una chica!», —pensó.
—Le haré saber mi decisión lo antes posible, señor —dijo por fin Lolita.
—¿Sabe usted si permanecerá muchos días el capitán en la hacienda?
Lolita sintió renacer la esperanza en su pecho. ¿Sería posible que Don Diego
estuviera celoso? De ser así, entonces el hombre tenía buena madera. Tal vez el amor
lo haría despertar y se volvería apasionado, como los demás hombres.
—Mi padre le ha dicho que se quede hasta que pueda irse al presidio.
—Ya puede hacerlo ahora. No tiene más que un rasguño.
—¿Regresará usted esta misma noche?

—Debo regresar, aunque es probable que enferme por el viaje. Tengo algunos
asuntos que atender mañana temprano. Los negocios son un fastidio.
—Tal vez mi padre le ofrezca el carruaje para que regrese usted.
—¡Ah! Sería una obra de caridad. En el carruaje se puede dormitar un poco.
—Pero ¿y si lo asalta el bandolero?
—No tengo nada que temer, señorita. ¿Acaso no soy rico? Podría pagarle mi
rescate.
—¿Pagaría usted rescate en lugar de pelear con él?
—Tengo mucho dinero, y solamente una vida, señorita. ¿Obraría yo con cordura
dejando que me hiriera?
—Sería lo más natural en un hombre, ¿no cree usted? —preguntó Lolita.
—Cualquier hombre puede ser valiente a veces, pero solo un hombre inteligente
puede ser sagaz.

Don Diego rio, con una risa forzada, como si le costara mucho trabajo, y se
inclinó para hablar en voz más baja.
En el otro extremo del cuarto, Don Carlos colmaba de atenciones al capitán
Ramón, feliz de que este y Don Diego estuvieron separados por el momento.
—Don Carlos —dijo el capitán—, yo pertenezco a una familia muy distinguida, y
el gobernador me honra con su amistad, como usted sabe. No tengo más que
veintitrés años, y por esa razón no tengo un puesto más elevado. Pero mi futuro está
asegurado.
—Me complace mucho saberlo, señor.
—Hoy por primera vez he visto a su hija, y me siento completamente cautivado
por ella. ¡Qué belleza, qué gracia, que ojos más bellos! Señor, le suplico me conceda
el honor de hacer la corte a su hija.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.11

TRES PRETENDIENTES

MENUDO LÍO. Don Carlos no tenía el menor deseo de enfadar ni a Don Diego De la
Vega ni a un hombre que tenía tan buenas relaciones con el gobernador. ¿Y cómo iba
a evitarlo? Si Lolita no se decidía a aceptar a Don Diego, tal vez se enamoraría del
capitán Ramón. Después de Don Diego, era el mejor partido de la región.
—¿Su respuesta, señor? —preguntaba el capitán.
—Le suplico que no tome a mal lo que voy a decirle —dijo Don Carlos bajando
la voz—. Voy a explicarle cómo está la situación.
—Diga usted, señor.
—Esta misma mañana me pidió Don Diego permiso para cortejar a mi hija.
—¡Vaya!
—Usted sabe que se trata de una familia de abolengo, señor, y no me fue posible
rehusarme. Por derecho, tuve que aceptar. Pero una cosa sí le digo: Lolita no se casa
con nadie, a menos que ella lo quiera. De manera que Don Diego tiene mi permiso;
pero si no logra conquistarla…

—¿Entonces puedo intentarlo yo? —preguntó el capitán.
—Le doy mi permiso, señor. Es verdad que Don Diego tiene grandes riquezas,
pero usted tiene mucha apostura y él… pues es… más bien…
—Comprendo, señor —dijo el capitán riendo—. No es lo que llamaríamos un
caballero valiente y audaz. Y a menos que su hija prefiera riquezas a un verdadero
hombre…
—¡Mi hija hará lo que su corazón le diga, señor! —dijo Don Carlos con orgullo.
—Entonces, ¿el asunto queda entre Don Diego De la Vega y yo?
—Siempre y cuando haga usted las cosas con mucha discreción. No quiero que
suceda nada que pueda provocar la enemistad entre la familia de los De la Vega y la
mía.

—Yo protegeré sus intereses, Don Carlos —declaró el capitán Ramón.
Lolita observaba a su padre y al capitán Ramón mientras Don Diego le hablaba,
sospechando cuál era el tema de conversación. Se sentía halagada, desde luego, de
que un oficial tan guapo la quisiera pretender; sin embargo, no había sentido emoción
alguna cuando lo vio por primera vez.
En cambio, el Zorro la había hecho estremecerse desde los pies hasta la cabeza, y
solo porque le había hablado y había besado su mano. ¡Ay! ¡Si Don Diego se
pareciera más al bandolero! ¡Si encontrara un hombre que combinara la riqueza de
los De la Vega con el temple y el valor del bandido!

Se oyó un tumulto afuera, y con gran escándalo entraron los soldados con el
sargento González a la cabeza. Saludaron al capitán, y el sargento miró atónito la
herida de este.
—Se nos escapó el bandido —informó González—. Lo seguimos durante varios
kilómetros hasta que se desvió hacia la montaña, en donde lo alcanzamos.
—¿Y bien?
—Tiene aliados.
—¿Qué dice usted?
—Diez hombres lo estaban esperando allí, mi capitán. Nos sorprendieron antes de
que nos diéramos cuenta de su presencia. Sostuvimos una batalla muy ruda y herimos
a tres, pero se nos escaparon llevándose a sus compañeros. Como no esperábamos
encontrarnos con una banda, caímos en la trampa.
—En otras palabras, ¡nos las habemos con una banda! —dijo el capitán Ramón
—. Sargento, a primera hora va usted a seleccionar entre sus hombres para formar un
grupo que quedará bajo su mando. Va usted a seguir la pista del Zorro hasta que lo
capturen o lo maten. Voy a añadir un trimestre de mi sueldo a la recompensa del
gobernador, si logra usted capturarlo.


—¡Precisamente lo que había yo deseado! —gritó el sargento González—.
¡Ahora sí perseguiremos a este coyote hasta que caiga! ¡Ahora sí podré enseñarles su
sangre!
—Lo cual sería muy justo, ya que el Zorro ha visto la del capitán —intervino Don
Diego.
—¿Qué dice usted, Don Diego, amigo mío?… Capitán, ¿ha cruzado usted su
espada con el bandido?
—Así es —dijo el capitán—. No hizo usted sino seguir a un caballo entrenado, mi
sargento. El tipo se quedó aquí, encerrado en una alacena, y salió cuando llegué yo.
De modo que deben haberse topado ustedes con otro hombre y sus camaradas en las
montañas. El Zorro me trató en la misma forma en que lo trató a usted en la taberna:
tenía una pistola por si le salía yo demasiado diestro con la espada.
El capitán y el sargento se miraron fijamente a los ojos, ambos pensando qué
tanto habría de mentira en lo que había dicho el otro, mientras que en su rincón, Don
Diego sonreía y trataba de tomar la mano de Lolita sin conseguirlo.

—¡Esto solo se puede arreglar con sangre! —dijo González—. Perseguiré al
bribón hasta que lo mate. ¿Me da usted permiso de escoger a mis hombres?
—Puede usted llevarse los que quiera del presidio —dijo el capitán.
—Sargento González, me gustaría ir con usted —dijo Don Diego repentinamente.
—¡Por todos los santos! Se moriría usted, caballero. Noche y día a caballo, loma
arriba, loma abajo, bajo el sol y el polvo, y con perspectivas de pelea.
—Bien, tal vez será mejor que me quede en el pueblo —asintió Don Diego—.
Pero ha molestado a esta familia, de la cual soy un verdadero amigo. Por lo menos
téngame al tanto. ¿Me hará saber cómo se escapa, si lo hace? Quiero saber, por lo

menos, que anda usted sobre la pista, y en dónde está, para que pueda yo
acompañarlo con el pensamiento.
—Desde luego, caballero… desde luego —respondió el sargento—. Le dejaré ver
la cara del pillo cuando ya esté muerto, ¡se lo juro!
—Qué juramento más horrible, mi sargento. Suponiendo que…
—Quiero decir en caso de que mate yo al bandido, caballero. Mi capitán, ¿regresa
usted esta noche al presidio?
—Sí —respondió Ramón—. A pesar de la herida, puedo montar a caballo.
Se volvió para ver a Don Diego mientras hablaba, esbozando una mueca.
—¡Qué entereza! —dijo Don Diego—. Yo también regresaré a Reina de los
Ángeles, si Don Carlos quiere tener la amabilidad de prestarme su carruaje. Puedo
atar a mi caballo, porque montar otra vez hoy me resulta imposible.
González rio y se fue a la cabeza de la comitiva. 

El capitán Ramón se despidió de
las señoras, miró en forma amenazadora a Don Diego y partió. El caballero habló
nuevamente con Lolita mientras sus padres acompañaban al capitán a la puerta.
—¿Lo pensará usted? —preguntó—. Mi padre volverá a molestarme dentro de
unos días, y me evitaré un regaño si le digo que todo está arreglado. Si se decide
usted a casarse conmigo, dígale a su padre que me lo mande decir con un criado, y yo
inmediatamente arreglaré mi casa para el día de la boda.
—Lo pensaré —dijo Lolita.
—Podríamos casarnos en la misión de San Gabriel, aunque tendríamos que hacer
el viaje hasta allá, y es muy fatigoso. Uno de los frailes de la misión, fray Felipe, ha
sido amigo mío desde la infancia, y me gustaría que él nos dijera el sermón, a menos
que usted tenga otra preferencia. Tal vez podría ir a Reina de los Ángeles y celebrar
la ceremonia en la pequeña iglesia de la plaza.
—Lo pensaré —repitió Lolita.


—Tal vez vuelva yo a visitarla dentro de algunos días, si es que no muero esta
noche. Buenas noches, señorita. Supongo que debo… besar su mano.
—No se moleste usted —respondió Lolita—. Se puede fatigar.
—¡Ah!, muchas gracias. Es usted muy considerada, ya lo veo. Tendré mucha
suerte si me caso con una mujer tan condescendiente.
Don Diego se dirigió hacia la puerta. Lolita corrió a su cuarto, se golpeó el pecho
con las manos y se jaló de los cabellos; estaba demasiado furiosa para llorar. ¡Besar
su mano! El Zorro no lo había ni siquiera sugerido; simplemente lo había hecho. El
Zorro había desafiado la muerte por visitarla. ¡Se había reído mientras peleaba, y se
había escapado por medio de un truco! ¡Ay! ¡Si Don Diego De la Vega fuera la mitad
de lo que era el bandolero!
Oyó cómo se alejaban los soldados a todo galope, y un poco después vio a Don
Diego De la Vega irse en el carruaje de su padre. Entonces salió nuevamente a la sala
en donde estaban sus padres.
—Padre mío, es imposible que me case yo con Don Diego De la Vega —dijo.

—¿Qué es lo que te ha hecho tomar esta decisión, hija mía?
—No sabría decirlo, pero sé que no es el hombre con quien deseo casarme. No
tiene alma; sería un tormento constante vivir con él.
—El capitán Ramón también ha pedido permiso para hacerte la corte —dijo doña
Catalina.
—Es igual, o peor. No me gusta su mirada —respondió la chica.
—Eres demasiado exigente —le dijo Don Carlos—. Si esta persecución dura un
año más, nos convertiremos en limosneros. Te corteja el mejor partido de todas estas
tierras, y lo rechazas. Y no quieres a un oficial de alto rango en el ejército, porque no
te agrada cómo te mira. ¡Piénsalo bien, niña! Una alianza con Don Diego De la Vega
es muy de desearse. Tal vez te agradará más cuando lo conozcas mejor. Y pueda ser
que el hombre despierte. Me pareció ver una llamarada de esperanza esta noche… tal
parece que estaba celoso debido a la presencia del capitán. Si puedes despertar sus
celos…
Lolita rompió a llorar, pero pronto se repuso y se secó los ojos.
—Haré… todo lo que pueda porque me guste —dijo—, pero aún no puedo decir
que seré su esposa.

Una vez más corrió a su cuarto, y llamó a su criada de confianza. Al poco rato la
casa quedó en la más profunda obscuridad. En las chozas de adobe, los indígenas,
sentados alrededor de sus hogueras, se contaban unos a otros los sucesos de esa
noche, cada uno aumentando mayores falsedades que los demás. De la recámara de
Don Carlos Pulido y de su esposa salió un ronquido muy reposado.
Pero Lolita no durmió. Tenía la barbilla recargada en una mano, y miraba por la
ventana hacia las hogueras que se vislumbraban en la distancia. Todos sus
pensamientos eran para el Zorro.
Pensaba en la gracia de su saludo, en la música de su profunda voz, en el roce de
sus labios sobre la palma de su mano.
—Qué lástima que sea un pillo —suspiró—. ¡Cómo amaría yo a un, hombre así!


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.12

UNA VISITA
A LA MAÑANA SIGUIENTE,

 poco después del amanecer, se oyó un gran tumulto en la
plaza de Reina de los Ángeles. Se encontraba allí el sargento González con muchos
soldados, casi todos los que estaban comisionados al presidio local, y se estaban
preparando para salir a caza del Zorro.
La voz del sargento se oía hasta afuera, mientras los hombres revisaban bridas,
botellas de agua y provisiones. El sargento les había ordenado que llevaran poco
equipaje, pues comerían plantas y animales que encontraran a su paso en el campo.
Había tomado muy en serio las órdenes de su capitán: iba a perseguir al Zorro y no
regresaría hasta que lo trajera, o moriría en su intento.
—Clavaré la zalea del tipo a la puerta del presidio, mi amigo —le dijo al
posadero—. Después cobraré la recompensa del gobernador y saldaré mi cuenta
contigo.
—Dios quiera que sea cierto —dijo el posadero.
—¿Qué dices, estúpido? ¿Qué te pague? ¿Temes perder unas cuantas monedas?
—Quise decir que espero en Dios que puedan capturar al bandido —dijo el
posadero, suavizando su mentira.

El capitán Ramón no se había levantado para verlos salir, pues debido a su herida
tenía fiebre; pero la gente del pueblo se agolpó alrededor del sargento y de sus
hombres, haciéndoles mil preguntas, y el sargento se sentía el centro de atracción.
—¡Pronto dejará de existir esta maldición de Capistrano! —Alardeó en voz alta
—. Pedro González anda sobre su pista. ¡Ja! Cuando estemos cara a cara…
La puerta principal de la casa de Don Diego De la Vega se abrió en ese preciso
instante, y Don Diego en persona salió. La gente del pueblo se quedó asombrada,
pues era de madrugada. El sargento dejó caer un bulto que traía en la mano, y
poniendo las manos en la cintura se quedó mirando a Don Diego con sumo interés.
—No se ha acostado usted —exclamó.
—¡Sí, cómo no! —dijo Don Diego.
—¿Y ya se levantó tan temprano? Tiene que explicamos este misterio.
—Con el ruido que hicieron ustedes, hasta los muertos despertarían —dijo Don
Diego.
—No pudimos evitarlo, caballero, ya que estamos cumpliendo órdenes.
—Y qué, ¿no era posible que hicieran sus preparativos en el presidio en vez de
hacerlos aquí en la plaza?, ¿o es que pensaron que no habría bastante gente allí para
darse cuenta de su importancia?

—¡Por todos…!
—¡No lo diga! —ordenó Don Diego—. La verdad es que me levanté temprano
porque tengo que hacer un viaje muy enfadoso a mi hacienda, a varias leguas de aquí,
para inspeccionar los rebaños y los ganados. No se vuelva usted rico, sargento
González; la riqueza exige mucho a un hombre.
—Algo me dice que nunca sufriré por eso —dijo el sargento riendo—. ¿Lleva
usted escolta, mi amigo?
—Dos peones, nada más.
—Si se encuentra con el Zorro, probablemente se lo lleve para pedir un buen
rescate por usted.
—¿Qué, anda en algún lugar entre Reina de los Ángeles y mi hacienda? —
preguntó Don Diego.
—Hace rato llegó un ranchero diciendo que lo habían visto en el camino entre
Pala y San Luis Rey. Nosotros vamos para allá. Como su hacienda queda por el lado
opuesto, es seguro que no se lo encontrará, por ahora.
—Me siento un poco más tranquilo con lo que me dice. ¿De manera que se van
hacia Pala, mi sargento?


—Efectivamente. Trataremos de encontrar una pista lo más pronto posible, y en
cuanto la hallemos lo batiremos. Al mismo tiempo haremos lo posible por encontrar
su guarida. Salimos en el acto.
—Esperaré ansiosamente sus noticias —dijo Don Diego—. Buena suerte.
González y sus hombres montaron, el sargento gritó una orden, y se fueron
galopando a través de la plaza, levantando una enorme polvareda. Tomaron el camino
que iba hacia Pala y San Luis Rey.
Don Diego los siguió con la mirada hasta que ya no se veía más que una pequeña
nube de polvo a lo lejos, y luego llamó a su caballo. Él también montó y se dirigió
hacia San Gabriel. Sus dos criados indios lo siguieron montados en sendas mulas.

Pero antes de partir, Don Diego había enviado el siguiente mensaje a la hacienda
de los Pulido, dirigido a Don Carlos:
Los soldados han salido esta mañana en persecución del Zorro;
se ha informado que el bandolero tiene una banda de pillos a sus
órdenes y es posible que haya pelea. Amigo mío, no hay modo de
decir qué es lo que puede pasar. Me disgusta la idea de que la
persona a quien yo estimo esté en peligro. Me refiero a su hija en
especial, pero también a doña Catalina y a usted. Es más, el bandido
vio a su hija anoche y es muy posible que prendado de su hermosura
quiera verla nuevamente.
Le ruego que se venga inmediatamente a mi casa de Reina de los
Ángeles, y la considere como su casa hasta que se arregle este asunto.
Yo salgo esta misma mañana para mi hacienda, pero he dado órdenes

a mis criados para que dé usted las instrucciones que desee. Espero
verlo aquí a mi regreso, dentro de dos o tres días.
Diego,
Don Carlos leyó la epístola en voz alta a su mujer y a su hija, y luego levantó la
cabeza para ver cómo lo habían tomado. Por su parte, a él no le importaba el peligro,
pero no quería poner a su familia en ningún predicamento.
—¿Qué les parece? —preguntó.
—Hace mucho tiempo que no vamos al pueblo —dijo doña Catalina—. Todavía
me quedan algunas amigas allí. Creo que sería una idea estupenda.
—Pues desde luego que no nos perjudicaría en nada si se supiera que somos
huéspedes de Don Diego De la Vega —dijo Don Carlos—. Y tú, ¿qué piensas, hija?
Era una concesión pedirle su opinión, y Lolita sabía que su padre lo hacía debido
a que Don Diego la cortejaba. Vaciló un poco antes de contestar.
—Yo creo que estaría bien —dijo—. Me gustaría ir al pueblo, pues aquí en la
hacienda ya casi no vemos a nadie. Pero la gente puede pensar que estoy
comprometida con Don Diego.

—¡Tonterías! —dijo Don Carlos—. No tiene nada de particular que visitemos a
los De la Vega, ya que nuestra familia es casi tan noble como la de ellos, y más que
otras.
—Pero se trata de la casa de Don Diego, no de la de su padre. Sin embargo… dice
que estará fuera durante dos o tres días, y podremos regresar cuando él llegue.
—Bien, entonces nos vamos —dijo Don Carlos—. Iré a darle algunas
instrucciones al mayordomo.
Don Carlos salió apresuradamente al patio y tocó la campana para llamar al
mayordomo. Estaba feliz, pues sabía que en cuanto Lolita viera los muebles y la
decoración de la casa de Don Diego, probablemente se decidiría a tomarlo como
marido. Cuando viera los ricos cortinajes, los elegantísimos tapices, los muebles
incrustados de oro y piedras preciosas y se diera cuenta de que ella podría ser la
dueña de todo eso y más… Don Carlos se preciaba de conocer el corazón femenino.


Poco después de la siesta llegó a la puerta una carreta tirada por mulas. Doña
Catalina y Lolita se subieron y Don Carlos montó su mejor caballo y se fue
cabalgando junto a la carreta.
Tomaron la vereda para salir al camino que iba a Reina de los Ángeles.
Se encontraron con algunos conocidos que se quedaban asombrados de ver a la
familia Pulido de viaje, pues era bien sabido que habían perdido su fortuna y que ya
casi no salían a ningún lado. Hasta se había llegado a murmurar que doña Catalina y
Lolita vestían muy pobremente y que alimentaban mal a sus sirvientes, pero que estos
se quedaban solo porque su amo era muy bueno.
A pesar de todo, los tres se sentían muy orgullosos y saludaban a cuantos conocían.

Por fin dieron vuelta en una curva desde donde se podía divisar el pueblo: la plaza
y la iglesia con su cruz a un lado, la posada, las tiendas y algunas residencias de las
más elegantes, tales como la de Don Diego, y, esparcidas por todo el pueblo, las
chozas de los indígenas y de los pobres.
La carreta se detuvo a la puerta de la casa de Don Diego, y varios criados se
apresuraron a dar la bienvenida a los invitados, extendiendo un tapete desde la carreta
hasta la entrada para que las señoras no tuvieran que pisar el polvo del suelo. Don
Carlos pasó primero, después de dar órdenes para el cuidado del caballo, las mulas y
la carreta. Entraron a descansar en la sala y los criados les sirvieron vino y comida.
Después fueron a recorrer la casa; doña Catalina estaba maravillada de todo lo
que veía, a pesar de haber visto muchas casas elegantes.
—¡Pensar que nuestra hija puede llegar a ser la dueña absoluta de todo esto
cuando le de el «sí» a Don Diego! —exclamó.

Lolita no dijo ni una palabra, pero pensó que después de todo no estaría tan mal
casarse con Don Diego. Estaba sosteniendo una batalla en su interior. Por un lado
tenía riquezas, posición social y el bienestar y la fortuna de sus padres, y por marido a
una estatua; por el otro lado estaban los deleites del amor ideal que tanto anhelaba.
No podría dejar esto último hasta que ya no hubiera esperanzas.
Don Carlos salió de la casa y atravesó la plaza para dirigirse hacia la posada, en
donde se encontró con varios caballeros de edad avanzada y empezó a reanudar sus
antiguas amistades, aunque se percató de que ninguno había demostrado mucho
entusiasmo al verlo. Don Carlos se imaginó que temían portarse demasiado amables
con él, sabiendo que había caído de la gracia del gobernador.
—¿Vino usted al pueblo en viaje de negocios? —le preguntó uno de ellos.
—No —respondió de muy buena gana Don Carlos, pues esta era su oportunidad
para congraciarse con ellos—. El Zorro anda suelto, y los soldados lo están
persiguiendo.

—Sí, ya lo sabíamos.
—Es posible que haya una batalla, o algunos asaltos, pues se dice por ahí que el
Zorro tiene una banda de asesinos. Como mi hacienda está aislada podría quedar a
merced del bandido.
—¡Ah! ¿Así es que trajo usted a su familia al pueblo hasta que pase el peligro?
—Yo no había pensado en ello, pero esta mañana Don Diego De la Vega me
mandó suplicar que trajera yo a mi familia a su casa por unos días. Él se fue a su
hacienda, pero regresará pronto.
Al oír esto, algunos de los presentes abrieron los ojos un poco, pero Don Carlos
se hizo el disimulado, y continuó bebiendo.
—Don Diego me fue a ver ayer por la mañana —continuó—. Estuvimos
recordando los tiempos pasados. Por la noche nos visitó el Zorro, de lo cual sin duda
se habrán ustedes enterado, y Don Diego regresó a vernos en cuanto lo supo,
temeroso de que nos hubiera sucedido alguna desgracia.


—¡Dos veces en un día! —exclamó uno de ellos.
—Efectivamente.
—Usted… es decir… su hija es muy bella, ¿no es así, Don Carlos Pulido? Y tiene
diecisiete años, más o menos, ¿no es verdad?
—Dieciocho, señor. Dicen que es bella —admitió Don Carlos.
Volvieron a verse unos a otros. Ya tenían la solución. Don Diego De la Vega
deseaba casarse con Lolita Pulido. Esto quería decir que la fortuna de los Pulido
pronto estaría en auge, y que Don Carlos se acordaría de los que habían conservado
su amistad y despreciaría a los que lo habían abandonado.
Entonces se agruparon todos en torno suyo, preguntándole por las cosechas y los
aumentos que había habido en sus ganados, si sus abejas estaban produciendo tanto
como antes, y si creía que la cosecha de aceitunas sería buena ese año.
Aparentemente, Don Carlos lo tomaba todo con mucha naturalidad. Aceptó el
vino que le ofrecieron y él mismo pagó algunas tandas.

 El posadero corría de un lado
para otro, sirviendo los convites y tratando de hacer cuentas en su mente de lo que iba
a sacar ese día… una tarea demasiado difícil para el gordo.
Cuando se retiró Don Carlos al atardecer, algunos de los caballeros salieron a
dejarlo a la puerta y dos de los más influyentes lo acompañaron hasta la puerta de la
casa de Don Diego. Uno de ellos suplicó a Don Carlos que fuera con su esposa esa
noche a su casa, a charlar y oír música un rato. Don Carlos aceptó de buen grado.
Doña Catalina había estado observando desde la ventana, y estaba radiante
cuando salió a recibir a su esposo a la puerta.
—Todo va bien —dijo él—. Me recibieron con los brazos abiertos y he aceptado
una invitación para esta noche.
—Pero ¿y Lolita? —preguntó Catalina.

—Tendrá que quedarse, desde luego. ¿Crees que no estará bien? Hay como
cincuenta criados en la casa. Y además, ya acepté la invitación, querida.
No podían desechar una oportunidad como esta para rehacer su prestigio, desde
luego, y ambos le dijeron a Lolita los planes para esa noche. Se quedaría en el salón
grande, leyendo un libro de poemas que había encontrado allí, y si le daba sueño se
acostaría en la recámara que ellos le habían escogido. Los criados la cuidarían, y el
mayordomo le serviría todo lo que ella quisiera.
Don Carlos y su esposa fueron a hacer su visita. Media docena de criados les
iluminaron el camino con antorchas, pues no había luna esa noche y amenazaba
lluvia otra vez.
Lolita se acomodó en un sillón, y empezó a leer el libro de versos. Todos los
poemas hablaban de amor y románticas pasiones. Se quedó asombrada al pensar que
Don Diego, siendo tan poco animoso, leyera tales cosas, pues se veía que el libro
había sido muy usado. Se levantó bruscamente de su asiento para ver otros libros y su
asombro fue creciendo cada vez más.

Libros y libros de poetas que cantaban al amor; volúmenes que trataban de
equitación; libros dictados por maestros de esgrima; leyendas de grandes generales y
guerreros.
Estos libros no podían ser de un hombre como Don Diego, se dijo Lolita. Y
después pensó que tal vez soñara con ellos, aunque no en la forma en que aquellos
predicaban. Don Diego era un enigma, pensó por centésima vez; regresó a su asiento
y siguió leyendo poesías.
En esos momentos llamó a la puerta el capitán Ramón.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.13

EL AMOR LLEGA SÚBITAMENTE
EL MAYORDOMO

 corrió a abrir.
—Siento mucho decirle que Don Diego no está en casa, señor —dijo—. Ha ido a
su hacienda.
—Sí, ya lo sabía. Don Carlos, su esposa y su hija están aquí, ¿no es así?
—Don Carlos y su esposa salieron a hacer una visita, señor.
—La señorita…
—Aquí está, naturalmente.
—En ese caso, presentaré mis respetos a la señorita —dijo el capitán Ramón.
—¡Señor! Lo siento, pero la señorita está sola.
—¿Acaso no soy un caballero? —preguntó el capitán.
—Es que… es que no está bien que reciba la visita de un caballero en ausencia de
su madre.
—¿Quién es usted para decirme lo que está bien y lo que está mal? —dijo el
capitán Ramón—. ¡Fuera de aquí, escoria! Si me impides el paso, te castigaré. Sé
algunas cosas de ti.
El mayordomo palideció al oír esto, pues el capitán decía la verdad; con una
palabra lo metería en dificultades y tal vez a la cárcel. Y, sin embargo, sabía que él
tenía razón.
—Pero, señor —protestó.

El capitán Ramón lo hizo a un lado con el brazo izquierdo y a grandes pasos se
dirigió al salón. Lolita se levantó alarmada al verlo en pie frente a ella.
—Señorita, espero no haberla asustado —dijo—. Siento mucho que no estén sus
padres, pero tengo que hablar con usted. Este criado no quería que entrara, pero me
imagino que no le tiene miedo a un hombre con el brazo lastimado.
—No… no está muy bien, ¿verdad, señor? —preguntó la muchacha, un poco
atemorizada.
—Estoy seguro de que no le traerá ningún perjuicio —dijo él.
Atravesó el salón, se sentó en un sillón y se puso a admirar descaradamente la
belleza de Lolita. El mayordomo se acercó.
—¡Tú, vete a la cocina! —le ordenó el capitán Ramón.
—No; déjelo que se quede —suplicó Lolita—. Mi padre se lo ordenó, y se verá en
dificultades si no lo hace.
—Y si se queda, también. ¡Vete!
El criado se retiró.

El capitán Ramón se volvió para mirar a Lolita, y le sonrió. Se jactaba de conocer
bien a las mujeres: les encantaba ver a un hombre dominar a otro.
—Más bella que nunca, señorita —dijo con voz acariciadora—. Me da mucho
gusto poder verla a solas, pues tengo algo que decirle.
—¿Y qué es ese algo, señor?
—Anoche, en la hacienda de su señor padre, le pedí permiso para cortejarla a
usted. Me he prendado de su belleza, y quiero que sea usted mi esposa. Su padre
aceptó, pero me dijo que también Don Diego De la Vega tiene su consentimiento. Así
es que la cosa está entre Don Diego y yo.
—¿Le parece bien hablar de ello, señor? —preguntó ella.
—Desde luego que Don Diego De la Vega no es el hombre que usted necesita —
continuó—. ¿Acaso tiene valor, temple? ¿No es el hazmerreír a causa de su
debilidad?


—¿Habla usted mal de él en su propia casa? —preguntó Lolita, con ojos
centelleantes.
—Digo la verdad, señorita. Y quiero que usted me corresponda. ¿No quiere usted
ser buena conmigo? ¿No puede darme una esperanza de que algún día conquistaré su
corazón y su mano?
—Capitán Ramón, esto es indigno —dijo Lolita—. Esto no se acostumbra entre
personas cabales, y usted lo sabe. Le suplico que se vaya.
—Estoy esperando su respuesta, señorita.
Su orgullo ultrajado se rebeló. ¿Por qué era que a ella no la cortejaban como a
otras señoritas, según la costumbre? ¿Por qué le hablaba este hombre en una forma
tan atrevida? ¿Por qué no se ceñía a los convencionalismos sociales?
—Debe usted irse —le dijo con firmeza—. Esto no está bien, y usted lo sabe.
¿Pretende usted hacerme objeto de las burlas de todos, capitán Ramón? Imagínese lo
que pasaría si viene alguien ahora y nos encuentra así… solos.
—Nadie vendrá, señorita. ¿No puede usted darme su respuesta?

—¡No! —gritó Lolita, tratando de levantarse de su asiento—. No está bien que
me lo pregunte usted. Le aseguro que mi padre sabrá de esta visita.
—Su padre —dijo Ramón burlonamente—. Un hombre que está en desgracia con
el gobernador. Un hombre a quien todos roban por no tener idea de lo que es la
política. No le tengo miedo a su padre. Debería sentirse orgulloso de que el capitán
Ramón se digne mirar a su hija.
—¡Señor!
—No corra usted —dijo, tomándola de la mano—; le he hecho el honor de pedirle
que sea mi esposa.
—¡Hacerme a mí el honor! —gritó Lolita furiosa, casi llorando—. Es al hombre a
quien se le concede el honor cuando lo acepta una mujer.
—Me gusta usted cuando se enfurece —dijo él—. Siéntese… aquí, junto a mí, y
deme su respuesta.
—¡Señor!

—Se casará usted conmigo, por supuesto. Intercederé por su padre con el
gobernador y haré que recobre parte de sus bienes. A usted la llevaré a San Francisco
de Asís, a la casa del gobernador, para que la admiren las personas de abolengo.
—¡Señor! ¡Déjeme usted ir!
—¡Su respuesta, señorita! Ya me ha entretenido bastante.
Bruscamente se retiró de él, lo miró con ojos de furia, sus pequeñas manos
cerradas.
—¿Casarme con usted? —gritó—. ¡Preferiría quedarme soltera toda mi vida,
casarme con un pordiosero, o morir antes que casarme con usted! Me casaré con un
caballero, un gentilhombre, o no me caso ¡Y no puedo decir que usted sea un
caballero!
—Muy bellas palabras en boca de la hija de un hombre que está casi arruinado.
—La ruina no cambiaría la sangre de los Pulido, señor, aunque dudo que sea
usted capaz de comprenderlo, siendo tan vil como es. Don Diego sabrá esto. Es
amigo de mi padre…


—Y se casaría usted con el rico Don Diego, ¿eh?, y arreglaría todos los asuntos
de su padre. No se casaría con un honrado soldado, pero sí se vendería…
—¡Señor! —gritó Lolita.
Esto era más de lo que podía soportar. Estaba sola, no había nadie que pudiera
desagraviarla. Su sangre la obligó a defenderse.
Como la luz de un relámpago, su mano cayó sobre la mejilla del capitán Ramón.
Al retirarla, él la tomó del brazo y la atrajo hacia sí.
—Eso me lo pagará con un beso —le dijo—. Gracias a Dios que una mujer tan
pequeñita se puede manejar con un solo brazo.
Lolita luchaba desesperadamente, pegándole y arañándolo en el pecho, pues no le
llegaba a la cara. Pero él se reía de ella y la apretaba cada vez más, dejándola casi sin
aliento. Por fin le echó la cabeza para atrás y la miró en los ojos.

—Un beso en pago, señorita —dijo—. Me dará mucho placer domar a una mujer
tan brava.
Lolita trató de luchar otra vez, pero ya no pudo. Rogó a todos los santos que la
ayudaran. El capitán rio nuevamente y agachó la cabeza; sus labios se acercaron a los
de ella.
Pero nunca le dio el beso. Lolita empezó a forcejear nuevamente y esta vez logró
retirarse de él. Ramón tuvo que concentrar todas sus fuerzas en su brazo para
acercarla a él. Del otro extremo del cuarto salió una voz profunda y austera.
—¡Un momento, señor! —dijo.
El capitán Ramón soltó a la muchacha y giró sobre sus talones. Parpadeó para
poder penetrar con la mirada en la obscuridad del rincón; oyó que Lolita daba un
grito de alegría.

El capitán Ramón, haciendo caso omiso de la presencia de una dama, dijo una
maldición en voz alta, pues era el Zorro el que se encontraba frente a él.
No se detuvo a pensar cómo era que el bandolero había entrado a la casa; se dio
cuenta de que no portaba su espada, y de que si la hubiera llevado, no la hubiera
podido usar debido a su herida. El Zorro ya venía caminado hacia él.
—Soy un proscrito, pero respeto a las mujeres —dijo la maldición de Capistrano
—. Y usted, un oficial del ejército, no, según veo. ¿Qué está haciendo usted aquí,
capitán Ramón?
—¿Y qué hace usted aquí?
—Oí un grito de mujer, que es todo lo que necesita un caballero para entrar a
cualquier parte, señor. Me parece que usted ha pisoteado todas las leyes de la
decencia.
—Tal vez la señorita también lo haya hecho.

—¡Señor! —rugió el bandolero—. ¡Otro pensamiento como ese, y lo atravieso
con mi espada aunque esté usted herido! ¿Cómo lo castigaré?
—¡Mayordomo! ¡Criados! —gritó de repente el capitán—. ¡Aquí está el Zorro!
¡Les doy una recompensa si lo agarran!
El enmascarado rio.
—No le servirá de nada pedir ayuda —dijo—. Mejor gaste su saliva en rezar.
—Vergüenza debería darle amenazar a un herido.
—Merece usted la muerte, señor, pero me imagino que tendré que perdonarle la
vida. Va usted a ponerse de rodillas y va a pedirle perdón a esta señorita. Después se
irá usted de esta casa, se escabullirá como un canalla, y no dirá una palabra de lo que
ha sucedido aquí esta noche. De lo contrario, le prometo que ensuciaré mi espada
quitándole la vida.
—¡Bah!
—¡De rodillas, señor, inmediatamente! —ordenó el Zorro—. No tengo tiempo
para esperar.


—Soy oficial…
—¡De rodillas! —repitió el Zorro, con voz estruendosa. Saltó hacia adelante
agarrando al capitán Ramón por el hombro ileso, y lo tiró al suelo—. ¡Pronto,
cobarde! Dígale a la señorita que le pide perdón humildemente… claro que ella no se
lo dará, pues es usted demasiado ruin…, y prometa que no volverá a molestarla.
¡Dígaselo, o, por todos los santos, ha dicho usted sus últimas palabras!
El capitán Ramón lo dijo. Entonces el Zorro lo agarró por el cuello, lo alzó, lo
empujó hasta la puerta y finalmente lo arrojó a la obscuridad. Si las botas del Zorro
no hubieran sido tan suaves, se habría lastimado más, tanto física como moralmente.
El Zorro cerró la puerta en los momentos en que el mayordomo entraba corriendo
al cuarto, presa del pánico, para mirar al enmascarado.
—Señorita, espero haberla servido en algo —dijo el bandolero—. Ese truhán no
volverá a molestarla, y si lo hace le juro que sentirá el piquete de mi espada otra vez.

—¡Ah! ¡Gracias, señor, gracias! —dijo Lolita—. Le diré a mi padre la buena obra
que acaba usted de hacer. ¡Mayordomo, sírvale vino!
No le quedaba más remedio al mayordomo que obedecer, pues ella había dado la
orden. Salió apresuradamente del cuarto, reflexionando sobre los tiempos y las
costumbres.
Lolita se acercó al Zorro.
—Señor —le dijo jadeante—, me ha salvado usted de una ofensa. Me ha salvado
usted de la contaminación de los labios de ese hombre. Le ofrezco a usted
voluntariamente el beso que él quería, aunque lo considere usted impropio de una
doncella.
Alzó la cara y cerró los ojos.
—Y no miraré cuando se levante usted la máscara —le dijo.
—Es demasiado, señorita —dijo el Zorro—. Su mano, pero no sus labios.
—Me avergüenza usted, señor. Fui muy atrevida al ofrecérselo, y me rechaza
usted.
—No la avergonzaré —dijo él.
Se inclinó rápidamente, levantando la parte baja de su máscara, y rozó sus labios
en los de ella.
—¡Ah, señorita!, quisiera ser un hombre honrado para poder pedirla abiertamente.
Mi corazón arde de amor por usted.
—Y el mío por usted.
—Esto es una locura. Nadie debe enterarse.
—No me importaría que lo supiera el mundo entero, señor.

—¡Su padre y su fortuna! ¡Don Diego!
—Lo amo a usted.
—¡Su oportunidad para convertirse en una gran dama! ¿Cree usted que no sabía
yo que me hablaba de Don Diego aquella tarde en el patio de su padre? Esto es un
capricho, señorita.
—Es amor, señor, pase lo que pase. Una Pulido no ama dos veces.
—¿Qué otra cosa podría traernos sino angustias?
—Ya lo veremos. Dios es muy bueno.
—Es una locura…
—Pero una locura muy dulce.
La acercó hacia él, inclinó la cabeza. Ella cerró los ojos y aceptó su beso, solo que
esta vez fue un beso más largo. Ella no trató de ver su cara.
—Es posible que sea yo muy feo —dijo él.
—Pero lo amo.
—Desfigurado, señorita…
—De todos modos, lo amo.
—¿Qué esperanzas podemos tener?
—Váyase, señor, antes de que regresen mis padres. Solo diré que me salvó usted
de una ofensa y se fue. Creerán que vino a robar a Don Diego. Y váyase por el
camino del bien. Hágalo por mí, señor; enderece su vida y pida mi mano. 


Nadie le ha
visto la cara, y si se quita usted la máscara para siempre, nadie sabrá de sus culpas.
No es usted un ladrón común y corriente. Yo sé que usted ha robado para vengar a los
indefensos, para castigar a los políticos desalmados y para ayudar a los oprimidos. Yo
sé que usted ha dado a los pobres todo lo que ha robado. ¡Ay, señor!
—Pero aún no he terminado mi tarea, señorita.
—Entonces, termine usted, y que Dios lo proteja, y sé que lo hará. Cuando haya
acabado, regrese. Lo reconoceré comoquiera que venga vestido.
—No esperaré mucho, señorita. Vendré a menudo, porque no podría vivir sin
verla.
—Cuídese usted.
—Lo haré, puesto que ahora tengo doble razón. Nunca me pareció tan dulce la
vida.
El Zorro se fue caminando lentamente hacia atrás. Se volvió y miró a la ventana
más próxima.
—Debo irme —dijo—. No puedo esperar a que traigan el vino.
—No fue más que un pretexto para quedarnos a solas —le confesó Lolita.
—Hasta la próxima vez, señorita, y que sea pronto.
—¡Cuidado, señor!
—Siempre, mi amada. ¡Adiós, señorita!
Nuevamente se cruzaron sus miradas. El Zorro extendió el brazo para despedirse,
se ciñó la capa y saltó por la ventana. Parecía que la obscuridad se lo había tragado.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo. 14

EL CAPITÁN RAMÓN ESCRIBE UNA CARTA
EL CAPITÁN RAMÓN 

se levantó del suelo enlodado donde había caído cuando lo
arrojó el Zorro frente a la puerta de Don Diego, y corrió hacia la vereda que iba al
presidio.
La sangre le hervía en las venas, y tenía la cara morada por la ira. Solo quedaban
en el presidio media docena de soldados, ya que la mayor parte de la guarnición había
partido con el sargento González; y de aquellos seis, cuatro estaban enfermos y dos
hacían la guardia.
De manera que el capitán Ramón se vio imposibilitado de enviar soldados a la
casa de Don Diego para tratar de capturar al bandolero; además, el capitán estaba
seguro de que el Zorro no permanecería en la casa más que unos minutos, pues era
bien sabido que nunca lo hacía, y se marcharía enseguida.
Tampoco quería el capitán Ramón que se supiera que él y el Zorro se habían
encontrado por segunda vez, y que este lo había humillado.

¿Cómo iba a decir que él había insultado a Lolita y que por eso lo había castigado
el Zorro, obligándolo a pedir perdón de rodillas a Lolita, y después lo había sacado a
patadas como a un perro?
El capitán optó por no decir nada de lo ocurrido. Se imaginó, desde luego, que
Lolita se lo contaría a sus padres, y que el mayordomo lo verificaría, pero estaba
seguro de que Don Carlos no tomaría ninguna acción. Don Carlos lo pensaría bien
antes de enfrentarse a un oficial del ejército, estando ya tan mal como estaba con el
gobernador. Lo único que le preocupaba era que se enterase Don Diego, pues si un
De la Vega se ensañaba contra él, le sería muy difícil conservar su puesto.

La ira del capitán Ramón iba en aumento a medida que se paseaba de un lado a
otro de su oficina; pensaba en todas estas cosas y en muchas más. Estaba muy al tanto
en cuestiones políticas, y sabía bien que el gobernador y todos los que lo rodeaban
necesitaban urgentemente más fondos para su vida licenciosa. Habían despojado a
todos aquellos ricos contra quienes existía la más leve sospecha, y recibirían con los
brazos abiertos a una nueva víctima.
¿No podría él sugerirla, y al mismo tiempo reforzar su situación con el
gobernador? ¿Por qué no insinuar que la lealtad de la familia De la Vega para con el
gobernador estaba flaqueando?
Cuando menos, podría hacer una cosa: se vengaría de la burla de que lo había
hecho objeto la hija de Don Carlos Pulido.
El capitán sonrió al pensar en esto, a pesar del coraje que tenía. Pidió papel y
pluma para escribir, y dijo a uno de sus ayudantes que se preparara para hacer un
viaje, pues iba a mandar un mensaje.

Ramón siguió paseando durante algunos minutos, pensando en la mejor manera
de redactar la carta que iba a enviar. Por fin se sentó ante la mesa y dirigió el mensaje
a su excelencia el gobernador, a su residencia de San Francisco de Asís.
He aquí lo que escribió:
Hemos acatado sus instrucciones acerca del bandolero conocido
por el Zorro. Sin embargo, siento mucho informarle que hasta este
momento no hemos capturado al bribón, pero confío en que será
usted indulgente conmigo, considerando que en este caso privan
circunstancias muy especiales.

La mayor parte de mis fuerzas andan persiguiendo a este
individuo, con órdenes estrictas de capturarlo vivo o muerto. Pero el
Zorro no está solo. En algunos lugares de la región se le proporciona
ayuda, y se le permite esconderse, se le dan alimentos, e
indudablemente también caballos.
Ayer visitó la hacienda de Don Carlos Pulido, persona que como
usted sabe, excelencia, le es hostil. Envié a mis hombres y fui yo
personalmente. Mientras mis hombres seguían sus huellas, el Zorro
salió de una alacena de la sala en la casa de Don Carlos y me atacó
por la espalda, hiriéndome en el hombro derecho. Lo combatí hasta
que se asustó y corrió, logrando escapar. Quisiera decirle que Don
Carlos, lejos de cooperar con nosotros, puso algunos obstáculos en
este asunto. Además, cuando llegué a la hacienda, me di cuenta de
que el Zorro había cenado allí.


La hacienda de los Pulido es un lugar excelente para esconder a
un hombre de esa calaña, ya que está algo retirada del camino real.
Me temo que ese sea el escondite del Zorro cuando anda por esos
rumbos, y espero sus instrucciones sobre este punto. También quisiera
añadir que Don Carlos no me mostró mucho respeto, y que su hija
Lolita no podía ocultar su admiración por el bandolero ni su
sarcasmo al ver los esfuerzos de los soldados por capturarlo.
También hay algunos indicios de que una familia muy bien
conocida por estos lugares y poseedora de una gran fortuna, está
flaqueando en su lealtad para con su excelencia, pero se dará usted
cuenta de que no puedo enviarle esta información con un mensajero.
Con el más profundo respeto.

Ramón,
Comandante y Capitán, Presidio de Reina de los Ángeles.
Ramón sonrió nuevamente al terminar la carta. Sabía que el gobernador se
quedaría muy intrigado por el último párrafo. Los De la Vega eran la única familia
rica y conocida en la comarca. En cuanto a los Pulido, el capitán Ramón se imaginaba
muy bien lo que les iba a suceder. El gobernador no vacilaría en ordenar el castigo, y
quizá Lolita se quedaría de pronto sin ninguna protección, imposibilitada para
rechazar los requerimientos de un capitán del ejército.
En seguida se dedicó Ramón a escribir una copia de la carta, con la intención de
enviar una al gobernador y conservar la otra en su archivo, para poderla consultar si
acaso se le ofrecía.
Una vez terminada la copia, dobló y selló el original, lo llevó al cuarto de los
mensajeros, y se lo dio al soldado que había escogido para enviarla.

 Este lo saludó y
salió inmediatamente a montar en su caballo. Cabalgó velozmente hacia el norte,
hacia San Fernando, Santa Bárbara, y San Francisco de Asís. Las órdenes del capitán
de ir a todo galope y cambiar de caballo en cada misión y en cada pueblo, en nombre
de su excelencia, aún le resonaban en los oídos.
Ramón regresó a su oficina, se sirvió un tarro de vino, y se puso a leer
nuevamente la copia de la carta. Le hubiera gustado hacerla más dura, pero sabía que
el tono que había usado era el mejor, pues así el gobernador no creería que estaba
exagerando.
De cuando en cuando dejaba la lectura para maldecir al Zorro, y para reflexionar
en la belleza y en la gracia de Lolita, jurándose a sí mismo que la castigaría por
haberlo tratado en esa forma.
Se suponía que el Zorro estaría muy lejos a esas horas, y aun tal vez alejándose
más de Reina de los Ángeles; pero estaba equivocado, pues la maldición de
Capistrano, como lo llamaban los soldados, no se había ido cuando salió de la casa
de Don Diego De la Vega.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
 Capítulo.15

EN EL PRESIDIO
EL ZORRO

 había caminado unos cuantos pasos por la obscuridad hasta donde estaba
su caballo, detrás de la choza de un indígena, y allí se quedó pensando en el amor que
le acababa de llegar.
Al cabo de unos minutos sonrió, muy complacido, montó sobre su caballo y se
dirigió a paso lento hacia el presidio. Oyó el galopar de un caballo y pensó que el
capitán Ramón había enviado a alguien a llamar al sargento González y a los
soldados para que siguieran una nueva pista.
El Zorro sabía cómo habían quedado las cosas en el presidio. Sabía cuántos
soldados habían quedado, que cuatro estaban enfermos y que solo quedaba un
soldado bueno y sano, aparte del capitán, ya que el otro se había ido.
Sonrió nuevamente e hizo que su caballo subiera por la pendiente a paso muy
lento para no hacer ruido. Se apeó detrás del presidio dejando caer las riendas al
suelo, pues sabía que su caballo no se movería de allí.

Después trepó por la pared del presidio con mucho cuidado hasta llegar a una
ventana. Se subió sobre un montón de ladrillos de adobe y se asomó por la ventana.
Era la oficina del capitán Ramón. Vio al comandante sentado ante una mesa
leyendo una carta, la que parecía que acababa de escribir. El capitán estaba hablando
solo en voz alta, como lo hacen los malvados.
—Esto consternará a la bella señorita —se decía—. Esto la enseñará a no burlarse
de un oficial de las fuerzas de su excelencia. Cuando su padre se encuentre en la
cárcel, acusado de alta traición, y le hayan confiscado todos sus bienes, entonces tal
vez quiera oír lo que tengo que decirle.
El Zorro no tuvo dificultad alguna para distinguir lo que decía el capitán.
Inmediatamente adivinó que el capitán Ramón planeaba la venganza, y que ideaba
muchos males para los Pulido. La cara del Zorro se puso negra de rabia bajo su
máscara.
Se bajó del montón de ladrillos de adobe y se fue deslizando por la pared hasta
que llegó a la esquina del edificio. A un lado de la puerta principal ardía una
antorcha, y el único soldado que quedaba bueno y sano estaba haciendo guardia
frente a la puerta. Llevaba pistola en el cinto y la espada le colgaba a un lado.
El Zorro se detuvo a observar la distancia que recorría el soldado de un lado a
otro. Hizo un cálculo exacto, y justamente al momento en que el soldado se volvió de
espaldas para reanudar su marcha, el Zorro se le echó encima.

Le puso las manos alrededor del cuello y con las rodillas le pegó en la espalda. En
un instante cayeron los dos al suelo, y el guardia, aún sorprendido por el inesperado
ataque, trató de luchar. Pero el Zorro, que quería evitar a toda costa el menor ruido,
pues hubiera sido fatal para él, le pegó en la sien con la culata.
Arrastró al soldado ya inconsciente a la obscuridad, le amarró la boca, las manos
y los pies con tiras que cortó de su sarape. En seguida se ciñó bien la capa, sacó su
pistola y se detuvo un momento para escuchar si la lucha con el soldado había
llamado la atención de alguno. No habiendo oído nada, se deslizó nuevamente hacia
la puerta.
Rápidamente se metió. Estaba en el salón grande de piso de tierra. Había algunas
mesas grandes y montones de tarros y arreos, sillas y bridas. El Zorro miró
rápidamente para cerciorarse de que no había nadie, y con mucha ligereza se dirigió
hacia la puerta de la oficina del comandante.

Se aseguró de que su pistola estuviera lista para acción, y abrió la puerta con
decisión. El capitán Ramón estaba sentado de espaldas a la puerta, giró en su silla,
gruñendo, pues creyó que se trataba de alguno de sus hombres que había entrado sin
tocar, listo para regañarlo.
—No haga el menor ruido, señor —le advirtió el bandolero—. Un suspiro aunque
sea, y muere en el acto.
Sus ojos estaban fijos en los del comandante. Cerró la puerta y avanzó hacia él.
Caminó lentamente, sin hablar, apuntando al comandante con la pistola. El capitán
había puesto las manos sobre la mesa y estaba intensamente pálido.
—Esta visita es muy necesaria, señor mío —dijo el Zorro—. No había venido
antes, porque soy un admirador de la belleza de su faz.


—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el capitán, haciendo caso omiso de la orden
de no hablar, pero haciéndolo casi en secreto.
—Me asomé por la ventana al pasar, señor. Vi una epístola ante usted y lo oí
hablar. No está bien que un hombre hable solo. Si no lo hubiera hecho, hubiera
seguido mi camino. Pero…
—¿Y bien? —preguntó el capitán, con una poca de su arrogancia.
—Quiero leer esa carta.
—¿Acaso le interesan tanto mis asuntos militares?
—En cuanto a eso, no diré, señor. Sírvase quitar las manos de la mesa, pero no
trate de tomar la pistola que tiene a un lado, a menos que quiera morir en este mismo
instante. No me causaría la menor pena mandar su alma al más allá.
El comandante hizo lo que le ordenaba; el Zorro se inclinó cautelosamente y
arrebató la carta. Después se retiró algunos pasos, observando siempre al
comandante.
—Voy a leer esto —le dijo—, pero le advierto que al mismo tiempo lo estaré
vigilando. No haga el menor movimiento, a menos que desee visitar a sus
antepasados.

Leyó rápidamente, y cuando hubo terminado miró fijamente al comandante en los
ojos, sin decir ni media palabra; sus ojos brillaban malévolamente a través de la
máscara. El capitán Ramón empezó a sentirse bastante nervioso.
El Zorro caminó al otro lado de la mesa, observando al capitán, y colocó la carta
sobre la llama de una vela. El papel se prendió, ardió, y las cenizas fueron cayendo al
suelo poco a poco. El Zorro las pisoteó.
—Esta carta no será entregada —dijo—. De manera que usted combate a las
mujeres, ¿no es así, señor? ¡Un oficial muy valiente y un adorno de las fuerzas de su
excelencia! Estoy seguro de que si lo supiera el gobernador, inmediatamente lo
ascendería. Insulta usted a una señorita porque, por el momento, su padre no está bien
con los poderosos; y porque lo rechaza a usted como se lo merece, se dedica a poner
en dificultades a todos los miembros de su familia. En verdad que es una obra muy
digna.
Se acercó un poco más y se inclinó, apuntando su pistola.

—Que no sepa yo que ha enviado usted una carta semejante a la que acabo de
destruir —dijo—. Siento mucho que por ahora no esté usted en condiciones de pelear
conmigo. Mi espada se ofendería si lo matara en este momento; sin embargo, lo haría
con tal de librar al mundo de un tipo tan ruin como usted.
—Qué palabras tan atrevidas a un herido.
—Indudablemente que sanará usted, señor, y yo lo sabré. Cuando haya sanado y
haya recobrado las fuerzas, me tomare la molestia de buscarlo y lo castigaré por lo
que ha tratado de hacer esta noche. Que quede esto bien entendido.
Nuevamente los ojos de ambos ardieron. El Zorro dio unos pasos hacia atrás y se
ciñó bien la capa. De pronto oyeron ruido producido por patas de caballo y arneses, y
la voz ronca del sargento Pedro González.
—¡No se apeen! —les gritó el sargento a sus hombres al llegar a la puerta del
presidio—. Entraré solo un momento a dar un informe, y seguiremos buscando al
bribón. ¡No descansaremos hasta que lo hayamos capturado!

El Zorro echó un vistazo al cuarto, pues se dio cuenta de que ya no podría
escaparse por la puerta principal. Los ojos del capitán brillaron anticipando su
triunfo.
—¡Eh. González! —chilló antes de que el Zorro pudiera impedírselo—. ¡A mí,
González! ¡Aquí está el Zorro!
Y se volvió para ver al bandolero con una mirada desafiante, como diciéndole que
se atreviera ahora a matarlo.
Pero el Zorro no quería disparar su pistola y que el capitán se desangrara; prefería
esperar a que sanara de la herida para atravesarlo con su espada.
—¡Quédese en su sitio! —le ordenó, y corrió a la ventana más próxima.
Pero el sargento González había oído, y ordenó a sus hombres seguirlo. Entró
apresuradamente a la oficina del comandante y la abrió a empujones. Un grito de
rabia se le escapó al ver al enmascarado junto a la mesa, y al comandante sentado con
las manos extendidas.
—¡Por todos los santos, ya es nuestro! —gritó González—. ¡Adentro, soldados!
¡Cuiden todas las puertas! ¡Y las ventanas!


El Zorro se había pasado la pistola a la mano izquierda, y había sacado su espada.
La blandió a uno y otro lado, tirando los candeleros al suelo. El Zorro apagó el único
que quedaba encendido, poniéndole un pie encima, y el cuarto quedó a obscuras.
—¡Luces! ¡Traigan una antorcha! —gritó González.
El Zorro saltó a un lado, contra la pared, por donde se fue deslizando rápidamente
mientras que González y otros dos hombres entraban al cuarto, y otro se quedó de
guardia en la puerta; en el cuarto contiguo, algunos otros soldados corrieron por una
antorcha, tropezándose unos con otros.
Por fin entró un hombre trayendo una antorcha, pero dio un alarido y cayó al
suelo con una espada atravesándole el pecho. La antorcha también cayó al suelo y se
apagó antes de que el sargento pudiera llegar a ella. El Zorro quedó nuevamente en la
obscuridad y no podían encontrarlo.

González echaba maldiciones buscando al hombre que quería matar, y el capitán
le gritaba que tuviera cuidado, y no fuera a clavar su espada equivocadamente en
alguno de los soldados. Los demás soldados andaban como locos dando vueltas por el
cuarto; en esos momentos llegó un soldado con otra antorcha.
La pistola del Zorro se dejó oír, y la antorcha cayó de la mano del soldado. El
bandolero saltó hacia adelante y la apagó a pisotones, retrocediendo nuevamente a la
obscuridad. Cambiaba de posición constante y rápidamente, y escuchaba con mucha
atención la respiración de sus enemigos para saber exactamente en dónde estaban.
—¡Agarren al bribón! —gritó el comandante—. ¿Cómo es posible que un hombre
se burle de todos ustedes?

Y dejó de hablar súbitamente, pues el Zorro lo había agarrado por detrás
tapándole la boca. La voz del Zorro se dejó oír por entre el clamor.
—¡Soldados, aquí tengo a su capitán! Lo llevaré delante de mí y cerraré la puerta.
Voy a atravesar el otro cuarto para salir a la calle. He disparado una pistola, pero su
compañera está apuntando a la cabeza del capitán. Si alguno de ustedes me ataca,
disparo y se quedan sin capitán.
El capitán sentía el frío acero sobre su cabeza, y les gritó a sus hombres que
tuvieran cuidado. El Zorro lo arrastró hasta la puerta, y se volvió de espaldas teniendo
al capitán delante de él, mientras que González y los soldados los seguían tan de
cerca cómo podían, vigilando todos sus movimientos, con la esperanza de agarrarlo
desprevenido.
El Zorro atravesó la sala grande del presidio y llegó a la puerta principal. Le
preocupaban los hombres que estaban afuera, pues sabía que algunos habían cercado
el edificio para cuidar las ventanas. En la puerta seguía ardiendo la antorcha y el

Zorro alzó la mano y la apagó. Pero, a pesar de todo, se vería en gran peligro en
cuanto saliera.
González y los soldados lo seguían de cerca, formando un semicírculo, esperando
una oportunidad para echársele encima. González tenía una pistola en la mano, a
pesar de que públicamente despreciaba tal arma, y esperaba el momento de disparar
sin poner en peligro la vida de su capitán.
—¡Atrás, señores! —ordenó el bandolero—. Necesito más espacio para poder
salir. Eso es, gracias. Sargento González, si no estuviéramos tan disparejos, me
sentiría tentado a pelear con usted y desarmarlo nuevamente.
—¡Por todos los santos…!
—En alguna otra ocasión, mi sargento. ¡Y ahora, atención, señores! Me da pena
decíroslo, pero no tenía más que una pistola. Lo que sentía el capitán en la base de su
cráneo no era sino una hebilla de brida que recogí del suelo. ¿No les parece que es
una broma muy buena? ¡Adiós, señores!
Súbitamente aventó al capitán hacia adelante, y se perdió en la obscuridad, hacia
donde estaba su caballo. Todos los soldados lo seguían en masa; se veían
relampaguear los disparos de las pistolas en la obscuridad y las balas le rozaban la
cabeza. Oyeron la risa del Zorro que parecía venir con la brisa del mar.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.16

LA CAZA QUE FRACASÓ
EL ZORRO 

obligó a su caballo a bajar por la difícil pendiente de la loma; la grava
estaba suelta y un paso en falso sería desastroso. El sargento González era lo
suficientemente valeroso y algunos de sus hombres lo siguieron; los otros galoparon a
izquierda y derecha, con la idea de interceptar el paso del fugitivo cuando llegara
abajo y diera vuelta.
Pero el Zorro se les anticipó y tomó la vereda de San Gabriel a todo galope,
mientras los soldados lo seguían, gritando y disparando de vez en cuando una pistola,
gastando inútilmente balas y pólvora, pues ni capturaban ni herían al bandolero.
Al poco rato salió la luna. El Zorro lo había previsto y sabía que la huida sería
más difícil. Pero su caballo estaba fresco y fuerte, mientras que los de los soldados
estaban fatigados por la dura jornada de ese día, de manera que aún le quedaban
esperanzas.
Unos minutos más tarde, sus perseguidores podían distinguirlo claramente, y el
Zorro oía los gritos del sargento instando a sus hombres para que hicieran correr a sus
caballos a toda velocidad, para poder efectuar la captura. Echó un vistazo hacia atrás
y vio que los soldados se estaban esparciendo para formar una hilera, y los caballos
más frescos se adelantaban a los otros.

Así cabalgaron durante cinco millas; los soldados se conservaban a la misma
distancia, pero no adelantaban. El Zorro estaba seguro de que sus caballos se
debilitarían pronto, mientras que el corcel que él cabalgaba ni siquiera daba señales
de fatiga aún, y se les adelantaría mucho. Solo había un pequeño detalle que le
molestaba: hubiera querido ir en dirección contraria.
Por este lado, las montañas se elevaban bruscamente a ambos lados del camino,
de manera que no podía hacerse a un lado para hacer un gran círculo; ni había otras
veredas que tomar; y si trataba de hacer subir a su caballo, tendría que irse muy
despacio y los soldados se le acercarían lo bastante para dispararle y quizá herirlo.
Así las cosas, siguió cabalgando hacia el frente, ganando un poco de terreno de
vez en cuando. Conocía una vereda que torcía a la derecha dos millas más adelante,
en el valle; siguiéndola, llegaría a un terreno más elevado y podría regresar sobre sus
mismos pasos para despistarlos.
Ya había recorrido una milla cuando se acordó de que había rumores de un
derrumbe que había ocurrido a raíz de una lluvia torrencial que cerraba la vereda; de
manera que aunque llegara allí, no podría seguir ese camino; entonces le vino una
idea por demás atrevida.

Al llegar a una ligera elevación del terreno echó otro vistazo hacia atrás y vio que
los soldados no venían de dos en dos, sino que cabalgaban cada uno por su lado,
esparcidos, y había bastante distancia entre cada uno. Esto saldría muy bien de
acuerdo con su plan.
Se lanzó a una parte donde doblaba el camino y detuvo a su caballo. Volvió la
cabeza del animal hacia dónde venían los soldados y se inclinó en la silla para
escuchar. Cuando oyó el ruido de los cascos de su perseguidor más cercano, sacó su
espada, se enredó los frenos en la muñeca izquierda y de pronto clavó las espuelas
cruelmente a su caballo.
El animal que montaba no estaba acostumbrado a semejante trato, y nunca había
siquiera sentido las espuelas de su amo cuando iban a galope y este quería ir a mayor
velocidad. El caballo brincó como un rayo y se arrojó a la curva cual potro salvaje,
cayendo sobre el enemigo del Zorro.
—A un lado —gritó el Zorro.


El hombre cayó a tierra fácilmente, sin darse cuenta de que era el bandolero el
que regresaba; en cuanto se cercioró, empezó a dar la voz de alarma a sus
compañeros, pero aquellos no le entendían debido al ruido de los cascos.
El Zorro se lanzó sobre el segundo adversario, chocó su espada con él, y siguió
cabalgando. Se arrojó a otra curva, lanzando a otro soldado fuera del camino. El
Zorro se abalanzó hacia el siguiente, pero le falló el truco. Se alegró de que su
adversario también hubiera fallado.
Entonces ya no le quedaba sino el camino recto que seguir; sus adversarios
galopaban tras él, semejando puntos sobre un listón. Los pasó a todos como
maniático, repartiendo cuchilladas a diestra y siniestra. El sargento González, que
venía hasta atrás porque su caballo estaba muy cansado, se dio cuenta de lo que
ocurría y empezó a gritarles a sus hombres. De pronto le pareció que un rayo había
fulminado a su caballo, y él cayó al suelo.
El Zorro había pasado por entre ellos y había escapado. Empezaron a perseguirlo
nuevamente, el sargento a la cabeza, profiriendo maldiciones. Solo que esta vez iban
más lejos de él que antes.

El Zorro adoptó un paso más lento, ya que sabía que podría guardar su distancia,
y se dirigió a la primera vereda, por la cual se fue. Se encaminó hacia un terreno más
elevado y miró hacia atrás para ver a sus perseguidores galopando por la montaña,
perdiéndose en la distancia, pero todavía decididos a capturarlo.
—¡Qué buen truco! —le dijo a su caballo—, pero no debemos hacerlo muy a
menudo.
Pasó por la hacienda de un amigo del gobernador, y tuvo una idea: no sería
remoto que González viniera aquí para conseguir caballos frescos para él y sus
hombres.
Y tenía razón. Los soldados se lanzaron a la calzada, y los perros empezaron a
aullar dándoles la bienvenida. El amo de la hacienda salió a la puerta, alumbrándose
con un candelero.
—¡Andamos cazando al Zorro! —gritó González—. ¡En nombre del gobernador!


Denos caballos frescos.
El amo llamó a los criados, y González y sus hombres se dirigieron con presteza
al corral. Había allí unos caballos magníficos, casi tan finos como el que llevaba el
bandolero, y todos estaban frescos. Rápidamente los soldados quitaron las sillas y las
bridas de sus fatigados caballos, colocándolas sobre los corceles frescos.
Inmediatamente se lanzaron a la vereda para reanudar la persecución. El Zorro les
llevaba bastante ventaja, pero no había más que una vereda por donde irse, y podrían
alcanzarlo.
A tres millas de allí, en la cima de una loma, había una finca que un rico
hacendado sin herederos había donado a la misión de San Gabriel. El gobernador los
había amenazado con expropiárselas, pero no lo había podido hacer, pues los
franciscanos de San Gabriel tenían fama de saber proteger sus propiedades con
firmeza.

El encargado de la hacienda era un tal fray Felipe, un miembro de la orden ya
entrado en años. Bajo su dirección, los neófitos habían convertido la finca en un
negocio muy productivo. Criaban ganado y enviaban grandes cantidades de pieles,
sebo, miel, frutas y vino a las tiendas.
González sabía que esta vereda llevaba a la hacienda, y que un poco más adelante
había otra vereda que se bifurcaba; una parte iba a San Gabriel y la otra a Reina de
los Ángeles, aunque era esta una ruta más larga.
Si el Zorro pasaba de largo por la hacienda, era lógico pensar que tomaría la
vereda que iba hacia el pueblo, ya que si hubiera querido ir a San Gabriel hubiera
seguido el camino por donde iba o dar vuelta y cruzarse con los soldados, arriesgando
su pellejo.
Pero dudaba que el Zorro pasara de largo. Todo el mundo sabía que trataba con
mucha dureza a aquellos que perseguían a los frailes, y era de creerse que todos los
franciscanos le tuvieran cariño y estuvieran dispuestos a ayudarlo.

Los soldados se acercaron a la hacienda y no vieron ninguna luz encendida.
González los detuvo al principio de la calzada, para escuchar, aunque en vano, algún
ruido del Zorro. Se apeó para inspeccionar el camino polvoriento, pero no pudo
distinguir si algún jinete acababa de pasar para entrar en la casa.
Dio algunas órdenes, y los soldados se separaron rápidamente. La mitad se quedó
con el sargento y los otros rodearon la casa, buscando al mismo tiempo en las chozas
de los indígenas y en los establos.
El sargento González se metió a la calzada con los hombres que habían
permanecido con él; obligó a su caballo a subir por los escalones de la terraza, para
demostrar el poco respeto que le merecía el lugar, y llamó a la puerta con la
empuñadura de su espada.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo. 17

EL SARGENTO GONZÁLEZ ENCUENTRA A UN
AMIGO
A LOS POCOS MINUTOS

 se vio una luz por la ventana, y la puerta se abrió de par en
par. Fray Felipe apareció por ella, llevando una vela en la mano. Era un hombre
corpulento, de unos sesenta y cinco años, pero que denotaba haber sido muy fuerte en
su juventud.
—¿Qué ruido es este? —preguntó con voz profunda—. ¿Y por qué sube usted su
caballo a mi terraza, hijo del diablo?
—Andamos a caza del Zorro, fraile; del hombre que llaman la maldición de
Capistrano —dijo González.
—¿Y esperan ustedes encontrarlo en esta humilde casa?
—Se han visto cosas más extrañas. ¡Contésteme, fraile! ¿No ha oído galopar a un
jinete hace unos minutos?
—No he oído nada.
—¿Y no ha venido el Zorro por aquí últimamente?
—No conozco a ese hombre.
—Pero ha oído hablar de él, sin duda.
—He oído decir que ayuda a los oprimidos, que castiga a los explotadores, y que
azota a los salvajes que golpean a los indígenas.
—Usa usted un lenguaje muy liberal, fraile.
—Hablar con sinceridad, es parte de mi naturaleza, soldado.
—Se meterá usted en dificultades con el gobierno, mi querido franciscano.
—No temo a los políticos, soldado.
—No me gusta el tono en que me habla, fraile. Soy capaz de apearme y darle una
muestra de mis latigazos.
—¡Señor! —gritó fray Felipe—. ¡Quítame diez años de encima, y lo arrastro por
el suelo!

—Eso habría que verlo. Pero dejemos eso y vamos al objeto de nuestra visita.
¿No ha visto a un demonio enmascarado que lleva el nombre de «El Zorro»?
—No lo he visto, soldado.
—Haré que mis hombres registren su casa.
—¿Duda usted de mi palabra? —gritó fray Felipe.
—Mis hombres tienen que hacer algo para entretenerse. Lo pueden hacer
registrando la casa. ¿No tiene nada que esconder?
—Conociéndolos como los conozco, sería bueno esconder el vino —dijo fray
Felipe.
El sargento González profirió una maldición, y echó pie a tierra. Los demás
hicieron lo propio y un soldado bajó el caballo del sargento de la terraza y se quedó
cuidándolo.


González se quitó los guantes, metió la espada en su funda, e irrumpió en la casa;
los soldados lo seguían y fray Felipe entró con él protestando por la intrusión.
En un rincón del cuarto estaba un sillón, del cual se levantó un hombre,
colocándose dentro del radio de luz que proyectaba el candelero.
—¡Tan cierto como que tengo ojos, es mi amigo el ronco! —gritó.
—¡Don Diego! ¿Usted aquí? —preguntó sorprendido González.
—He estado en mi hacienda atendiendo algunos asuntos y vine a pasar la noche
con fray Felipe, quien me ha conocido desde que nací. ¡Qué tiempos más turbulentos!
Yo creía que siquiera aquí en esta hacienda, que está algo retirada, podría descansar
por algún tiempo en paz sin oír hablar de sangre y violencia. Pero ya veo que no es
posible. ¿Qué no habrá algún lugar en esta tierra en donde pueda un hombre meditar
y consultar a los músicos y a los poetas?

—¡Pamplinas! —gritó González—. Don Diego, usted es mi amigo de verdad y un
caballero. Dígame, ¿no ha visto al Zorro esta noche?
—No, mi sargento.
—¿No lo oyó pasar aquí?
—No. Pero es posible que pase alguien y que no se oiga nada dentro de la casa.
Fray Felipe y yo hemos estado platicando, y nos íbamos a retirar precisamente
cuando llegaron ustedes.
—¡Entonces el bribón ya pasó y se fue al pueblo por la vereda! —dijo el sargento.
—¿Lo venían siguiendo?
—¡Y cómo! ¡Veníamos sobre sus talones, caballero! Pero al llegar a una curva
nos encontramos con unos veinte hombres de su banda. Nos atacaron tratando de
dispararnos, pero los batimos y seguimos tras el Zorro. Logramos separarlo de sus
hombres para continuar la persecución.
—¿Dice usted que tiene muchos hombres?
—Una veintena; aquí están mis hombres de testigos. ¡Es una mala espina para
mis soldados, pero he jurado agarrarlo!
Y cuando me lo encuentre cara a cara…
—¿Me lo contará después? —preguntó Don Diego frotándose las manos—. ¿Me
hará un relato de cómo se burló de él mientras peleaban, y cómo jugó con él, lo
arrinconó y lo atravesó…?
—¡Por todos los santos! ¿Se burla usted de mí, caballero?

—Es una broma, mi sargento. Y ya que nos entendemos tan bien, tal vez fray
Felipe les obsequie un tarro de vino a usted y a sus hombres. Después de una caza
como la que hicieron, deben de estar muy cansados.
—Nos caería muy bien —dijo el sargento.
En esos momentos entró el cabo para informar que ya habían registrado todas las
chozas y los establos, así como el corral, sin haber encontrado la menor huella del
Zorro o de su caballo.
Fray Felipe les sirvió el vino, aunque con alguna renuencia, y se veía a las claras
que lo hacía solo por complacer a Don Diego.
—¿Y qué piensa usted hacer ahora, mi sargento? —preguntó Don Diego, una vez
que les habían servido a todos—. ¿Va usted a andar de cacería eternamente por toda
la región, levantando todo este alboroto?
—Es evidente que el bribón ha regresado a Reina de los Ángeles, caballero —
respondió el sargento—. Se cree muy listo, sin duda, pero ya sé cuál es su plan.
—¡Ah! ¿Y cuál es?
—Pasará a un lado de Reina de los Ángeles y se irá por la vereda de San Luis
Rey. Sin duda, se tomará un descanso para despistamos, y seguirá su viaje hasta los
alrededores de San Juan Capistrano. 


Allí es donde comenzó su carrera criminal, y por
eso mismo lo llaman la maldición de Capistrano. Sí, se irá a Capistrano.
—¿Y los soldados? —preguntó Don Diego.
—Lo seguiremos con toda calma. Nos iremos para allá, y en cuanto tengamos
noticia de su próxima fechoría, estaremos bien cerca de él y no en el presidio del
pueblo. Encontraremos huellas frescas, y nos será muy fácil ir en su persecución. No
tendremos descanso hasta que lo capturemos, vivo o muerto.
—Y tendrá usted su recompensa —añadió Don Diego.
—Así es, caballero. La recompensa me caerá de perlas. Pero también quiero
vengarme. El maldito me desarmó una vez.
—¡Ah, sí! ¿Aquella vez que le apuntó la pistola a la cara y lo obligó a que

peleara, pero no demasiado bien?
—Exactamente, mi buen amigo. Vaya que si tengo asuntos pendientes con él.
—¡Qué tiempos! —Don Diego suspiró—. Cómo quisiera que terminaran de una
vez. Ya no puede uno dedicarse a la meditación. Hay momentos en que quisiera irme
muy lejos, a las montañas, a donde no haya ningún ser viviente, solo víboras de
cascabel y coyotes, y quedarme allí varios días. Solo así se puede meditar.
—¿Meditar para qué? —gritó González—. ¿Por qué mejor no deja de pensar y se
vuelve hombre de acción? ¡Qué hombre sería usted, caballero, si dejase que sus ojos
centellearan de vez en cuando, y peleara un poco, y mostrara sus dientes una que otra
vez! Lo que usted necesita es hacerse de unos cuantos enemigos.

—¡Líbreme Dios! —gritó Don Diego.
—Es cierto, caballero. ¡Sostenga algunos duelos, hágale el amor a una señorita,
emborráchese! ¡Despierte a la vida y vuélvase hombre!
—¡Por vida de mi alma! Casi logra usted convencerme, mi sargento. Pero no, no
soportaría semejante esfuerzo ni podría correr esos riesgos.
González refunfuñó algo bajo sus bigotazos, y se levantó de su asiento.
—No me simpatiza usted mucho, fraile, pero le doy las gracias por el vino, que
está excelente —dijo—. Debemos continuar nuestro viaje. Los deberes de un soldado
no terminan hasta que muere.
—¡No hable usted de viajes! —gritó Don Diego—. Yo tendré que emprender uno
al amanecer. He terminado mis asuntos en la hacienda, y regreso al pueblo.
—Permítame desearle que sobreviva semejante penalidad —dijo el sargento
González.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.18

DON DIEGO REGRESA
LOLITA tuvo que contar a sus padres, naturalmente, lo que había ocurrido durante su
ausencia, ya que el mayordomo lo sabía y se lo diría a Don Diego a su regreso. Lolita
era lo suficientemente inteligente para saber que es mucho mejor ser la primera en
dar explicaciones.
Había enviado al mayordomo por vino, de manera que aquel no se había enterado
de la escena amorosa que había tenido lugar, y ella le había dicho tan solo que el
Zorro se había ido a toda prisa, lo cual era lógico, ya que lo andaban persiguiendo los
soldados.
De manera que Lolita les dijo a sus padres que el capitán Ramón había estado allí
durante su ausencia; que a pesar de la insistencia del mayordomo de que no podía
entrar porque la señorita estaba sola, había logrado penetrar al salón para hablar con
ella. Tal vez había bebido demasiado, o no se sentía bien a causa de su herida, explicó
Lolita, pero se portó en una forma por demás atrevida, haciéndole la corte de manera
repugnante, y finalmente quiso obligarla a que le diera un beso.
En ese momento, dijo Lolita, el Zorro salió de un rincón de la sala cómo había
llegado hasta allí, no lo sabría decir, y obligó al capitán Ramón a pedirle perdón,
sacándolo después de la casa a puntapiés. Después y aquí omitió parte de los hechos
el Zorro se había despedido haciendo una reverencia muy cortés, y había
desaparecido.

Don Carlos quería tomar su espada para ir inmediatamente al presidio a retar al
capitán Ramón a un duelo a muerte; pero doña Catalina estaba más calmada, y lo
hizo ver que con eso solo lograría que todo el mundo se enterara de que su hija había
sido ofendida, y también perjudicaría aún más su situación si se llegara a saber que
Don Carlos Pulido había sostenido un duelo con un oficial del ejército; por si fuera
poco, Don Carlos ya estaba entrado en años y probablemente el capitán lo mataría al
iniciarse el duelo. Doña Catalina se quedaría viuda, lo cual, naturalmente, no deseaba.
Don Carlos empezó a pasearse por el salón como león enjaulado, muy inquieto y
encolerizado. Hubiera deseado tener diez años menos, o ser poderoso otra vez; se
prometía que en cuanto su hija se casara con Don Diego y él estuviera en buenas
condiciones, haría que degradaran al capitán Ramón.
En su recámara, Lolita escuchaba los desvaríos de su padre, y pensaba en el
problema que tenía encima. Desde luego que ya no podría casarse con Don Diego.
Había entregado su amor y sus labios a otro, a un hombre cuya cara nunca había
visto, un bandido perseguido por los soldados, y había hablado con sinceridad cuando
le había dicho que una Pulido solo amaba una vez.

Trataba de explicárselo todo a sí misma, diciendo que había sido un impulso
generoso el que la había forzado a ofrecerle sus labios al hombre; pero pensó que no
era cierto, que su corazón se había conmovido desde la primera vez que él le habló en
la hacienda de su padre a la hora de la siesta.
No estaba preparada para decirles a sus padres nada acerca del amor que había
entrado en su vida, pues era muy dulce guardar el secreto; y además, le aterrorizaba la
idea de escandalizarlos, y temía que su padre la mandara lejos, donde tal vez nunca
volvería a ver al Zorro.
Miró por la ventana a la plaza, y vio a Don Diego que se acercaba. Cabalgaba
lentamente, como si estuviera sumamente fatigado, y sus dos criados indígenas lo
seguían un poco más atrás.
Algunos hombres lo saludaban a medida que se acercaba a la casa, y él les
contestaba moviendo la mano lánguidamente. Se apeó muy despacio; uno de los
criados le sostuvo la espuela, lo ayudó a bajar y le sacudió el polvo de la ropa. Don
Diego se dirigió a la puerta.
Don Carlos y su esposa se levantaron para recibirlo, radiantes, ya que la noche
anterior habían sido aceptados nuevamente en sociedad, por ser huéspedes de Don
Diego.


—Siento mucho no haber estado aquí cuando llegaron —dijo Don Diego—, pero
confío en que hayan estado a su gusto en mi pobre casa.
—¡Más que a gusto en este magnífico palacio! —exclamó Don Carlos.
—Pues han sido ustedes muy afortunados, porque solo el cielo sabe todas las
incomodidades por las que yo he pasado.
—¿Cómo así, Don Diego? —preguntó doña Catalina.
—En cuanto terminé mi trabajo en la hacienda, me fui a la casa de fray Felipe
para pasar una noche tranquila. Pero ya que íbamos a retirarnos, oímos un tumulto
afuera; y entraron el sargento González y sus hombres. ¡Andaban persiguiendo al
Zorro, pero se les perdió en la obscuridad!
En el cuarto contiguo, una delicada doncella dio gracias al cielo.
—Estamos viviendo una época muy turbulenta —continuó Don Diego,
suspirando y limpiándose el sudor de la frente—. Haciendo gran barullo, se quedaron
los soldados con nosotros más de una hora y después continuaron la caza. Y claro,
con todo lo que dijeron de horror y violencia, tuve una pesadilla espantosa y no
descansé nada. Y por la mañana tuve que continuar el viaje hasta acá.

—Qué momentos tan difíciles está usted pasando, caballero —dijo Don Carlos—.
El Zorro estuvo aquí, en su casa, antes de que lo persiguieran los soldados.
—¿Qué es lo que oigo? —gritó Don Diego, enderezándose en su asiento y
delatando su interés.
—Sin duda vino a robar, o a secuestrarlo a usted para pedir rescate —dijo doña
Catalina—. Pero no creo que se haya robado nada. Don Carlos y yo habíamos salido
a visitar a unos amigos, y Lolita estaba aquí sola. Hay… hay algo desastroso que
debemos decirle.
—Siga usted, se lo ruego —dijo Don Diego.
—Durante nuestra ausencia, vino el capitán Ramón, comandante del presidio. Se
le informó que habíamos salido, pero forzó su entrada y se portó de una manera
detestable con Lolita. El Zorro entró y obligó al capitán a pedirle perdón y después lo
echó de la casa.

—¡Bueno, eso es lo que se llama un bandido gentil! —exclamó Don Diego—.
¿Ha sufrido mucho Lolita a causa del incidente?
—No, nada —dijo doña Catalina—. Ella opina que tal vez el capitán había bebido
demasiado. La llamaré.
Doña Catalina fue a la puerta de la recámara y llamó a su hija. Lolita entró al
salón y saludó a Don Diego.
—Me siento apenadísimo de saber que recibió usted una ofensa en mi casa —dijo
Don Diego—. Pensaré bien en este asunto.
Doña Catalina hizo una seña a su esposo, y ambos se fueron a sentar al otro
extremo del salón para que la joven pareja pudiera quedarse un poco a solas; esto
complació a Don Diego, pero no así a Lolita.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.19

EL CAPITÁN RAMÓN SE DISCULPA
—¡EL CAPITÁN RAMÓN es una bestia! —dijo Lolita en voz baja.
—Es un tipo que no vale la pena —asintió Don Diego.
—Él… es decir… trató de besarme —dijo ella.
—Y usted no se lo permitió, desde luego.
—¡Señor!
—Yo… ¡Caramba!, no quise decir eso. Desde luego que no lo dejó. Espero que lo
haya usted abofeteado.
—Así fue —dijo Lolita—. Y entonces quiso luchar conmigo, y me dijo que no
fuera tan remilgosa, ya que no era sino la hija de un hombre que había caído de la
gracia del gobernador.
—¡Vamos, pero qué bruto más endemoniado!
—¿Es todo lo que tiene usted que decir, caballero?
—No puedo decir malas palabras delante de usted, señorita.
—¿Pero es que no comprende usted? Ese hombre entró en su casa, y ofendió a la
mujer a quien usted ha pedido por esposa.

—¡Maldito bribón! La próxima vez que vea al gobernador le pediré que lo
traslade lejos de aquí.
—¡Ay! —gritó Lolita—. Pero ¿no, tiene usted bríos? ¿Hacer que lo trasladen? Si
fuera usted un hombre formal, Don Diego, iría al presidio, le pediría cuentas al
capitán Ramón, y lo mataría; después llamaría a todo el mundo para decirles que
nadie insulta a la doncella a quien usted admira, sin pagar las consecuencias.
—Pero es que sostener un duelo significa un esfuerzo tan grande —dijo—. No
hablemos de violencias. Tal vez vea yo al capitán para reprocharle su actitud.
—¡Reprocharle! —gritó Lolita.
—Hablemos de otra cosa, señorita. Hablemos del asunto que estuvimos tratando
el otro día. Muy pronto me volverá a preguntar mi padre sobre mi matrimonio. ¿No
podremos arreglar esto en alguna forma? ¿Ha pensado usted en la fecha?
—No he dicho que me casaré con usted —respondió ella.
—¿Para qué lo posponemos? —preguntó él—. ¿Ha visto usted mi casa? Le haré
lo que usted quiera, se lo aseguro. La podrá amueblar a su gusto, pero le ruego que no
la cambie demasiado, porque me disgusta el desorden. Tendrá usted una carroza
nueva y todo lo que desee.
—¿Es así como hace usted la corte? —preguntó Lolita, mirándolo de reojo.

—¡Qué fastidioso es cortejar! —dijo él—. ¿Tengo que tocar la guitarra y
pronunciar bellos discursos? ¿No puede usted darme su respuesta sin pasar por todas
esas tonterías?
Lolita estaba comparando a este hombre con el Zorro, y decididamente la
comparación no le hacía ningún favor a Don Diego. Ya quería terminar con esta farsa,
y no volver a ver a Don Diego… solo al Zorro.
—Tengo que hablarle con franqueza, caballero —le dijo—. He buscado bien en
mi corazón, y sé que no siento amor por usted. Me apena, pues sé lo que este
matrimonio significaría para mis padres, y aun para mí, desde el punto de vista
económico. Pero no puedo casarme con usted, Don Diego, y es inútil que me lo pida.
—¡Bueno, por todos los santos! Yo creía que ya estaba todo casi arreglado —dijo
Don Diego—. ¿Ha oído usted, Don Carlos? Su hija dice que no puede casarse
conmigo, que su corazón no se lo permite.
—¡Lolita, vete a tu recámara! —exclamó doña Catalina.
La chica obedeció de mil amores. Don Carlos y su esposa se apresuraron a
sentarse junto a Don Diego.
—Me temo que no comprenda usted a las mujeres, amigo mío —dijo Don Carlos
—. Nunca hay que tomar su respuesta como definitiva. Son muy volubles y cambian
de opinión con facilidad. Les gusta traer a los hombres bailando como títeres;
dejarlos helados con un desprecio y después ardiendo de pasión. Déjela que haga sus
caprichos, amigo. Estoy seguro de que el triunfo será suyo.


—¡Pero no comprendo! —gritó Don Diego—. ¿Qué hago ahora? Le dije que le
daría todo lo que su corazón anhelara.
—Me imagino que su corazón anhela amor —dijo doña Catalina, con verdadera
sapiencia femenina.
—Desde luego que la amaré y la protegeré. ¿O no es eso lo que prometen los
hombres en la ceremonia? ¿Rompería su palabra un De la Vega en algo tan sagrado?
—Muéstrese usted apasionado —dijo Don Carlos.
—¡Pero es tan fastidioso…!
—Algunas palabras dulces, tomarle la mano de vez en cuando, uno que otro
suspiro, una mirada lánguida…
—¡Pamplinas!
—Es lo que toda doncella espera. No hablen de matrimonio en algún tiempo…
deje que se acostumbre a la idea.
—Pero mi augusto padre puede llegar cualquier día al pueblo para preguntarme
cuándo me caso. En realidad, me ha ordenado que lo haga.
—Sin duda que su padre comprenderá —dijo Don Carlos—. Dígale que doña
Catalina y yo estamos de parte de usted, y que, además, le place mucho tratar de
conquistar el corazón de Lolita.
—Creo que deberíamos regresar a la hacienda mañana —dijo doña Catalina—.
Lolita ya ha visto su magnífica residencia, y seguramente que la va a comparar con la

nuestra. Comprenderá lo que significa el matrimonio con usted. Además, hay un
adagio muy viejo que dice que cuando un hombre y una doncella están lejos el uno
del otro, se encariñan más.
—No quisiera que se fueran ustedes tan pronto.
—Dadas las circunstancias, creo que es lo mejor. Vaya usted por allá dentro de
unos tres días, caballero, y estoy seguro de que la encontrará más dispuesta a
escucharlo.
—Usted sabe mejor que yo lo que debo hacer —dijo Don Diego—. Pero deben
ustedes quedarse aquí hasta mañana. Yo voy ahora mismo al presidio a ver al capitán
Ramón. Creo que eso le gustará a Lolita. Ella opina que debo pedirle cuentas.
Don Carlos pensó que semejante cosa resultaría desastrosa para un hombre que
no practicaba esgrima y no sabía nada de duelo, pero permaneció callado. Un
caballero nunca debía expresar sus pensamientos en tales momentos. Aunque supiera
que un hombre iba a la muerte segura, se le dejaba, siempre que aquel estuviera
seguro de lo que estaba haciendo, y sucumbiera como debe morir todo caballero.
Don Diego salió de la casa y se fue caminando lentamente hacia el presidio. El
capitán Ramón le vio venir, preguntándose cuál sería el motivo de su visita; al pensar
en un duelo con Don Diego, murmuró algo entre dientes.
Pero lo recibió de la manera más cortés cuando entró a su oficina.
—Me siento orgulloso de recibirlo aquí —dijo, haciendo una profunda reverencia
ante el vástago de los De la Vega.

Don Diego contestó el saludo, y se sentó en la silla que le ofreció el capitán
Ramón. Este se quedó atónito al ver que Don Diego no portaba espada.
—Me vi obligado a subir por esta maldita loma para hablarle de cierto asunto —
dijo Don Diego—. Me han dicho que visitó usted mi casa durante mi ausencia, y que
insultó a una dama, que es mi huésped.
—¿Si?
—¿Estaba usted tomado?
—¿Dígame?
—Eso lo disculparía en parte, naturalmente. Y, además, estaba usted herido, y
probablemente afiebrado. ¿Tenía usted calentura, capitán?
—Indudablemente —dijo Ramón.
—La fiebre es algo espantoso; yo tuve un ataque una vez. Pero no debería usted
haber molestado a la señorita. No solamente la ofendió a ella, sino que a mí también.
Le he pedido a la señorita que se case conmigo. Esto… hum… no está arreglado aún,
pero me siento con algunos derechos.


—Entré en su casa en busca de noticias del Zorro —mintió el capitán.
—¿Lo… lo encontró usted? —preguntó Don Diego.
El comandante enrojeció.
—Se encontraba allí y me atacó —respondió—. Yo estaba herido, claro, y no
portaba armas, de modo que hizo lo que quiso conmigo.
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—Qué cosa tan notable —observó Don Diego—, que ninguno de ustedes se
encuentre a esta maldición de Capistrano en igualdad de circunstancias. Siempre los
ataca cuando están indefensos, o los amenaza con una pistola mientras combate con
espada, o está rodeado por sus hombres. Anoche me encontré al sargento González y
a sus hombres en la hacienda de fray Felipe, y el sargento nos contó una horripilante
historia del bandolero y de sus hombres: atacaron a los soldados y los hicieron que se
dispersaran.
—Pero hemos de capturarlo —prometió el capitán—. Y permítame que le haga
notar algunos detalles muy significativos, caballero. Como usted sabe, Don Carlos
Pulido no está en buenos términos con el gobierno. El Zorro estaba en la hacienda de
los Pulido, recuerde usted, y me atacó al salir de una alacena.
—¡Ah! ¿Qué quiere usted decir?

—Anoche se encontraba en casa de usted, estando los Pulido de huéspedes y
mientras usted andaba fuera. Me parece que Don Carlos tiene algo que ver con el
Zorro. Casi estoy convencido de que Don Carlos es un traidor y ayuda al pillo.
Piénselo mucho antes de unirse en matrimonio con la hija de tal hombre.
—¡Por todos los santos, qué sermón! —exclamó Don Diego, en tono de
admiración—. Me da vueltas la cabeza. ¿Pero, usted cree realmente que así sea?
—Sí, lo creo, caballero.
—Bien, los Pulido regresan a su hacienda mañana, según creo. Yo solo les ofrecí
mi casa con objeto de que no estuvieran cerca de donde el Zorro comete sus
fechorías.
—Y el Zorro los siguió al pueblo. ¿Lo ve usted?
—¿Será posible? —exclamó Don Diego—. Tendré que pensar mucho en ello.
¡Ah! ¡Qué tiempos tan agitados! Pero regresan a su hacienda mañana. Desde luego
que no quiero que su excelencia piense que protejo a un traidor.
Se levantó de su asiento, hizo una reverencia, y con pasos lentos caminó hacia la
puerta. De pronto recordó algo y se volvió a ver al capitán.
—¡Ah! ¡Por poco me olvido de la ofensa! —exclamó—. ¿Qué me dice usted de lo
de anoche?

—Desde luego, caballero. De la manera más humilde, le pido mil perdones —
respondió el capitán Ramón.
—Me imagino que tendré que aceptar su disculpa. Pero, por favor, que no vuelva
a suceder. Asustó usted mucho a mi mayordomo, y es un criado excelente.
Don Diego hizo otra reverencia y salió del presidio. El capitán rio a carcajadas un
buen rato, tanto, que los enfermos del hospital creyeron que su capitán se había
vuelto loco.
—¡Qué hombre! —exclamó el capitán—. Creo que lo he alejado de la señorita
Pulido. Fue una tontería de mi parte insinuarle al gobernador que tal vez era un
traidor. Tendré que rectificar ese error en alguna forma. ¡Este hombre no tiene
suficiente energía para ser traidor!


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.20

DON DIEGO SE MUESTRA INTERESADO
LA LLUVIA que había estado amenazando, no cayó ese día ni por la noche; a la
mañana siguiente, el sol brillaba esplendoroso, el cielo estaba azul y por doquiera se
percibía el perfume de las flores.
Poco después del desayuno, la carroza de los Pulido llegó a la puerta principal de
la casa; Don Carlos, su esposa y su hija se dispusieron a partir para su hacienda.
—Me desconsuela pensar que no habrá boda entre la señorita y yo —dijo Don
Diego—. ¿Qué le diré a mi padre?
—No pierda usted las esperanzas, caballero —le aconsejó Don Carlos—. Tal vez
cuando ya estemos de regreso en nuestra hacienda compare Lolita nuestra humilde
morada con las riquezas de su casa, y cambie de opinión. Una mujer cambia de
opinión tan a menudo como de peinado.
—Yo había pensado que para estas fechas ya estaría todo arreglado —dijo Don
Diego—. ¿Usted cree que todavía haya esperanzas?
—Espero que sí —dijo Don Carlos, aunque lo dudaba al recordar los ojos de
Lolita. Sin embargo, cuando llegaran a su casa se proponía hablarle muy seriamente,
e incluso era posible que optara por insistir en su obediencia para escoger marido.
Se dijeron las palabras acostumbradas de cortesía, y la carroza emprendió la
marcha con su caminar lento y pesado. Don Diego De la Vega entró nuevamente a la
casa, triste y cabizbajo, como siempre que se tomaba la molestia de pensar.

Al poco rato decidió ir en busca de compañía; salió de la casa, cruzó la plaza y
entró a la taberna. El posadero se apresuró a darle la bienvenida, lo guio a un sitio de
preferencia junto a una ventana, y fue a traer vino sin que Don Diego tuviera que
pedírselo.
Don Diego se pasó casi una hora mirando hacia la plaza, observando a los
hombres y mujeres que iban y venían, a los indios que trabajaban afanosamente, y de
cuando en cuando echaba un vistazo a la vereda que iba a San Gabriel.
A poco vio bajar, por esta misma vereda, a dos jinetes; entre los dos caballos
caminaba un tercer hombre, y Don Diego vio que el hombre iba atado con cuerdas
que iban de su cintura a las sillas de ambos jinetes.
—En el nombre de Dios, ¿qué es lo que tenemos aquí? —exclamó, levantándose
de la banca y acercándose a la ventana para ver mejor.
—¡Ah! —le dijo el posadero sobre su hombro—. Debe ser el prisionero que llega.
—¿Prisionero? —dijo Don Diego, mirándolo inquisitivamente.
—Un indígena nos trajo la noticia hace rato, caballero. Otro fraile que cae en la
red.


—¡Explícate, gordo!
—Ese hombre tendrá que presentarse inmediatamente ante el magistrado para que
lo juzguen. Dicen que estafó a un comerciante en pieles y ahora tiene que pagar por
ello. Quería que lo juzgaran en San Gabriel, pero no se lo permitieron, ya que por allá
todos son partidarios de las misiones y de los frailes.
—¿Quién es él? —preguntó Diego.
—Lo llaman fray Felipe, caballero.
—¿Qué dices? Fray Felipe es un anciano y muy amigo mío. Anteanoche dormí en
su hacienda.
—Sin duda que ha abusado de usted, caballero, como lo ha hecho con muchos
otros —dijo el posadero.
Entonces sí mostró su interés Don Diego. A gran prisa salió de la taberna y se
dirigió a la oficina del magistrado, que quedaba en una pequeña casa de adobe frente
a la plaza. Los jinetes iban llegando en ese momento con el prisionero. Se trataba de
dos soldados que habían estado de servicio en San Gabriel, y los frailes los habían
tenido que alojar y alimentar en nombre del gobernador.
Era fray Felipe. Lo habían obligado a caminar durante todo el trayecto amarrado a
las sillas de los soldados, y se veían indicios de que los jinetes habían galopado
algunos trechos para probar la resistencia del fraile.

El hábito de fray Felipe estaba hecho jirones, cubierto de sudor y polvo. La gente
empezó a rodearlos, mofándose de él, pero fray Felipe tenía la cabeza alta y se hacía
el disimulado.
Los soldados desmontaron y lo obligaron a entrar a la oficina del magistrado; la
gente se agrupó tratando de entrar. Don Diego vaciló un momento, y después dio
unos pasos hacia la puerta.
—¡Abran paso, escoria! —gritó, y los indígenas lo dejaron pasar.
Entró escurriéndose por entre el gentío. El magistrado lo vio y le suplicó que se
sentara en la primera fila. Pero Don Diego no tenía intenciones de sentarse.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó—. Este es fray Felipe, un religioso y mi
amigo.
—Es un estafador —replicó uno de los soldados.
—Si lo es, entonces no podemos confiar en ningún hombre —dijo Don Diego.
—Todo esto es muy irregular, caballero —insistió el magistrado, adelantándose
—. Se ha dado preferencia a los cargos, y se juzgará aquí a este hombre.
Don Diego se sentó, y se reunió la corte.


El hombre que había presentado la queja tenía cara de malvado. Dijo que era
comerciante en pieles y sebo, y que tenía una bodega en San Gabriel.
—Fui a la misión que dirige este fraile y le compré diez pieles —dijo—. Le pagué
con moneda y llevé las pieles a mi bodega. Una vez allí me di cuenta de que no
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estaban bien curtidas; mejor dicho, estaban completamente echadas a perder. Regresé
a la hacienda, se lo dije al fraile y le pedí que me devolviera mi dinero, pero él se
rehusó.
—Las pieles estaban buenas —dijo fray Felipe—. Le dije que le devolvería su
dinero cuando me trajera las pieles.
—Estaban podridas —dijo el comerciante—. Mi ayudante puede decirlo.
Apestaban, y mandé que las quemara inmediatamente.
El ayudante asintió.
—¿Tiene algo que decir, fraile? —dijo el magistrado.

—No me serviría de nada —dijo, fray Felipe—. Ya me han declarado culpable y
me han sentenciado. Si fuera yo adicto a un gobernador licencioso en lugar de ser un
franciscano, las pieles hubieran estado buenas.
—¿Hablaba usted de traición? —gritó el magistrado.
—Digo la verdad.
El magistrado frunció el ceño y arrugó los labios.
—Ya ha habido demasiadas estafas —dijo por fin—. El hecho de que un hombre
vista de hábito, no da derecho a robar impunemente. En este caso, considero que es
necesario sentar un precedente para que sepan los frailes que no pueden abusar de su
profesión. El fraile deberá pagar el precio de las pieles a este hombre. Por la estafa se
le castigará con diez latigazos en la espalda, y cinco latigazos más por las palabras de
traición que profirió. Esa es la sentencia.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.21

LA FLAGELACIÓN
LOS INDÍGENAS gritaron palabras burlonas y aplaudieron. Don Diego palideció; por
un instante se cruzó su mirada con la de fray Felipe, y en los ojos de este vio una total
resignación.
Se desalojó la oficina, y los soldados se llevaron a fray Felipe al sitio de ejecución
en el centro de la plaza. Don Diego vio al magistrado sonreír sarcásticamente y se dio
cuenta de que el jurado había sido una farsa.
—¡Qué tiempos tan turbulentos! —dijo a un caballero conocido suyo que estaba
junto a él.
Los soldados rasgaron el hábito de fray Felipe, y amarraron a este a un poste.
Pero el fraile había sido un hombre muy fuerte en su juventud y todavía le quedaba
algo en la vejez; de pronto pensó en la ignominia que tendría que soportar.
Súbitamente hizo a un lado a los soldados y se inclinó para recoger el látigo del
suelo.
—¡Me han quitado el hábito! —gritó—. ¡Ahora soy un hombre, no un fraile! ¡A
un lado, perros!
Chasqueó el látigo y le dio a un soldado en la cara y a dos indígenas que se
abalanzaron sobre él. En un segundo, todo el gentío se le echó encima tirándolo al
suelo, pateándolo y pegándole, haciendo caso omiso de las órdenes de los soldados.
Don Diego De la Vega se sintió impelido a actuar. A pesar de su carácter apacible,
no podía dejar que trataran así a su amigo. Se lanzó al centro de donde estaba el
gentío, gritando a los nativos que despejaran. En eso sintió que una mano le agarraba
el brazo; se volvió y vio al magistrado.

—Estas cosas no son para un caballero —le dijo el juez en voz baja—. Se ha
sentenciado al hombre con justicia. Si usted levanta una mano para ayudarlo, es como
si la levantara en contra de su excelencia. ¿Ha pensado en eso, Don Diego De la
Vega?
Evidentemente, Don Diego no lo había pensado. Al mismo tiempo se dio cuenta
de que en nada podría ayudar a su amigo si se interponía en este momento. Asintió
con la cabeza y se retiró de la escena.
Pero no llegó muy lejos. Los soldados habían apaciguado a fray Felipe y lo
estaban amarrando al poste de flagelación. Esto era un insulto más, ya que dicho
poste se usaba exclusivamente para los delincuentes más viles. El látigo voló por el
aire, y Don Diego vio salir la sangre de la espalda desnuda de fray Felipe.


Volvió la cara para otro lado, pues no soportaba ver más. Pero podía contar los
azotes por el zumbido que hacía el látigo al cortar el aire; fray Felipe, orgulloso pese
a sus años, no emitía la menor queja, y Don Diego sabía que moriría sin hacerlo.
Oyó las risas del populacho y volvió; la flagelación había terminado.
—El dinero deberá ser devuelto dentro de dos días, o se le darán quince azotes
más —decía el magistrado.
Los soldados desataron a fray Felipe, y este cayó exánime al pie del poste. La
muchedumbre se fue retirando poco a poco. Dos frailes que habían seguido a su
hermano desde San Gabriel ayudaron a fray Felipe a levantarse. Don Diego De la
Vega regresó a su casa.
—Mándame a Bernardo —le dijo a su mayordomo.
El mayordomo se mordió los labios para no reír y se fue a cumplir las órdenes de
su amo. Bernardo era un criado indígena sordomudo a quien empleaba Don Diego en
quehaceres especiales. Un minuto después entró al salón y se inclinó ante su amo.
—Bernardo, eres una joya —dijo Don Diego—. No hablas ni oyes, no sabes leer
ni escribir, y no tienes la suficiente inteligencia para expresarte por medio de señas.
Eres el único hombre en todo el mundo a quien puedo hablar sin que me responda
con un sermón. No te burlas de mí cada vez que abro la boca.
Bernardo movió la cabeza como sí entendiera. Siempre lo hacía cuando se
quedaban quietos los labios de Don Diego.

—Vivimos en una época muy turbulenta, Bernardo —continuó Don Diego—. Ya
no hay ni un rincón en donde pueda meditar un hombre. Aun a casa de fray Felipe
llegó un sargentote golpeando la puerta. ¡Qué situación para un hombre nervioso! Y
la flagelación de fray Felipe… Bernardo, esperemos en Dios que el Zorro, que es el
que castiga a los que obran injustamente, se entere de este asunto y proceda en alguna
forma.
Bernardo volvió a mover la cabeza.
—Por mi parte, estoy metido en un buen lío —prosiguió Don Diego—. Mi padre
me ha ordenado que me case, y la señorita que escogí no quiere ni verme. Mi padre
me va a dar una buena. Bernardo, es tiempo que me vaya yo del pueblo por unos días.
Iré a la hacienda de mi padre, a decirle que todavía no tengo con quien casarme, y
pedirle que sea indulgente conmigo. Y allí, por las montañas que están detrás de la
hacienda, espero encontrar un lugar en donde descansar y leer poesías un día entero
sin que me molesten bandoleros, sargentos ni magistrados. Tú, Bernardo, me
acompañarías, desde luego. A ti sí puedo hablarte sin que me interrumpas.
Bernardo movió la cabeza nuevamente. Ya había adivinado de lo que se trataba.
Don Diego tenía la costumbre de hablarle así durante largo rato, y después se iban de
viaje. A Bernardo le gustaba mucho la idea, pues adoraba a Don Diego y le gustaba ir
a la hacienda de su padre, donde lo trataban con mucha dulzura.
El mayordomo había estado escuchando en el otro cuarto, y dio las órdenes
necesarias para que prepararan el caballo de Don Diego; él mismo sacó una botella de

vino y agua para su amo.
Al poco rato salió Don Diego. Bernardo le seguía en una mula. Cuando iban por
el camino se encontraron una pequeña carreta, junto a la cual caminaban dos
franciscanos. En la carreta iba fray Felipe, tratando de contener sus quejidos.
Don Diego se apeó cuando se detuvo la carreta. Dio unos pasos y tomó las manos
de fray Felipe.
—Pobre amigo mío —dijo.
—Otro caso de injusticia —dijo fray Felipe—. Veinte años hace que sufren esto
las misiones, y cada vez es peor. Fray Junípero Serra invadió estas tierras cuando
otros hombres no se atrevieron; en San Diego de Alcalá construyó la primera misión,
y de allí se formó una cadena, dando así un imperio al mundo. Nuestro error consistió
en extendernos demasiado y prosperar. Mientras nosotros trabajamos otros se llevan
los frutos.
Don Diego asintió, y fray Felipe prosiguió:
—Empezaron por quitarnos las tierras de nuestras misiones, tierras que habíamos
cultivado, que antes no eran más que montes y que mis hermanos transformaron en
jardines y huertos. Nos despojaron de nuestros bienes seculares. Y por si fuera poco,
ahora nos persiguen. El imperio de las misiones está condenado a muerte, caballero.
No tardaremos en ver caer desmoronadas las misiones. Algún día la gente verá las
ruinas y se preguntará qué pasó. Y a nosotros no nos queda sino resignarnos. Es uno
de nuestros principios. Me olvidé de ello por un momento al tomar el látigo y azotar a
un hombre. Nuestro sino es resignarnos.


—A veces —musitó Don Diego— me gustaría ser un hombre de acción.
—Es usted comprensivo, amigo mío, y eso vale oro. Una acción mal expresada es
peor que una que no se expresa. ¿Adónde va usted?
—A la hacienda de mi padre, amigo mío. Debo pedirle perdón humildemente y
suplicarle que sea indulgente conmigo. Me ha ordenado que consiga una esposa, y se
me ha hecho una tarea muy difícil de cumplir.
—Eso debería ser muy sencillo para un De la Vega. Cualquier doncella se sentiría
orgullosa de llevar ese nombre.
—Tenía esperanzas de casarme con la señorita Lolita Pulido, pues me he
enamorado de ella.
—¡Una doncella muy digna! Su padre también ha sido objeto de muchas
injusticias. Si uniera usted su familia a la de ella, nadie se atrevería ya a molestarlo.
—Es verdad, fray Felipe, así es. Pero la señorita no quiere saber nada de mí —se
quejó Don Diego—. Parece ser que no tengo bastantes bríos ni temple.
—Tal vez sea difícil complacerla. O quizá se esté haciendo la coqueta para
turbarlo y para que su amor se vuelva más apasionado. A las mujeres les gusta
atormentar a los hombres, caballero. Es su privilegio.
—Le enseñé mi casa del pueblo, le hablé de todas mis riquezas y le dije que le
compraría una carroza nueva —dijo Don Diego.
—¿Le mostró usted su corazón, le habló de su amor, y le dijo que sería un esposo
perfecto?
Don Diego lo miró con expresión de asombro, parpadeó, y se talló la barbilla,
como cuando estaba muy intrigado.
—¡Pero qué tontería tan grande! —exclamó.
—¡Haga la prueba, caballero! Es probable que le de muy buenos resultados.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.22

UN CASTIGO RÁPIDO
LOS FRAILES siguieron por el camino recto. Fray Felipe dio la bendición a Don
Diego y este dobló por otra vereda. Bernardo, el sordomudo, lo seguía muy de cerca,
en su mula.
En el pueblo, el comerciante en sebo y pieles estaba en la taberna y era el centro
de atracción. El posadero andaba ocupadísimo sirviéndole vino, pues el comerciante
estaba pagando con parte del dinero que le había estafado a fray Felipe. El magistrado
estaba gastando lo demás.
Se oían carcajadas estruendosas, pues alguien contaba cómo se había agachado
fray Felipe a recoger el látigo, y cómo le había brotado la sangre de la espalda cuando
lo azotaron.
—¡Ni un gemido! —dijo el comerciante en pieles y sebo—. ¡Es un coyote muy
valiente, este viejo! El mes pasado azotamos a otro en San Francisco y nos pedía
clemencia a gritos; alguien nos dijo que había estado enfermo y estaba débil, y así
debe haber sido. Muy resistentes, estos frailes. Pero es divertidísimo hacerlos aullar.
¡Más vino, posadero! ¡Es el dinero de fray Felipe!
Esto produjo bastantes risotadas, y el comerciante que había dado falso
testimonio le arrojó una moneda a su asistente, diciéndole que se portara como un
hombre y se comprara su propio vino. Acto seguido, el aprendiz compró vino para
todos, y rio a pierna suelta cuando el posadero no le dio nada de cambio por su
moneda.

—¿Acaso eres fraile tú también, y por eso escatimas las monedas? —preguntó al
posadero.
Todos los presentes gritaron con gran regocijo, y el posadero, que le había robado
cuanto había querido al asistente, rio maliciosamente y siguió atendiendo a sus
clientes. Era un gran día para el gordo.
—¿Quién es ese caballero que se mostró tan bondadoso con el fraile? —preguntó
el comerciante.
—Es Don Diego De la Vega —respondió el posadero—. ¿No ha oído usted hablar
de la gran familia de los De la Vega, señor? El mismo gobernador procura sus
favores. Si los De la Vega levantaran tan solo el dedo meñique, habría un
levantamiento político en estas tierras.
—¿Es decir, que es un hombre peligroso? —preguntó el comerciante.
Un torrente de carcajadas fue la respuesta.

—¿Peligroso? ¿Don Diego De la Vega? —gritó el posadero, al que le corrían las
lágrimas por las mejillas de tanto reír—. ¡Me mata usted! Don Diego no hace más
que sentarse a tomar el sol y soñar. Nunca lleva espada, solo cuando quiere presumir.
Se queja amargamente cuando cabalga unas cuantas millas. Don Diego es tan
peligroso como una lagartija asoleándose. ¡Pero, a pesar de todo, es un caballero
finísimo! —añadió apresuradamente el posadero, temeroso de que Don Diego se
enterara de sus palabras, y no volviera a la taberna.
Ya casi estaba obscuro cuando el comerciante en pieles y sebo salió de la taberna
con su asistente. Ambos rodaban al caminar, pues habían bebido demasiado.
Llegaron hasta la carreta en la que habían venido, se despidieron de todos los que
estaban en la puerta de la taberna, y lentamente se fueron por la vereda de San
Gabriel.
Hicieron su viaje muy pausadamente, bebiendo un porrón de vino que habían
comprado. Pasaron por la cima de la primera loma, y perdieron de vista a Reina de
los Ángeles. Frente a ellos estaba solamente el camino que semejaba una enorme
serpiente, las montañas cafés, y algunos edificios en la distancia, haciendas,
seguramente.


Al doblar una curva, vieron a un jinete muy quitado de la pena parado en medio
del camino, de tal forma que no podían pasar.
—¡Dele vuelta a su caballo, dele vuelta a la bestia! —gritó el comerciante en
pieles y sebo—. ¿Quiere que pase por encima de usted?
El asistente pegó un grito de horror, y el comerciante miró atentamente al jinete.
Abrió desmesuradamente la boca y se le saltaron los ojos.
—¡Es el Zorro! —exclamó—. ¡Por todos los santos! Es la maldición de
Capistrano, aquí por San Gabriel. No me molestará, ¿verdad, señor? Soy pobre, no
tengo dinero. Ayer mismo me estafó un fraile, y vine a Reina de los Ángeles a pedir
justicia.
—¿Se la dieron? —preguntó el Zorro.
—El magistrado se portó muy bien, señor. Obligó al fraile a pagarme, pero no sé
cuándo recibiré el dinero.
—¡Salga de la carreta, y su ayudante también! —ordenó el Zorro.
—Pero no tengo dinero… —protestó el comerciante.
—¡Fuera de la carreta los dos! ¿Tengo que decírselo dos veces? Muévanse, o mi
plomo se alojará en sus huesos.
El comerciante vio que el bandolero tenía una pistola en la mano, y dio un alarido
de terror; bajó de la carreta lo más aprisa que pudo, y su ayudante hizo lo mismo.
Estaban en medio de la carretera, frente al Zorro, temblando de miedo, y el
comerciante pedía misericordia.
—¡No traigo dinero aquí, buen bandolero, pero lo conseguiré! —gritó el
comerciante—. Lo llevaré hasta donde usted me diga, cuando usted quiera…

—¡Silencio, bestia! —gritó el Zorro—. No quiero tu dinero, perjuro. Ya sé que el
juicio de Reina de los Ángeles fue una farsa; tengo medios de enterarme de todo lo
que pasa, y pronto. Conque el anciano fraile te estafó, ¿eh? ¡Mentiroso y ladrón! Tú
eres el que lo estafaste. Y al pobre y santo anciano le dieron quince latigazos en la
espalda por tus mentiras. Y tú y el magistrado irán a partes iguales con el dinero que
le estafaste…
—Le juro por todos los santos…
—No jures. Ya has jurado demasiadas falsedades. Da un paso hacia adelante.
El comerciante obedeció, temblando como si estuviera enfermo; el Zorro se apeó
rápidamente y caminó enfrente de su caballo. El ayudante estaba parado junto a la
carreta, completamente pálido.
—¡Adelante! —ordenó otra vez el Zorro.
Nuevamente obedeció el comerciante; pero de pronto empezó a pedir clemencia,
pues el Zorro había sacado de su capa un látigo para mulas y lo sostenía en la mano
derecha; en la izquierda tenía la pistola.
—¡De espaldas! —ordenó entonces.
—¡Piedad, buen hombre! ¿Me va a pegar, aparte de robarme? ¿Sería capaz de
azotar a un comerciante honrado a causa de un fraile ladrón?
Cayó el primer azote, y el comerciante dio un alarido de dolor. Tal parecía que el
último comentario había infundido fuerzas al brazo del bandolero. Al sentir el
segundo azote, el comerciante en pieles y sebo cayó de rodillas al suelo sobre el
polvo del camino.


Entonces el Zorro se guardó la pistola en el cinto, avanzó unos pasos y alzando de
los cabellos al comerciante con la mano izquierda, lo empezó a azotar en la espalda
con el látigo de la mula, hasta que la chaqueta y la camisa del hombre se hicieron
jirones y quedaron empapados de sangre.
—¡Esto para un perjuro que castiga a un fraile! —gritó el Zorro.
En seguida se dedicó al ayudante.
—Joven, no dudo que tú no hayas hecho sino obedecer las órdenes de tu amo al
mentirle al magistrado —le dijo—, pero tengo que enseñarte a ser honrado y justo,
cualesquiera que sean las circunstancias.
—¡Piedad, señor! —rugió el ayudante.
—¿No reíste cuando estaban azotando al fraile? ¿No estás borracho ahora porque
has estado celebrando el castigo que recibió ese santo hombre por algo que no hizo?
El Zorro agarró al ayudante por la nuca, lo hizo girar, y le asestó un fuerte golpe a
los hombros. El mozo gritó y empezó a sollozar. Recibió cinco azotes, pues el Zorro
no quería dejarlo privado. Por último, arrojó al muchacho y enrolló el látigo.

—Esperamos que los dos hayan aprendido la lección —dijo—. Suban a la carreta
y sigan su camino. ¡Y cuando platiquen esto, digan la verdad, porque si me entero de
lo contrario los castigaré nuevamente! Que no sepa yo que han dicho que los
sujetaban quince o veinte hombres mientras yo los azotaba.
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El aprendiz saltó a la carreta, seguido por su amo; fustigaron a sus animales y
desaparecieron en medio de una nube de polvo, camino de San Gabriel. El Zorro los
observó durante algunos minutos, se levantó la máscara para limpiarse el sudor de la
cara y volvió a montar a su caballo, atando el látigo de la mula a la perilla de su
montura.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.23

MÁS CASTIGO
EL ZORRO cabalgó a todo galope hasta la cima de la montaña desde donde se
divisaba el pueblo, y se detuvo allí un momento para contemplar la ciudad.
Ya era casi de noche, pero podía ver bastante bien para lo que se proponía. En la
taberna ya ardían las velas; y de allí salía ruido de cantos y carcajadas. También en el
presidio habían encendido las velas, y de algunas casas salían los aromas de distintos
guisados.
El Zorro bajó la loma. Al llegar a la orilla de la plaza, metió espuelas a su caballo
y se lanzó como un dardo a la puerta de la taberna, en donde estaban unos seis
hombres, casi todos bastante tomados.
—¡Posadero! —gritó.
Ninguno de los hombres que se encontraban afuera le hicieron mucho caso,
creyendo que se trataba de algún caballero que iba de viaje y quería refrescarse. El
posadero salió apresuradamente, frotándose las manos, y se acercó al caballo. En ese
momento vio que el jinete estaba enmascarado, y que le estaba apuntando con su
pistola.
—¿Está allí dentro el magistrado? —preguntó el Zorro.
—¡Sí, señor!
—Quédate donde estás y grítale que venga. Dile que está aquí un caballero que
quiere hablar con él de cierto asunto.

El posadero, presa del pánico, gritó que le avisaran al magistrado que saliera, y se
corrió la voz. A los pocos momentos salió el magistrado, tambaleándose, gritando que
quién era el que venía a interrumpirlo en sus ratos de placer.
Trastabillando llegó hasta donde estaba el caballo, y se recargó en él con una
mano; alzó la vista y se encontró con dos ojos que despedían chispas mirándolo a
través de una máscara. Abrió la boca para gritar, pero el Zorro lo calló a tiempo.
—Al menor ruido, se muere —le dijo—. He venido a castigarlo. Hoy sentenció
usted a un santo hombre, que era inocente. Lo que es más, usted sabía que era
inocente, y el juicio no fue sino farsa. Por orden suya lo azotaron. Pagará usted con la
misma moneda.
—Se atreve…
—¡Silencio! —ordenó el bandolero—. ¡Ea, los que están en la puerta… vengan
acá!
El grupo avanzó. Casi todos eran peones y creían que era un caballero que
necesitaba algún servicio, por el cual les pagaría bien. No vieron la máscara en la

obscuridad hasta que llegaron junto al caballo, y entonces ya era demasiado tarde
para retroceder.
—Vamos a castigar a este magistrado por injusto —les dijo el Zorro—. Cinco de
ustedes lo llevarán al poste que está en el centro de la plaza y lo atarán. El primero
que flaquee recibirá un balazo de mi pistola, y me encargaré de los otros con la
espada. Lo van a hacer, y rápido.
El magistrado comenzó a dar alaridos.
—Rían fuerte, para que no se oigan sus gritos —les ordenó el bandolero; y todos
rieron lo más fuerte que pudieron, aunque su risa tenía un timbre muy especial.
Agarraron al magistrado por los brazos y lo condujeron al poste, donde lo ataron
con correas.
—Se van a alinear —les dijo el Zorro—, y cada uno de ustedes va a darle cinco
azotes. Yo los estaré observando, y si veo que el látigo le pega suavemente una sola
vez, los castigaré a ustedes. ¡Listos!


Le aventó el látigo al primero de la fila, y comenzó el castigo. El Zorro no
encontró ninguna falta en la forma en que los hombres azotaron al magistrado, pues
estaban aterrorizados y le pegaban muy fuerte y de muy buena gana.
—Tú también, posadero —dijo el Zorro.
—Si lo hago, me meterá a la cárcel —se lamentaba el posadero.
—¿Qué prefieres, la cárcel o un ataúd? —le preguntó el bandolero.
Evidentemente, el posadero prefería la cárcel. Tomó el látigo y le pegó con más
fuerza que los peones.
El magistrado colgaba de las correas. Se había desmayado como a los quince
golpes, más de miedo por el castigo que de dolor.
—¡Desátenlo! —ordenó el bandolero.
Dos de los peones se adelantaron a cumplir el mandato.
—Llévenlo a su casa —continuó el Zorro—, y digan a toda la gente del pueblo
que así castiga el Zorro a los que oprimen a los pobres y a los indefensos, que dan
veredictos injustos y que roban en nombre de la ley. Váyanse.
Se llevaron cargando al magistrado, que ya empezaba a recobrar el conocimiento
y se iba quejando. El Zorro se volvió hacia el posadero.

—Regresaremos a la taberna —dijo—. Tú entrarás a traerme un tarro de vino y te
quedarás junto a mi caballo mientras me lo tomo. Es inútil decirte lo que te sucederá
si tratas de traicionarme.
Pero el posadero le temía tanto al magistrado como al Zorro. Pasando por un lado
del caballo, el posadero entró a la taberna muy de prisa, como si fuera a buscar vino,
pero dio la voz de alarma.
—El Zorro está afuera —les dijo en voz baja a los que estaban más cerca de la
mesa—. Hizo que azotaran cruelmente al magistrado y me mandó por un tarro de
vino.
Entonces fue a sacar el vino del barril, lo más despacio que pudo.

De pronto se notó una gran actividad dentro de la taberna. Estaban allí unos seis
caballeros, adictos del gobernador. Sacaron sus espadas y empezaron a deslizarse
hacia la puerta. Uno de ellos sacó su pistola, se aseguró de que estuviera pronta para
disparar, y siguió a los demás.
El Zorro, cuyo caballo estaba a unos veinte pies de la puerta de la taberna, vio
venir de repente un tropel de gente hacia él con varias espadas y oyó un pistoletazo;
una bala pasó rozándole la cabeza.
El posadero estaba en la puerta, rogando a todos los santos que capturaran al
bandolero, pues así le darían a él el crédito por haberlo apresado y tal vez el
magistrado no lo castigaría por haberlo azotado.
El Zorro hizo que su caballo se encabritara, elevándose muy alto, y luego le hincó
las espuelas en las ijadas. El animal saltó hacia adelante, en medio de los caballeros,
dispersándolos.

Eso era lo que quería el Zorro. Ya había sacado la espada de su funda; le atravesó
el brazo derecho a un hombre e hizo sangrar a otro.
Peleaba como un loco furioso, maniobrando a su caballo de manera que sus
adversarios estuvieran distantes unos de otros para poder pelear con ellos de uno en
uno. Se oían gritos por todas partes, y la gente salía de sus casas para saber qué era lo
que pasaba. El Zorro sabía que algunos traerían pistolas, y aunque las espadas no le
infundían miedo, se daba cuenta de que un hombre con pistola podría derribarlo
desde lejos.
Hizo que su caballo se lanzara hacia adelante nuevamente, y antes de que el
posadero supiera lo que pasaba, el Zorro lo pescó de un brazo. El caballo salió
disparado como una flecha, arrastrando al posadero; este gritaba y pedía clemencia.
El Zorro llegó hasta el poste de flagelación.
—¡Dame el látigo! —ordenó.


El posadero obedeció, y rogó a los santos que lo protegieran. Entonces el Zorro lo
soltó y le pasó el látigo alrededor de la panza. Al tratar de huir el posadero, lo azotó
una y otra vez. Lo dejó por un momento para atacar y dispersar a los que traían
espadas, y se volvió para seguir azotando al posadero.
—¡Trataste de traicionarme! —le gritó—. ¡Perro ladrón! Querías que me
persiguieran, ¿verdad? Te voy a arrancar el pellejo…
—¡Piedad! —gritó el posadero, y cayó al suelo.
El Zorro le dio otro latigazo, que sacó más gritos que sangre. Hizo girar a su
caballo y se lanzó sobre el adversario que tenía más cerca. Otra bala le pasó rozando
la cabeza, y un hombre lo atacó con la espada en la mano. El Zorro lo atravesó de una
estocada en el hombro y metió las espuelas al caballo nuevamente. Galopó hasta el
poste de flagelación, donde detuvo a su caballo y se les enfrentó a todos por un
instante.
—¡No son suficientes para que la pelea resulte interesante, señores! —les gritó.
Se quitó el sombrero y les hizo una reverencia burlona. Hizo girar nuevamente a
su caballo y se fue a todo galope.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.24

EN LA HACIENDA DE DON ALEJANDRO
DEJÓ AL PUEBLO hecho un verdadero tumulto. Los alaridos del posadero habían
despertado a todo el mundo. Los hombres venían corriendo, y sus criados los seguían
con las antorchas. Las mujeres se asomaban por las ventanas de sus casas. Los
indígenas permanecían en sus sitios, temblando, pues sabían que en donde había
tumulto, ellos eran los que sufrían las consecuencias.
Entre el gentío había muchos caballeros muy apasionados, y como hacía tiempo
que no sucedía nada tan emocionante en el pueblo de Reina de los Ángeles, estos
jóvenes caballeros se agruparon en la taberna para escuchar los quejidos del
posadero; algunos se apresuraron a ir a la casa del magistrado. Vieron sus heridas y lo
oyeron declamar sobre la indignidad que había sufrido la ley, y por lo tanto, su
excelencia, el gobernador.
El capitán Ramón vino desde el presidio, y cuando se enteró de la causa del
alboroto profirió un juramento. Envió al único hombre sano que le quedaba al camino
de Pala, para alcanzar al sargento González y a sus hombres, y decirles que
regresaran a seguir una pista fresca, pues andaban siguiendo una falsa.

Pero los jóvenes caballeros vieron en esto una oportunidad emocionante que les
agradaba. Pidieron permiso al comandante para formar un pelotón civil e ir en
persecución del bandolero, permiso que les fue concedido en el acto.
Unos treinta jóvenes montaron sus caballos, buscaron armas y partieron con
intenciones de separarse en tres grupos de diez cada uno al llegar a donde se dividía
el camino.
Todo el pueblo salió a despedirlos con gritos de júbilo. Galoparon a toda prisa
hacia San Gabriel, armando gran revuelo, felices porque la luz de la luna los dejaría
ver a su enemigo cuando se acercaran a él.
Al cabo de un rato se separaron; diez tomaron el camino de San Gabriel, diez el
de la hacienda de fray Felipe, y los últimos diez siguieron por un camino que bajaba
el valle hacia una región donde había varias fincas, propiedad de algunos ricos
hacendados.
Unas horas antes, Don Diego De la Vega había tomado este mismo camino,
seguido de su criado sordomudo. Don Diego iba a paso lento, y ya muy entrada la
noche dejó el camino principal para tomar una vereda hasta la casa de su padre.
Don Alejandro De la Vega, el jefe de la familia, estaba solo en la mesa. Acababa
de terminar la cena cuando oyó que llegaba un jinete a la puerta.
Un criado corrió a abrir, y entró Don Diego, seguido de Bernardo.

—¡Ah, Diego, hijo mío! —exclamó el anciano extendiendo los brazos.
Abrazó efusivamente a su hijo y después se sentaron a la mesa a tomar sendos
tarros de vino. Una vez que se hubieron refrescado, Don Diego se volvió hacia su
padre.
—Ha sido una jornada muy penosa —dijo.
—¿Y cuál es la causa de tu venida, hijo?
—Sentí la necesidad de venir a la hacienda —dijo Don Diego—. No están los
tiempos como para permanecer en el pueblo. Por doquiera que va uno, no encuentra
sino violencia y sangre. Este maldito Zorro…
—¡Ah! ¿Qué hay de él?
—Por favor no diga usted ¡ah!, padre y señor mío. No he oído sino ¡ah!, de la
noche a la mañana durante los últimos días. Qué tiempos más turbulentos. Este señor,
el Zorro, hizo una visita a la hacienda de los Pulido, y los asustó a todos. Yo fui a mi
hacienda a tratar algunos asuntos, y de allí me fui a ver al viejo fray Felipe, creyendo
que en su presencia podría meditar un poco. ¿Y quién había de llegar sino el sargento
González y sus soldados buscando al Zorro?
—¿Lo capturaron?


—Creo que no, padre y señor. Regresé al pueblo; ¿y qué cree usted que sucedió
hoy? Llevaron a fray Felipe, acusado de haber estafado a un comerciante, y después
de un juicio que no fue sino una farsa, lo ataron a un poste y le dieron quince azotes
en la espalda.
—¡Infelices!
—No pude soportar más, y opté por venir a verle a usted. Adondequiera que voy
encuentro disturbios. Es para volverse loco, y si no pregúnteselo usted a Bernardo.
Don Alejandro miró de reojo a Bernardo y sonrió. El indígena sordomudo le
sonrió a su vez con mucha naturalidad, sin saber que un criado no debería
comportarse así delante de su amo.
—¿Tienes alguna otra cosa que decirme? —le preguntó Don Alejandro a su hijo,
mirándolo inquisitivamente.
—¡Por todos los santos! Aquí viene. Esperaba rehuirlo, padre y señor mío.
—Dime de qué se trata.
—Fui a la hacienda de los Pulido y hablé con Don Carlos, su esposa y con la
señorita Lolita.
—¿Te agradó la señorita?

—Es la doncella más hermosa de cuantas conozco —dijo Don Diego—. Le hablé
a Don Carlos sobre el matrimonio, y quedó complacido.
—¡Ah! Es natural —dijo Don Diego.
—Pero me temo que no habrá boda.
—¿Qué dices? ¿Tiene algo que ocultar la señorita?
—Que yo sepa, no. Aparentemente, es una doncella inocente y dulce. Los invité a
pasar dos días en mi casa de Reina de los Ángeles, con el propósito de que viera el
mobiliario y se enterara de todas mis riquezas.
—Hiciste muy bien, hijo mío.
—Pero no quiere ni verme.
—¿Qué dices? ¿Se rehúsa a casarse con un De la Vega? ¿Se rehúsa a aliarse con
la familia más poderosa y noble de la comarca?

—Insinuó, padre y señor, que no soy su ideal Me parece que es muy propensa a
las boberías. Le gustaría que tocara yo la guitarra bajo su ventana, que le echara
miradas lánguidas, que la tomara de la mano cuando no nos está viendo su dueña, y
todas esas tonterías.
—¡Por todos los santos! ¿No eres un De la Vega? —gritó Don Alejandro—. ¿Qué
hombre no se aprovecharía de una oportunidad semejante? ¿No se encantaría
cualquier caballero de llevarle serenata a su amada en una noche de luna? Todas estas
cosas que tú llamas tonterías, son la esencia misma del amor. No me sorprende que se
haya disgustado la señorita contigo.
—Pero yo no creo que todo eso sea necesario —dijo Don Diego.
—¿Te dirigiste a ella en forma completamente desapasionada, y le sugeriste que
se casaran y olvidaran las demás tonterías? ¿Acaso pensabas que ibas a comprar un
caballo o un toro? ¡Por todos los santos! De manera que has perdido la oportunidad
de casarte con ella. Después de nosotros, los Pulido son la gente de más abolengo.
—Don Carlos me suplicó que no perdiera las esperanzas —respondió Diego—.
Se la llevó de nuevo a su hacienda y me dijo que tal vez después de algunos días
reflexione un poco y cambie de opinión.


—Si juegas bien tus cartas, es tuya —dijo Don Alejandro—. Eres un De la Vega,
y por lo tanto, el mejor partido de la comarca. Pórtate, aunque sea un poco, como un
amante apasionado y la señorita será tuya. ¿Qué clase de sangre corre por tus venas?
Me dan ganas de abrirte una para ver.
—¿No podríamos dejar pendiente este asunto de la boda por lo pronto? —
preguntó Don Diego.
—Tienes veinticinco años. Cuando tú naciste ya estaba yo bastante grande. Eres
mi único hijo y heredero y debes casarte para tener hijos. ¿Quieres que desaparezca la
familia de los De la Vega solo porque por tus venas corre agua en vez de sangre?
Consíguete una esposa dentro de tres meses, jovencito, y una esposa digna de entrar
en nuestra familia, o dejo mi fortuna a los franciscanos cuando muera.
—¡Padre!
—Hablo en serio. ¡Despierta a la vida! ¡Quisiera que tuvieras la mitad del valor y
del temple que tiene el Zorro, el famoso bandolero! Es un hombre de principios, y
lucha por ellos. Ayuda a los indefensos y venga a los oprimidos. ¡Me inclino ante él!
Preferiría que tú, mi hijo, estuvieras en su lugar, arriesgando la vida, o en la cárcel, y
no que seas un forjador inanimado de sueños que no te llevan a ninguna parte.
—¡Padre! He sido un hijo obediente.

—Hubiera preferido que fueses más descabellado, hubiera sido más natural —
suspiró Don Alejandro—. Te hubiera perdonado de más buena gana una que otra
parranda, que tu falta de energía. ¡Despierta, jovencito! Recuerda que eres un De la
Vega. Cuando yo tenía tu edad, no era el hazmerreír de todos. Siempre estaba listo
para un duelo, para hacer el amor a un par de ojitos centelleantes, o para enfrentarme
a cualquier caballero en toda clase de juegos, rudos o de salón. ¡Bah!
—Le ruego que no me diga ¡bah!, otra vez, padre y señor mío. Tengo los nervios
de punta.
—Debes hacerte más hombre.
—Trataré de hacerlo inmediatamente —dijo Don Diego, enderezándose un poco
en su asiento—. Trataba de evitarlo, pero veo que no puede ser. Enamoraré a la
señorita Lolita como otros hombres enamoran a sus amadas. ¿Hablaba usted en serio
acerca de su fortuna?
—Muy en serio —dijo Don Alejandro.

—Entonces tendré que afanarme. De nada serviría que tal fortuna saliera de la
familia. Meditaré sobre todos estos asuntos calmadamente esta noche. Tal vez aquí,
lejos del pueblo, lo pueda hacer… ¡Por todos los santos!
Lanzó esta última exclamación al oír un tumulto fuera de la casa. Don Alejandro
y su hijo oyeron que varios jinetes se detenían, así como voces y ruido de bridas y
espadas.
—Ya no hay paz en todo el mundo —dijo Don Diego con creciente melancolía.
—Parece que son diez hombres —dijo Don Alejandro.
Y esos eran, exactamente. Un criado abrió la puerta, y diez caballeros entraron en
el salón, portando espadas y pistolas al cinto.
—¡Ah! ¡Don Alejandro! Le rogamos nos brinde hospitalidad —dijo el que estaba
más adelante.
—Están ustedes en su casa, caballeros. ¿Cuál es el motivo de su viaje?
—Venimos persiguiendo al Zorro, el bandolero.
—¡Por todos los santos! —gritó Don Diego—. Ni aquí puedo escaparme.
¡Violencia y sangre!
—Invadió la plaza de Reina de los Ángeles —continuó el caballero—. Hizo que


azotaran al magistrado porque este a su vez había sentenciado a fray Felipe al látigo,
y azotó al posadero; lucho con unos diez hombres mientras esto hacía, y huyó.
Formamos una banda para seguirlo. ¿No ha venido por aquí?
—Que yo sepa, no —dijo Don Alejandro—. Mi hijo acaba de llegar por el
camino hace un momento.
—¿No lo vio usted, Don Diego?
—No —dijo Don Diego—, gracias a mi buena suerte.
Don Alejandro había llamado a los criados, y ahora estos entraron trayendo tarros
de vino y panecillos que pusieron sobre la mesa; los caballeros empezaron a comer y
a beber. Don Diego sabía bien lo que seguiría. La persecución del Zorro había

terminado, ya que el entusiasmo de los caballeros se había apagado. Se sentarían a la
mesa de su padre y beberían toda la noche, emborrachándose poco a poco; cantarían,
gritarían y se contarían historias, y por la mañana regresarían a Reina de los Ángeles
donde los recibirían como héroes.
Era la costumbre. La caza del Zorro no era sino un pretexto para divertirse.
Los criados trajeron grandes jarras de exquisito vino, y Don Alejandro les ordenó
que también trajeran carne. A los caballeros les agradaban mucho estas fiestas en casa
de Don Alejandro, pues la esposa de este había muerto varios años atrás y no había
mujeres en la casa, con excepción de las sirvientas, de manera que podían hacer
cuanto ruido les viniera en gana durante toda la noche.
Poco a poco fueron despojándose de sus pistolas y de sus espadas y empezaron a
hacer alardes. Don Alejandro hizo que los criados pusieran las armas en un rincón
bastante alejado, para evitar una pelea entre borrachos, que podría resultar en uno o
dos muertos en su casa.
Don Diego bebió y platicó un rato con ellos, y después se hizo a un lado solo para
escuchar, como si todas esas tonterías le aburrieran.

—Tuvo suerte el Zorro de que no lo alcanzáramos —dijo uno de ellos—.
Cualquiera de nosotros es tan bueno como él. Si los soldados fueran hombres
valerosos, lo hubieran capturado hace mucho.
—¡Ay, si yo pudiera agarrarlo! —gritó otro de los caballeros—. ¡Cómo aullaba el
posadero cuando lo azotó!
—¿Se vino hacia acá? —preguntó Don Alejandro.
—No estamos seguros. Tomó la vereda de San Gabriel, y treinta hombres lo
seguimos. Nos separamos en tres bandos y cada uno tomó una dirección distinta. Me
imagino que alguno de los otros dos bandos tendría la suerte de capturarlo. Pero
nosotros somos más afortunados por estar aquí.
Don Diego se levantó.
—Señores, les suplico me perdonen sí me retiro a mis habitaciones —dijo—.
Estoy muy fatigado por el viaje.

—Retírese usted, desde luego —le dijo uno de sus amigos—. Cuando se sienta
usted más descansado, venga otra vez a compartir nuestra alegría.
Todos rieron; Don Diego hizo una reverencia muy ceremoniosa y notó que
algunos de ellos casi no se podían levantar para contestar el saludo; entonces el
vástago de los De la Vega se apresuró a entrar a su cuarto, seguido de su criado
sordomudo.
La recámara siempre estaba arreglada para Don Diego, y ya había en ella una vela
encendida. Cerró la puerta tras él, y Bernardo se acostó en el suelo, a la entrada, para
cuidar a su amo durante la noche.
Nadie extrañó a Don Diego en el gran salón. Su padre fruncía el ceño y se retorcía
los bigotes, pues hubiera querido que su hijo fuera como estos jóvenes. Pensaba que
en su juventud nunca se hubiera retirado de esta agradable compañía a tan temprana

hora. Una vez más suspiró deseando que los santos le hubieran dado un hijo con
sangre roja en las venas.
Los caballeros cantaban una canción de amor muy popular, y sus voces
discordantes llenaban el cuarto. Don Alejandro sonreía, recordando sus años mozos.
Los caballeros se tendieron sobre las sillas y las bancas que estaban a los lados de
la mesa, golpeando con sus tarros al cantar y riendo a carcajadas de cuando en
cuando.
—¡Si estuviera aquí el Zorro ahorita! —gritó uno de ellos.
Le contestó una voz desde la puerta.
—¡Aquí está el Zorro, señores!


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.25

SE FORMA UNA LIGA
CESÓ LA MÚSICA y se apagaron las risas. Todos abrieron los ojos desmesuradamente
y se volvieron a ver al bandolero. El Zorro estaba en el dintel de la puerta; había
entrado por la terraza sin que se dieran cuenta. Llevaba la capa y la máscara, y con la
pistola apuntaba hacia la mesa.
—De manera que esta es la clase de hombres que persiguen al Zorro y esperan
capturarlo —dijo—. No se muevan, porque les lloverá plomo. Veo que sus armas
están en el rincón. Podría matar a algunos y huir antes de que puedan tomarlas.
—¡Es él! ¡Es él! —gritaba uno de los caballeros, completamente borracho.
—El ruido que están haciendo se puede oír a una milla de distancia, señores. ¡Qué
banda para ir en persecución de un hombre! ¿Es así como cumplen con su deber?
¿Por qué se detuvieron a divertirse mientras el Zorro anda todavía por el camino?
—¡Denme mi espada y déjenme enfrentarme a él! —gritó uno de ellos.
—Si le permitiera tomar su espada, no podría usted permanecer en pie —le
contestó el bandolero—. ¿Creen que alguno de ustedes podría sostener un duelo
conmigo?

—¡Sí, hay uno! —gritó Don Alejandro, poniéndose en pie—. Delante de todos
digo que lo he admirado en algunas ocasiones, señor; pero esta noche ha entrado
usted a mi casa y está faltando al respeto a mis invitados, y por lo tanto debo retarlo.
—Yo no tengo ninguna querella contra usted, Don Alejandro, ni usted conmigo
—dijo el Zorro—. Me rehúso a batirme con usted. Y en cuanto a estos hombres, solo
les estoy diciendo algunas verdades.
—¡Por todos los santos, lo haré pelear!
—¡Un momento, Don Alejandro!… Señores, este anciano caballero desea batirse
conmigo, y eso significaría una herida o la muerte para él. ¿Van ustedes a permitirlo?
—¡Don Alejandro no debe pelear por nosotros! —gritó uno de ellos.
—Entonces, hagan que se quede en su lugar, con todo el respeto que se merece.
Don Alejandro trató de avanzar unos pasos, pero dos de los caballeros lo
obligaron a retroceder, diciéndole que su honor estaba a salvo, puesto que él había
ofrecido combate, Lleno de ira, Don Alejandro accedió.
—¡Qué montón de espadas tan valiosas! —dijo el Zorro, burlonamente—. Beben
y se divierten cuando a su alrededor no se ven más que injusticias. ¡Agarren sus
espadas y vayan a luchar contra la opresión! ¡Háganse merecedores de su nombre y
de su sangre azul, señores! ¡Echen a los políticos ladrones de estas tierras! ¡Protejan a

los frailes cuyo trabajo nos dio estas hectáreas tan ricas! ¡Sean hombres, no figurines
borrachos!
—¡Por todos los santos! —gritó uno y se levantó.
—¡Atrás, o disparo! No he venido a batirme con ustedes en casa de Don
Alejandro; lo respeto demasiado. He venido a decirles la verdad acerca de ustedes
mismos. ¡Sus familias pueden hacer o destruir a un gobernador! Únanse a una causa
noble, caballeros, y hagan buen uso de sus vidas. Lo harían si no tuvieran miedo.
¿Buscan aventuras? Luchar contra la injusticia, es una gran aventura.
—¡Por todos los santos, sería como echar una cana al aire! —gritó uno en
respuesta.
—Considérenlo como parranda, si quieren, pero estarían haciendo un bien. ¿Se
atreverían los políticos a oponérseles a ustedes, vástagos de las familias más
poderosas? Formen una banda y adopten un nombre. Háganse temer de todos hasta
en el último rincón de la tierra.
—Sería traición…
—¡No es traición derrocar a un tirano, caballero! ¿O es que tienen miedo?
—¡Por todos los santos… no! —gritaron en coro.
—¡Entonces, opongan resistencia!
—¿Usted nos guiará?
—¡Sí, señores!

—¡Pero, un momento! ¿Es usted noble?
—Soy un caballero, tan noble como cualquiera de ustedes —les dijo el Zorro.
—¿Su nombre? ¿Dónde vive su familia?
—Eso tendrá que permanecer en secreto, por lo pronto. Les he dado a ustedes mi
palabra de honor.
—Su cara…
—Tendrá que seguir enmascarada, señores.
Todos los caballeros se habían puesto en pie y lo estaban aclamando.
—¡Un momento! —gritó uno de ellos—. Estamos abusando de la hospitalidad de
Don Alejandro. Tal vez él no esté de acuerdo, y estamos haciendo planes en su
casa…
—Estoy de acuerdo, caballeros, y les daré mi apoyo —dijo Don Alejandro.
Los vítores llenaban el cuarto. Nadie se les opondría estando Don Alejandro de su
parte. Ni aun el gobernador se atrevería a oponerse.
—¡Trato hecho! —gritaron—. ¡Nos llamaremos los Vengadores! ¡Cabalgaremos
por el camino real y seremos el terror de los que roban a los hombres honrados y
maltratan a los indígenas! ¡Echaremos a los políticos ladrones!
—Entonces sí serán ustedes caballeros de verdad, defensores de los débiles —dijo
el Zorro—. ¡Nunca se arrepentirán de haber tomado esta decisión, señores! Yo los
guiaré; les ofrezco mi lealtad y espero otro tanto de ustedes. Además, quiero que me
obedezcan ciegamente.


—¿Qué debemos hacer? —preguntaron.
—Que esto quede en secreto. Por la mañana regresen ustedes a Reina de los
Ángeles y digan que no encontraron al Zorro… o mejor aún, que no lo pudieron
capturar, que es la verdad. Estén listos para reunirse en cualquier momento dado y
cabalgar. Yo les mandaré avisar cuando sea tiempo.
—¿Cómo?
—Los conozco a todos. Enviaré el mensaje a uno de ustedes, y ese les podrá
avisar a los demás. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! —gritaron.
—En ese caso, me retiro inmediatamente. Permanecerán ustedes en este cuarto, y
ninguno tratará de seguirme. Es una orden. ¡Buenas noches, caballeros!
Haciendo una reverenda, abrió la puerta de par en par, salió por ella como una
flecha y la cerró al salir.
Se oyó el ruido de los cascos por la calzada.

Entonces alzaron sus tarros y brindaron por su nueva liga y por la supresión de
estafadores y ladrones, por el Zorro, la maldición de Capistrano, y por Don
Alejandro De la Vega. Se les había bajado un poco el vino por el pacto que acababan
de hacer, y por lo que dicho pacto significaba. Se sentaron nuevamente y comenzaron
a hablar de anomalías que deberían corregirse; cada uno sabía de media docena,
cuando menos.
Don Alejandro De la Vega estaba sentado en un rincón, solo, sumamente triste
porque su único hijo estaba dormido y no tenía la sangre bastante roja como para
tomar parte en un pacto de esa naturaleza, siendo que por derecho debería ser uno de
los dirigentes.
Y casi como para que su tristeza fuera mayor, Don Diego entró lentamente al
salón en esos momentos, tallándose los ojos y bostezando; tal parecía que se sentía
molesto.
—Es imposible que pueda uno dormir en esta casa hoy —dijo—. Denme un tarro
de vino, y los acompañaré. ¿Por qué vitoreaban?
—El Zorro estuvo aquí… —comenzó a decir su padre.
—¿El bandolero, aquí? ¡Por todos los santos! Esto es más de lo que puede
soportar un hombre.
—Siéntate, hijo mío —le suplicó Don Alejandro—. Han sucedido algunas cosas y
tendrás oportunidad de demostrar qué clase de sangre corre por tus venas.
Don Alejandro hablaba de un modo muy decidido.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.26

UN PACTO
LOS CABALLEROS se pasaron el resto de la noche haciendo alardes sobre lo que
pensaban hacer, y trazando planes para mostrárselos al Zorro; y aunque
aparentemente veían este asunto como una parranda más, y un pretexto para lanzarse
a la aventura, en el fondo lo tomaban en serio. Todos sabían bien cómo estaba la
situación y se daban cuenta de que las cosas no marchaban como debieran. En
realidad, representaban la idea de igualdad para todos; habían pensado en estas cosas,
pero nunca habían hecho nada porque no se habían unido y no tenían un dirigente.
Cada uno esperaba que otro iniciara el movimiento. Y ahora el Zorro había llegado en
el momento más indicado y empezarían a actuar.
Pusieron a Don Diego al tanto de los acontecimientos, y Don Alejandro le dijo,
además, que él también tendría que tomar parte y demostrar que era un hombre de
verdad. Don Diego se enojó, y dijo que eso le traería la muerte; sin embargo, por
tratarse de su padre, aceptó.
Por la mañana muy temprano desayunaron los caballeros y emprendieron el
regreso a Reina de los Ángeles. Don Diego iba con ellos, por orden de su padre. No
iban a hablar acerca de sus planes. Reclutarían más hombres entre los treinta que
habían salido en persecución del Zorro. Se imaginaban que algunos se les unirían
inmediatamente sin pensarlo, pero que otros eran adictos al gobernador, y a estos no
deberían decirles ni media palabra.

Cabalgaron despacio, lo cual les agradeció Don Diego. Bernardo lo seguía en su
mula, muy apesadumbrado porque no se habían quedado más tiempo en la casa de
Don Alejandro. Bernardo sentía que algo grande estaba pasando, pero no podía
adivinar de qué se trataba, naturalmente. ¡Cómo deseaba ser igual a todos los
hombres, y poder oír y hablar!
Cuando llegaron a la plaza, se encontraron a los otros dos bandos que ya habían
llegado, diciendo que no habían visto al Zorro. Algunos dijeron que lo habían visto
de lejos, y uno que le había disparado su pistola, a lo cual los caballeros que habían
estado en casa de Don Alejandro se mordieron la lengua, mirándose unos a otros
significativamente.
Don Diego dejó a sus compañeros y se fue a su casa, a cambiarse de ropa y
refrescarse. Despachó a Bernardo a sus quehaceres, que consistían en sentarse en la
cocina y esperar a que lo llamara su amo. En seguida ordenó que le prepararan su
carroza.

Esta carroza era una de las más vistosas del camino real, y por qué la había
comprado Don Diego era un misterio. Algunos opinaban que lo había hecho para
pregonar su riqueza, y otros decían que el fabricante había molestado tanto a Don
Diego, que este, para deshacerse de él, le había hecho el pedido.
Don Diego salió de su casa elegantemente vestido, pero no subió a la carroza. Se
oyó un tumulto en la plaza, y entraron cabalgando el sargento González y sus
soldados. El hombre a quien había enviado el capitán Ramón a alcanzarlos lo había
hecho enseguida, ya que iban a paso lento y no se habían alejado mucho.
—¡Ah! ¡Don Diego, mi amigo! ¿Todavía vive en este mundo tan turbulento? —
gritó González.
—Por necesidad —respondió Don Diego—. ¿Capturaron al Zorro?
—Se nos escapó el pájaro, caballero. Parece que por la noche dobló hacia San
Gabriel, mientras que nosotros íbamos camino de Pala. Bueno, una equivocación
cualquiera la tiene. Así nuestra venganza será más dulce cuando lo encontremos.
—¿Y qué harán ahora, mi sargento?


—En cuanto nos refresquemos un poco, regresamos a San Gabriel. Se dice que el
bandolero anda por allí, aunque treinta nobles caballeros no pudieron encontrarlo
anoche después que hizo le dieran de latigazos al magistrado. Sin duda se escondió
entre la maleza y sonrió al ver pasar a los caballeros.
—Que su caballo sea lo suficientemente veloz y su brazo derecho fuerte —dijo
Don Diego subiendo a la carroza.
Dos caballos magníficos estaban enganchados a la carroza, y un cochero indígena
de librea la guiaba. Don Diego se tendió sobre los almohadones, entrecerró los ojos, y
la carroza arrancó. El cochero atravesó la plaza y dobló por el camino hacia la
hacienda de Don Carlos Pulido.
Don Carlos estaba sentado en la terraza cuando vio venir la maravillosa carroza;
murmuró algunas palabras y entró apresuradamente a la casa para hablar con su
esposa y su hija.

—Señorita, aquí viene Don Diego —dijo—. Te he hablado acerca de este joven, y
espero que hayas puesto mucha atención, como corresponde a una hija obediente.
Salió nuevamente a la terraza. Lolita se fue a su cuarto, se tiró sobre la cama y
empezó a llorar desconsoladamente. Solo el cielo sabía que quisiera sentir amor por
Don Diego y aceptarlo como marido para recobrar la fortuna de su padre, pero era
imposible.
¿Por qué no se comportaba como un caballero? ¿Por qué no demostraba un poco
de sentido común? ¿Por qué no se portaba como un joven rebosante de salud, en vez
de parecer un anciano con un pie en la tumba?
Don Diego bajó de la carroza e hizo una seña al cochero para que siguiera hasta el
patio. Saludó lánguidamente a Don Carlos, y este se sorprendió al ver que Don Diego
traía una guitarra bajo el brazo. Puso la guitarra en el suelo, se quitó el sombrero y
suspiró.

—He ido a ver a mi padre —dijo.
—¡Ah!, ¿y cómo está Don Alejandro?
—Está muy bien, como de costumbre. Me ha dado instrucciones de insistir en
pedir la mano de la señorita Lolita. Si no consigo esposa en un plazo fijo, legará su
fortuna a los franciscanos cuando muera.
—¿Ah, sí?
—Así lo dijo, y mi padre no gasta saliva en balde. Don Carlos, tengo que
conquistar a Lolita. No conozco a ninguna otra joven a quien mi padre aceptara como
nuera.
—Un poco de pasión, Don Diego, se lo ruego. Por Dios, no sea usted tan frío.
—He decidido cortejarla como lo hacen otros hombres, aunque estoy seguro de
que será aburridísimo. ¿Cómo cree usted que debo empezar?
—Es muy difícil aconsejarlo —respondió Don Carlos, tratando desesperadamente
de recordar lo que había hecho para enamorar a doña Catalina—. En realidad, se
necesita experiencia para que estas cosas salgan con naturalidad.

—Me temo que no tengo ninguna cualidad —dijo Don Diego, suspirando
nuevamente y alzando los ojos para ver a Don Carlos.
—Sería muy buena idea que pensara usted en la señorita como si la adorara. No le
hable de matrimonio al principio, sino de amor. Trate de hablar en tonos bajos y ricos,
y dígale todas esas naderías que son todo para las mujeres. Es un verdadero arte decir
una cosa y pensar en otra.
—No comprendo nada —dijo Don Diego—. Pero trataré, desde luego. ¿Puedo
ver a Lolita ahora?
Don Carlos fue a la puerta y llamó a su mujer y a Lolita. La primera le dirigió a
Don Diego una sonrisa para animarlo; Lolita también le sonrió, pero tenía miedo y
estaba temblando, pues había entregado su corazón al Zorro, un desconocido, y no
podría amar a otro hombre. No podría casarse con quien no amara, ni aun para salvar
a su padre de la pobreza.
Don Diego llevó a Lolita a una banca que estaba en un extremo de la terraza, y
empezó a hablar de generalidades, jalando las cuerdas de la guitarra al mismo tiempo.
Don Carlos y su esposa se fueron al otro lado de la terraza, esperando que todo saliera
bien.

Lolita se alegró de que Don Diego no le hablara de matrimonio, como lo había
hecho en otras ocasiones. Le habló de lo que había pasado en el pueblo, de la
flagelación de fray Felipe y de cómo el Zorro había castigado al magistrado, peleando
con doce hombres, y cómo había escapado. A pesar de su languidez, Don Diego
charlaba en forma amena, y a Lolita le simpatizó más que antes.
También le platicó de su visita a la hacienda de su padre, y de los caballeros que
habían pasado allí la noche, bebiendo y divirtiéndose; pero no mencionó la visita del
Zorro ni la liga que se había formado, pues había prestado juramento de no hacerlo.
—Mi padre me ha amenazado con desheredarme si no me caso dentro de cierto
tiempo —dijo Don Diego por fin—. ¿Le gustaría que perdiera yo los bienes de mi
padre, señorita?
—Desde luego que no —respondió ella—. Hay muchas jóvenes que se sentirían
muy orgullosas de casarse con usted, Don Diego.
—¿Pero no usted?
—Sí, cómo no. ¿Pero qué puedo hacer, si mi corazón no responde? ¿Le gustaría
que su esposa no lo quisiera? Piense en todos los años que tendría que pasar a su
lado, sin que el amor les ayudara a hacer el matrimonio llevadero.
—Entonces, ¿no cree usted que podría llegar a amarme, señorita?
Lolita le dio la cara y le habló en voz baja, muy seriamente.
—Usted es un noble y un caballero, señor. ¿Puedo confiar en usted?
—Hasta la muerte, señorita.


—Entonces, tengo algo que decirle, y le suplico que guarde el secreto. Hasta
cierto punto, es una explicación.
—Dígame, señorita.
—Si mi corazón me lo dijera, no habría nada que me diera tanto gusto como
casarme con usted, señor, pues sé que así recobraría mi padre su fortuna. Pero quizá
sea yo demasiado sincera para casarme sin estar enamorada. Hay una razón muy
grande por la cual no puedo amarlo.
—¿Hay otro hombre en su corazón?
—Lo ha adivinado usted, señor. Llevo su imagen grabada en el corazón. No me
querría usted por esposa en tal caso. Mis padres no lo saben y debe usted guardar el
secreto. Le juro por todos los santos que he dicho la verdad.
—¿Es un hombre digno?
—Estoy segura de que lo es, caballero. Si no fuera así, penaría yo por el resto de
mi vida pero no podría llegar a querer a otro hombre. ¿Me comprende usted?
—La comprendo perfectamente bien, señorita. Permítame expresarle mis más
sinceros votos porque el caballero sea merecedor de usted y con el tiempo se
convierta en su esposo.

—Ya sabía yo que se portaría usted como un caballero.
—Y si algo no saliera bien, y necesita usted de un amigo, dígame una palabra,
señorita, y estaré a sus órdenes.
—Mi padre no debe sospechar nada por ahora. Debemos hacerle creer que
todavía me enamora, y yo fingiré que pienso en usted más que antes. Poco a poco
podrá usted dejar de venir.
—Lo comprendo, señorita. Sin embargo, esto me deja en una situación muy mala.
Le he pedido permiso a su padre para cortejarla, y si empiezo a cortejar a otra joven,
pronto me estará sermoneando, y con muy justa razón. Y si no le hago la corte a otra
señorita, mi padre me estará reconviniendo. ¡Qué predicamento!
—Tal vez no dure mucho, señor.

—… ¡Ah! ¡Ya lo tengo! ¿Qué es lo que hace un hombre cuando sufre por una
desilusión amorosa? Se siente abatido, pone la cara larga, y se rehúsa a compartir las
actividades y emociones de la época. Señorita, me ha salvado. Languideceré porque
no me corresponde usted. Entonces todos creerán que ya saben por qué me pongo a
soñar bajo el sol y a meditar en lugar de ir a cabalgar y pelear como un idiota. Podré
hacer lo que quiera en paz, y me rodearé de un ambiente romántico. ¡Qué idea tan
magnífica!
—¡Señor, es usted incorregible! —exclamó Lolita, riendo.
Don Carlos y doña Catalina oyeron esa risa, volvieron a ver y sus miradas se
cruzaron. Don Diego De la Vega se llevaba de maravilla con la señorita, pensaron.
Entonces Don Diego continuó con la farsa y se puso a tocar la guitarra y a cantar
una canción que hablaba de ojos brillantes y de amor. Don Carlos y su esposa se
volvieron a mirar, esta vez con algún recelo, y deseando que acabara pronto, pues el
vástago de los De la Vega tenía muchos superiores como músico y cantante, y
temieron que pudiera perder el terreno que había ganado en la estimación de Lolita.
Pero si a Lolita le pareció que cantaba feo, no dijo nada, y no mostró disgusto.
Charlaron otro rato, y momentos antes de la hora de la siesta Don Diego les dio los
buenos días y se fue en su carroza. Desde la calzada les dijo adiós con la mano.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.27

ORDEN DE ARRESTO
EL MENSAJERO del capitán Ramón, que había salido hacia el norte con un mensaje
para el gobernador, iba soñando en todos las diversiones que tendría en San Francisco
de Asís antes de regresar al presidio de Reina de los Ángeles. Conocía allí a cierta
señorita cuya belleza le inflamaba el corazón.
Cabalgó velozmente al salir de la oficina del comandante, cambió de caballos en
San Fernando y también en una hacienda que quedaba por el camino, y llegó a Santa
Bárbara una tarde casi al anochecer, con intención de cambiar de caballo nuevamente,
comer y beber en el presidio, y seguir su camino.
Pero en Santa Bárbara se vinieron abajo todas sus esperanzas de recrearse con las
sonrisas de la chica de San Francisco de Asís, pues en la puerta del presidio estaba
una hermosa carroza al lado de la cual la de Don Diego parecía carreta. Había veinte
caballos atados a la entrada del presidio, y se veían más soldados de los que había
regularmente de servicio en Santa Bárbara. Estos se paseaban por el camino, riendo y
bromeando.
El gobernador estaba en Santa Bárbara.

Su excelencia había salido de San Francisco de Asís hacía algunos días en viaje
de inspección, y pensaba ir hasta San Diego de Alcalá para afianzar sus lazos
políticos, premiar a sus amigos y castigar a sus enemigos.
Había llegado a Santa Bárbara una hora antes y estaba escuchando el informe del
comandante, después de lo cual tenía pensado pasar la noche en casa de un amigo
suyo. Sus soldados dormirían en el presidio, desde luego, y por la mañana
continuarían el viaje.
El capitán Ramón le había dicho a su mensajero que la carta que llevaba era
sumamente importante, de manera que este se apresuró a entrar a la oficina del
comandante como persona de rango.
—Vengo de parte del capitán Ramón, comandante de Reina de los Ángeles, con
una carta muy importante para su excelencia —informó, haciendo el saludo militar.
El gobernador murmuró algo y tomó la carta; el comandante hizo una seña al
mensajero para que saliera del cuarto. Su excelencia leyó la carta rápidamente, y
cuando la hubo terminado había una mirada siniestra en sus ojos; se retorció los
bigotes lleno de satisfacción. Entonces leyó la carta por segunda vez y frunció el
ceño.
Le gustaba la idea de aplastar aún más a Don Carlos Pulido, pero no así pensar
que el Zorro, el hombre que se le había enfrentado, estaba aún en libertad. Se levantó

a pasearse por el cuarto, y después giró bruscamente dirigiéndose al comandante.
—Partiré hacia el sur al amanecer —dijo—. Me necesitan urgentemente en Reina
de los Ángeles. Usted se encargará de todo. Dígale al mensajero que él regresará con
mi escolta. Y ahora me voy a casa de mi amigo.
Por la mañana, el gobernador salió hacia el sur, rodeado de su escolta de veinte
soldados, en medio de los cuales iba el mensajero. Viajaron a toda velocidad, y cierto
día, a media mañana, entraron a la plaza de Reina de los Ángeles, sin que se hubiera
pregonado su llegada.
Esto sucedía precisamente el mismo día en que Don Diego había ido a la
hacienda de los Pulido en su carroza, llevando su guitarra.
La cabalgata se detuvo frente a la taberna, y al posadero por poco le da un ataque
de apoplejía porque nadie le había avisado de la venida del gobernador y temía que
entrara a la posada y la encontrara sucia.
Pero el gobernador no hizo el menor esfuerzo por bajar de su carroza para entrar a
la taberna. Estaba echando un vistazo a la plaza, observando muchas cosas. Nunca se
sentía seguro con los hombres de rango de este pueblo; sentía que no tenía suficiente
autoridad sobre ellos.


Se puso a observar cuidadosamente conforme se fue corriendo la noticia de su
llegada, y algunos caballeros se apresuraron a ir a la plaza para recibirlo y darle la
bienvenida. Observó a los que parecían sinceros y a los que parecían no tener mucho
interés en saludarlo; asimismo, tomó nota de los que no se presentaron.
Primero tenía que atender algunos negocios, les dijo, y por lo tanto iba al presidio
enseguida. Después admitiría ser huésped de cualquiera de ellos. Aceptó una
invitación y ordenó al cochero seguir. Estaba pensando en la carta del capitán Ramón,
y no había visto a Don Diego De la Vega en la plaza.
El sargento González y sus hombres andaban en persecución del Zorro,
naturalmente, de manera que el capitán Ramón en persona estaba esperando a su
excelencia a la entrada del presidio. Lo saludó con mucha seriedad, le hizo una
profunda reverencia y ordenó al comandante de la escolta que se hiciera cargo del
presidio, y colocara guardias en honor del gobernador.
Guio a su excelencia hasta su oficina privada, y el gobernador se sentó.

—¿Cuáles son las últimas noticias?
—Mis hombres andan sobre la pista, excelencia. Pero, como le decía en la carta,
este maldito Zorro tiene amigos, una legión, según entiendo. Mi sargento me ha
informado que dos veces lo encontró con una banda de secuaces.
—¡Debemos acabar con ellos! —gritó el gobernador—. Un hombre como ese
siempre consigue más y más adictos, y se puede volver tan poderoso que nos puede
causar serios perjuicios. ¿Ha cometido más atrocidades?
—Sí, excelencia. Ayer fue azotado un fraile de San Gabriel por haber cometido
una estafa. El Zorro agarró en el camino a los que habían atestiguado contra el fraile
y los azotó hasta dejarlos medio muertos. Y después vino al pueblo al anochecer e

hizo que azotaran al magistrado. Mis soldados andaban en su persecución, lejos de
aquí. Tal parece que el Zorro está enterado de todos los movimientos de nuestras
fuerzas y siempre da un golpe en donde no hay soldados.
—¿Es decir que tiene espías?
—Así parece, excelencia. Anoche fueron unos treinta caballeros a perseguirlo,
pero no encontraron ni una huella del pillo. Regresaron esta mañana.
—¿Y Don Diego De la Vega fue con ellos?
—No fue con ellos, pero regresaron juntos. Parece que se encontraron en la casa
de su padre. Tal vez adivinó usted que hablaba yo de los De la Vega en mi carta. Pero
ahora estoy convencido, excelencia, que mis sospechas eran infundadas. El Zorro
invadió la casa de Don Diego una noche que este había salido.
—¿Cómo así?
—Pero Don Carlos Pulido y su familia se hospedaban allí.
—¡Ah! ¿En la casa de Don Diego? ¿Qué significa eso?
—Es muy divertido —dijo el capitán Ramón, riendo—. He oído decir que Don
Alejandro le ordenó a Don Diego conseguir esposa. El joven no es el tipo para andar
enamorando mujeres. Es completamente inanimado.

—Lo conozco. Continúe.
—Don Diego fue a la hacienda de Don Carlos y le pidió permiso a este para
cortejar a su hija única. El Zorro andaba por esos rumbos, y como Don Diego tenía
que ir a su hacienda para atender algunos negocios, le pidió a Don Carlos que viniera
al pueblo con su familia para que estuvieran más seguros, y que se quedaran en su
casa hasta que él regresara. Los Pulido no se pudieron rehusar, naturalmente, y según
parece, el Zorro los siguió.
—¡Ah! Continúe.
—Es para morirse de risa pensar que Don Diego los hizo venir aquí para escapar
a la ira del Zorro, cuando en realidad son uña y carne. Recuerde usted que el Zorro
había estado en la hacienda de los Pulido. Nos lo avisó un sirviente, y estuvimos a
punto de atraparlo allí. Había estado cenando. Se escondió en una alacena, y cuando
estaba yo solo, mientras mis hombres andaban siguiendo sus huellas, salió de la
alacena, me hirió en el hombro por la espalda, y escapó.
—¡Qué villanía! —exclamó el gobernador—. ¿Pero usted cree que habrá boda
entre Don Diego y la señorita Pulido?


—Me imagino que por eso no habrá que preocuparse, excelencia. Yo creo que el
padre de Don Diego le contó algún chisme. Probablemente le llamó la atención el
hecho de que Don Carlos no está en buenos términos con su excelencia, y que, en
cambio, hay otras señoritas cuyos padres sí lo están. Sea lo que fuere, los Pulido se
fueron a su hacienda cuando regresó Don Diego. Don Diego vino a verme aquí al
presidio y me dio la impresión de que no quería por ningún motivo que fuera yo a
pensar que era un traidor.
—Me da gusto saberlo. Los De la Vega son poderosos. Nunca hemos sido muy
amigos, pero tampoco se han levantado contra mí, de manera que no me quejo. Es
conveniente conservarlos en plan amistoso, si es posible. Pero los Pulido…
—Hasta la señorita parece prestar ayuda al bandolero —dijo el capitán Ramón—.
Elogió lo que ella llama el valor del Zorro. Miró despectivamente a los soldados. Don
Carlos Pulido y algunos frailes están protegiendo a este bandido; le dan de comer, de
beber, lo esconden, y le mandan decir dónde se encuentran los soldados. Los Pulido
están poniendo obstáculos a nuestros esfuerzos para capturar al pillo. Yo hubiera
tomado una determinación, pero decidí que era mejor informarle a usted y esperar su
decisión.

—Solo se puede tomar una decisión en este caso —dijo el gobernador
airadamente—. No importa qué tan noble sea un hombre, ni qué rango tenga, no se le
puede permitir que haga traición sin sufrir las consecuencias. Yo creí que Don Carlos
ya había escarmentado, pero veo que estaba equivocado. ¿Están algunos de sus
hombres en el presidio?
—Algunos, pero están enfermos, excelencia.
—El mensajero que me mandó regresó con mi escolta. ¿Conoce bien la región?
—Desde luego, excelencia. Ha estado de servicio aquí por algún tiempo.
—Entonces, podrá servir de guía. Mande inmediatamente la mitad de mi escolta a
la hacienda de Don Carlos Pulido. Que arresten a Don Carlos, lo traigan a la cárcel y
lo encierren. ¡Qué golpe para su alcurnia! Ya estoy harto de estos Pulido.
—¿Y a la altanera señora, que me hizo muecas, y la orgullosa señorita que se
burló de los soldados?
—¡Ah! Qué buena idea. Será un buen ejemplo para toda la gente del pueblo. Que
también las metan a ellas en la cárcel.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.28

ULTRAJE
LA CARROZA de Don Diego acababa de llegar a la puerta de su casa cuando pasó un
pelotón de soldados alzando tras sí una nube de polvo. No reconoció a ninguno de
ellos entre la gente que había visto en la taberna.
—¡Ah! ¿Son soldados nuevos que van a perseguir al Zorro? —preguntó a un
hombre que estaba cerca.
—Forman parte de la escolta del gobernador, caballero.
—¿Aquí está el gobernador?
—Hace un momento que llegó, caballero, y ha ido al presidio.
—Me imagino que tendrán noticias frescas del bandolero y por eso los mandan
tan veloces bajo este sol tan ardiente. Parece que es un pillo muy evasivo, ¡por todos
los santos! Si hubiera yo estado aquí cuando llegó el gobernador, seguramente que se
habría hospedado en mi casa. Pero le tocó la suerte a algún otro caballero; qué
lástima.
Don Diego entró a su casa, y el hombre a quien le había hablado no supo si el
último comentario había sido sincero.

Guiados por el mensajero, que conocía bien el camino, el pelotón de soldados
galopaba rápidamente, y al cabo de un rato, doblaron por la vereda que conducía a la
hacienda de Don Carlos. Iban a desempeñar esta misión como si fueran a capturar a
un proscrito. Al llegar a la calzada, se dispersaron a izquierda y derecha, destrozando
las flores de doña Catalina; las gallinas corrían espantadas a esconderse. Rodearon la
casa en un instante.
Don Carlos estaba sentado en la terraza, en el sitio acostumbrado, dormitando, y
no se dio cuenta de la llegada de los soldados hasta que oyó el ruido de los cascos. Se
levantó alarmado, pensando que tal vez el Zorro andaba por los alrededores otra vez y
que los soldados venían persiguiéndolo.
Tres de los soldados se bajaron frente a los escalones, envueltos en una nube de
polvo, y el sargento que los comandaba avanzó sacudiéndose el polvo de su
uniforme.
—¿Es usted Don Carlos Pulido? —preguntó en voz alta.
—Tengo el honor de serlo, señor.
—Traigo orden de arrestarlo.
—¡Arrestarme! —gritó Don Carlos—. ¿Quién le ha dado tales órdenes?
—Su excelencia, el gobernador. Está en Reina de los Ángeles, señor.
—¿Y de qué se me acusa?

—De traición y de ayudar a los enemigos del Estado.
—¡Pero esto es absurdo! —gritó Don Carlos—. ¿Se me acusa de traición, cuando
a pesar de ser víctima de la opresión no he levantado la mano contra los que están en
el poder? ¿Cuáles son los detalles de la acusación?
—Eso tendrá que preguntárselo al magistrado, señor. Yo solo sé que debo
arrestarlo.
—¿Quiere usted que lo acompañe?
—Lo exijo, señor.
—Soy un noble, un caballero…
—Tengo órdenes que cumplir.
—¿De manera que no confían en que me presente yo solo al magistrado? Pero
quizá el juicio se lleve a cabo inmediatamente. Tanto mejor, pues así quedaré libre de
culpa más pronto. ¿Vamos al presidio?
—Yo iré al presidio cuando termine esta misión. Usted irá a la cárcel.
—¿A la cárcel? —gritó Don Carlos azorado—. ¿Se atrevería usted? ¿Metería a un
caballero a una cárcel tan inmunda? ¿Lo pondría junto a los malhechores?
—Yo no hago sino cumplir órdenes, señor. Haga el favor de prepararse para
acompañarnos inmediatamente y después podrá hacer las reclamaciones que quiera.
—Tengo que dar instrucciones a mi superintendente acerca de la administración
de la hacienda.


—Iré con usted, señor.
Don Carlos se sonrojó de tal manera que se le puso la cara morada; cerró los
puños, echándole una mirada feroz al sargento.
—¿Tiene usted que insultarme con cada palabra? —gritó—. ¿Acaso cree usted
que huiría como cualquier criminal?
—Yo no hago sino cumplir órdenes, señor —dijo el sargento.
—¿Por lo menos puedo decírselo a mi esposa y a mi hija sin la presencia de un
tercero?
—¿Su esposa es doña Catalina Pulido?
—Naturalmente.
—Tengo órdenes de arrestarla también a ella.
—¡Maldito! ¿Se atrevería a tocar a una dama? ¿La sacaría de su casa?
—Son las órdenes que me dieron. También a ella se le acusa de traición y de
ayudar a los enemigos del Estado.
—¡Por todos los santos! ¡Es demasiado! ¡Pelearé contra usted y sus hombres
mientras tenga vida!
—Y no será por mucho tiempo, Don Carlos, si trata usted de dar batalla. Yo solo
cumplo órdenes.
—¡Mi adorada esposa, arrestada como si fuera una mujerzuela! ¡Y con esa
acusación! ¿Adónde la va a llevar, sargento?
—A la cárcel.

—¿Mi esposa, en ese lugar tan inmundo? ¿Pero es que no hay justicia en el
mundo? Es una delicada dama noble…
—Ya basta, señor. Órdenes son órdenes, y yo las cumplo de acuerdo con mis
instrucciones. Soy soldado y mi deber es obedecer.
En esos momentos entró corriendo doña Catalina a la terraza, pues había estado
escuchando la conversación en el quicio de la puerta. Estaba pálida, pero tenía la
mirada altiva. Temía que Don Carlos atacara al soldado y que lo hiriera o matara, y
eso solo complicaría la situación añadiendo cargos.
—¿Has oído? —preguntó Don Carlos.
—Sí, esposo mío. La persecución continúa. Tengo demasiado orgullo para
discutir con estos soldados, que no hacen más que obedecer un mandato. Un Pulido
es un Pulido aun en una cárcel inmunda.
—¡Pero qué humillación! —gritó Don Carlos—. ¿Qué significa todo esto? ¿En
qué terminará? Y nuestra hija se quedará aquí sola con los criados. No tenemos
parientes, ni amigos…

—¿Su hija es la señorita Lolita Pulido? —preguntó el sargento—. Entonces no se
preocupe, señor, pues no estarán separados. También tengo órdenes de arrestarla a
ella.
—¿Bajo qué cargos?
—Los mismos, señor.
—¿Y la llevarían…?
—A la cárcel.
—¿A una doncella de abolengo, inocente y dulce?
—Son órdenes, señor —dijo el sargento.
—¡Qué los santos maldigan al hombre que se las dio! —gritó Don Carlos—. ¡Me
han despojado de mi dinero y de mis tierras! ¡Han acumulado humillaciones sobre mí
y los míos; pero, gracias a los santos, no pueden quebrantar nuestro orgullo!
Entonces Don Carlos irguió la cabeza, sus ojos echaron llamas. Tomó a su esposa
del brazo y entró a la casa, seguido del sargento.

 Le dio la noticia a Lolita, que se
quedó muda de terror por un instante, y luego rompió a llorar desconsoladamente;
pero el orgullo de los Pulido la hizo reaccionar; se secó los ojos, hizo una mueca
despectiva al sargento y se hizo las faldas a un lado cuando este avanzó hacia ella.
Los criados trajeron la carreta a la puerta, y Don Carlos, esposa e hija subieron, y
así empezó el vergonzoso viaje al pueblo.
Iban transidos de dolor, pero ninguno de los Pulido lo revelaba. Llevaban la
cabeza erguida, miraban hacia adelante, y hacían como que no oían los insultos de los
soldados.
Pasaron a varias gentes que los soldados iban quitando del camino. Los miraban
asombrados, sin hablarles. Algunos los miraban con lástima y otros sonreían
maliciosamente, según que se tratara de partidarios del gobernador o de gentes
honradas que, aborrecían las injusticias.

Por fin llegaron a las orillas de Reina de los Ángeles, y allí empezaron a
insultarlos abiertamente, pues su excelencia se había propuesto humillar a los Pulido
hasta el último grado y había enviado algunos de los soldados a difundir la noticia de
lo que sucedía y darles algunas monedas a los indígenas y a los peones para que se
mofaran de los prisioneros cuando llegaran. El gobernador quería sentar un
precedente para evitar que otras familias nobles se volvieran contra él, y quería dar la
impresión de que a los Pulido los odiaban por igual todas las clases sociales.
A la orilla de la plaza los estaba esperando una muchedumbre, que los escarneció
gritándoles insultos, algunos de los cuales ninguna señorita inocente debería haber
escuchado. Don Carlos estaba rojo de ira, doña Catalina lloraba y a Lolita le
temblaban los labios, pero no daba señales de oír nada. Los soldados hicieron muy
lentamente el recorrido alrededor de la plaza para llegar a la cárcel.
A la puerta de la taberna había una caterva de pillos que habían estado bebiendo a
costa del gobernador, los cuales se unieron al clamor.
Un hombre arrojó lodo al pecho de Don Carlos, pero este se hizo el desentendido.
Abrazaba a su esposa de un lado y a Lolita por el otro, para darles toda la protección  
que podía, y miraba hacia adelante.


Algunos nobles presenciaron la escena sin tomar parte en el tumulto. Unos eran
tan ancianos como Don Carlos, y esto hizo renacer su odio hacia el gobernador, pero
en forma pasiva.
Otros eran jóvenes y la sangre les ardía en las venas. Al ver la cara de dolor de
doña Catalina, pensaron en su madre; y viendo la hermosa faz de Lolita pensaron en
sus hermanas y en sus novias.
Algunos cambiaron miradas de inteligencia entre sí furtivamente, y aunque no lo
decían, todos pensaban en lo mismo: ¿se enteraría el Zorro de esto y les mandaría
avisar a los miembros de la nueva liga para que se reunieran?
La carreta se detuvo frente a la cárcel, rodeada de los indígenas y peones que
seguían profiriendo burlas e insultos. Los soldados hicieron la pantomima de que
trataban de alejarlos, y el sargento se apeó y obligó a los tres prisioneros a bajarse.
Varios borrachos les dieron de empellones cuando subían por los escalones. Les
echaron más lodo, manchando el vestido de doña Catalina. Pero si el gentío esperaba
que Don Carlos estallara, se equivocaron. El anciano caballero llevaba la cabeza muy
alta, haciendo caso omiso de los que trataban de atormentarlo, y así guio a sus damas
hasta la puerta.

El sargento golpeó la puerta con la empuñadura de su espada. Se abrió la rejilla y
por ella asomó el carcelero, sonriendo maliciosamente.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Traigo tres prisioneros acusados de traición —respondió el sargento.
La puerta se abrió. Se oyó el último clamor de insultos de la muchedumbre, y una
vez que los prisioneros habían entrado, el carcelero cerró y atrancó la puerta.
El carcelero los llevó por un corredor fétido y abrió otra puerta.
—¡Adentro! —les ordenó.
Empujaron a los tres prisioneros hacia adentro, y cerraron y atrancaron la puerta.
Estos parpadearon en la semioscuridad. Pero a poco pudieron ver que había dos
ventanas, algunas bancas y unas piltrafas humanas en el suelo, recargadas contra la
pared.
Ni siquiera les habían concedido el privilegio de darles un cuarto limpio y
privado. Don Carlos y su familia habían sido encerrados con la ralea del pueblo, con
borrachos, ladrones, mujeres de la calle e indígenas majaderos.

Se sentaron en una banca que estaba en un rincón del cuarto, lo más lejos que
pudieron de los otros. Entonces doña Catalina y su hija empezaron a llorar
amargamente, y a Don Carlos le rodaron las lágrimas por las mejillas al tratar de
consolarlas.
—Pluguiera a los santos que Don Diego De la De la Vega fuera mi yerno —
suspiró Don Carlos.
Lolita le apretó el brazo.
—Quizá venga un amigo, padre mío —susurró—. Tal vez el malvado que nos ha
hecho sufrir tanto reciba su castigo.
Lolita creía haber tenido una visión del Zorro, y confiaba ciegamente en el
hombre a quien había entregado su amor.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.29

DON DIEGO SE ENFERMA
UNA HORA después de que Don Carlos Pulido y las damas habían sido encarcelados,
Don Diego De la Vega, muy emperifollado, se dirigió lentamente, a pie, al presidio
para visitar a su excelencia, el gobernador.
Caminaba despacio, mirando hacia las montañas que quedaban a lo lejos, a
izquierda y derecha, y se detuvo un momento para ver una flor que había a un lado
del camino. Traía su cajita de rapé a un lado, la más elegante que tenía, engarzada de
piedras preciosas, y en la mano derecha llevaba un pañuelo del más fino encaje, el
cual movía de un lado para otro, como un verdadero petimetre, y de vez en cuando se
tocaba la punta de la nariz con él.
Se inclinó respetuosamente ante dos o tres caballeros a quienes se encontró en el
camino, pero no se detuvo a hablar con ellos más de lo necesario, y ellos por su parte
no trataron de entablar conversación con él, pues como sabían que Don Diego De la
Vega andaba cortejando a la hija de Don Carlos, se preguntaban cómo tomaría la
noticia de su encarcelamiento. No querían hablar del asunto, ya que ellos estaban
disgustadísimos, y temían hacer comentarios que serían considerados como motivos
de traición.
Don Diego llegó a la puerta principal del presidio; el sargento que estaba a cargo
llamó a los soldados, e hicieron a Don Diego el saludo correspondiente a su posición.
Don Diego contestó con un ademán y una sonrisa, y entró a la oficina del
comandante, en donde el gobernador estaba recibiendo a todos los caballeros que
querían ir a presentarle sus respetos.

Saludó a su excelencia con palabras escogidas, hizo una profunda reverencia, y se
sentó en la silla que tuvo a bien indicarle el gobernador.
—Don Diego De la Vega —dijo el gobernador—, me da mucho gusto que haya
usted venido, por dos razones, pues en estos tiempos un hombre que tiene un puesto
tan elevado debe saber quiénes son sus amigos.
—Hubiera venido antes, pero estaba yo fuera cuando llegó usted —dijo Don
Diego—. ¿Se quedará usted algún tiempo en Reina de los Ángeles, excelencia?
—Hasta que maten o capturen a ese bandolero que llaman el Zorro —dijo el
gobernador.
—¡Por todos los santos! ¿Cuándo dejarán de hablarme de ese pillo? —gritó Don
Diego—. Si voy a pasar la noche con un fraile, llega un pelotón de soldados
persiguiendo al Zorro; si voy a la hacienda de mi padre en busca de paz y
tranquilidad, llega un grupo de caballeros buscando noticias del señor Zorro. ¡Qué
tiempos más turbulentos! En esta época no tiene derecho a existir un hombre cuya
naturaleza lo inclina hacia la música y la poesía.

—Me apena muchísimo que lo hayan molestado —dijo el gobernador, riendo—.
Pero espero agarrar a este tipo pronto, y así dar fin a tales molestias. El capitán
Ramón ha enviado por el sargento González y sus hombres. Yo traje una escolta de
veinte soldados, de manera que tenemos suficientes hombres para atrapar a la
maldición de Capistrano la próxima vez que haga su aparición.
—Esperemos que todo termine como debe ser —dijo Don Diego.
—En un puesto tan elevado, hay muchas cosas con las que tiene uno que lidiar —
continuó el gobernador—. Vea lo que me vi precisado a hacer hoy. Tuve que mandar
encarcelar a un noble junto con su esposa e hija, pues debemos proteger al Estado.
—Me imagino que se refiere usted a Don Carlos Pulido y su familia.
—Así es, caballero.

—Y hablando de eso, quisiera decirle algo —dijo Don Diego—. No sé si mi
honor esté a salvo.
—¿Por qué, caballero? ¿Cómo es posible?
—Mi padre me ha ordenado que consiga esposa y forme un hogar. Hace algunos
días pedí permiso a Don Carlos Pulido para cortejar a su hija.
—¿Pero aún no están ustedes comprometidos?
—Todavía no, excelencia.
—Entonces, su honor está a salvo, Don Diego.
—Pero la he estado cortejando.
—Pues de usted gracias al cielo que las cosas no han llegado a más, Don Diego.
Imagínese lo que sería para usted si ya estuviera aliado a esta familia. En cuanto a
conseguirse esposa, vaya usted al norte conmigo, a San Francisco de Asís, caballero,
en donde las señoritas son mucho más hermosas que las del sur. Vea a todas las
jóvenes nobles, y dígame a cuál prefiere, y yo le garantizo que la dama lo aceptará
por esposo. Y también puedo garantizarle que será miembro de una familia leal, con
la cual no será vergonzoso unirse. Le conseguiremos una esposa digna de usted,
caballero.
—Perdone la indiscreción, pero ¿no es una medida demasiado estricta meter a
Don Carlos y a las damas de su familia en la cárcel? —preguntó Don Diego,
sacudiéndose el polvo de la manga con los dedos.


—Lo considero necesario, señor.
—¿Cree usted que con esto se hará más popular, excelencia?
—Cualquiera que sea el resultado, debemos servir al Estado.
—A los nobles les disgusta ver una cosa así, y podría haber murmuraciones —le
advirtió Don Diego—. No me gustaría que su excelencia diera un paso en falso en
estos momentos.
—¿Y qué quiere usted que haga? —preguntó el gobernador.
—Haga arrestar a Don Carlos y a su familia, si así lo desea, pero no los meta en la
cárcel. No es necesario; no se escaparán. Fórmeles proceso en la forma
acostumbrada.
—Es usted muy atrevido, caballero.
—¡Por todos los santos! ¿Estoy hablando mucho?
—Es mejor dejar estos asuntos en manos de los pocos a quienes se nos confían —
dijo el gobernador—. Comprendo, desde luego, que se enfade un noble al ver a un
caballero en la cárcel, lo mismo que las damas de su familia, pero en un caso como
este…
—No conozco el caso —dijo Don Diego.
—¡Ah!, tal vez cambie usted de opinión cuando lo oiga. Ha estado usted hablando
del Zorro. ¿Y si yo le dijera que Don Carlos Pulido esconde en su casa, protege y
alimenta al bandolero?

—¡Eso es asombroso!
—¿Y que doña Catalina también es conspiradora? ¿Y que la hermosa señorita se
ha expresado traidoramente y ha conspirado contra el Estado?
—¡Es increíble! —gritó Don Diego.
—Hace algunas noches el Zorro estuvo en la hacienda de los Pulido. Un indígena
fiel al Estado le dio la noticia al comandante. Don Carlos ayudó al bandido a engañar
a los soldados, lo escondió en una alacena, y cuando estaba solo el capitán Ramón, el
bandolero salió de la alacena atacándolo por la espalda e hiriéndolo.
—¡Por todos los santos!
—Y mientras usted andaba fuera y los Pulido estaban en su casa, el Zorro estuvo
en su casa, hablando con la señorita, y en esos momentos entró el comandante. La
señorita agarró al capitán del brazo y lo detuvo hasta que pudo escapar el Zorro.
—¡Es inconcebible!
—El capitán Ramón me ha dado cien ejemplos igualmente sospechosos. ¿Le
sorprende ahora que los haya metido en la cárcel? Si solamente los arrestara, el Zorro
uniría sus fuerzas a las de ellos y los ayudaría a escapar.
—¿Y cuáles son sus intenciones, excelencia?


—Los dejaré en la cárcel mientras mis soldados capturan al bandolero. Lo
obligaré a confesar la complicidad de ellos, y luego serán procesados.
—¡Qué tiempos tan turbulentos! —exclamó amargamente Don Diego.
—Como hombre fiel (y espero que como admirador mío), debería usted desear
que los enemigos del Estado sean condenados.
—Efectivamente, lo deseo de todo corazón. Todos los verdaderos enemigos del
Estado deberían recibir su castigo.
—¡Me regocija oírlo hablar así, caballero! —gritó el gobernador, estrechando
efusivamente la mano de Don Diego.
Hablaron otro rato de cosas generales, y entonces Don Diego se despidió, pues
había otros caballeros esperando ver al gobernador. Al salir Don Diego de la oficina,
el gobernador se volvió y sonrió al capitán Ramón.
—Tiene usted razón, comandante —dijo—; un hombre como ese no podría ser
traidor. Se fatigaría demasiado de pensar en traiciones. ¡Qué hombre! Es como para
volver loco al audaz de su padre.

Don Diego emprendió el regreso loma abajo a paso lento, saludando a todos los
que se encontraba a su paso, y deteniéndose nuevamente a contemplar la flor que
estaba a un lado del camino. Al llegar a la plaza se encontró con un joven caballero a
quien le daba gusto poderlo llamar amigo, pues era uno de los de la pequeña banda
que habían estado en la hacienda de Don Alejandro aquella noche.
—¡Ah! ¡Muy buenos días, Don Diego! —le dijo. Y luego bajó la voz y se acercó
a Don Diego—. ¿Por casualidad no le ha enviado un mensaje hoy el hombre que
llamamos nuestro guía?
—¡Santo cielo, no! —dijo Don Diego—. ¿Por qué habría de hacerlo?
—Este asunto de los Pulido. Es un ultraje. Hemos estado pensando si nuestro guía
no tiene intenciones de hacer algo, y esperamos un aviso.
—¡Por todos los santos! ¡Ay, espero que no! —dijo Don Diego—. No podría
soportar una aventura esta noche. Yo… hum… me duele la cabeza y me temo que me
va a dar fiebre. Tendré que ver al boticario. Tengo escalofríos por todo el cuerpo. ¿No
es ese un síntoma? A la hora de la siesta tuve un dolor en la pierna izquierda, arriba
de la rodilla. Debe ser este tiempo.
—Esperemos que no sea nada serio —su amigo rio, y alejándose a toda prisa
atravesó la plaza.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.30

LA SEÑAL DEL ZORRO
YA ENTRADA LA NOCHE, un indígena buscaba a uno de los caballeros para decirle que
un señor deseaba hablarle inmediatamente; que este señor seguramente tenía mucho
dinero, pues le había dado al indígena una moneda por cumplir el encargo, cuando
podía haberle dado tan solo un golpe en la cabeza. También, que este misterioso
caballero estaría esperando por la vereda de San Gabriel, y para estar seguro de que el
caballero iría le suplicó al indígena que le dijera que andaba un zorro por los
alrededores.
—¡Un zorro, Zorro! —pensó el caballero, y sorprendió nuevamente al indígena al
darle otra moneda.
Se dirigió inmediatamente al lugar de la cita y allí encontró al Zorro en su
caballo, con la máscara y la capa que lo caracterizaban.
—Les avisará usted a todos, caballero —dijo el Zorro—. Quiero que todos los
hombres que son fieles y deseen hacerlo, se reúnan a media noche en el pequeño
valle que queda atrás de la loma. ¿Conoce usted el lugar? ¿Sí? Yo estaré esperando.
Entonces el Zorro hizo girar a su caballo y desapareció en la obscuridad a todo
escape. El caballero regresó al pueblo y les avisó a todos aquellos con quienes sabía
que podía contar, recomendándoles que avisaran a los otros miembros de la liga. Uno
de ellos fue a la casa de Don Diego, pero el mayordomo le dijo que Don Diego tenía
fiebre y se había acostado, diciendo que despellejaría vivo al primer criado que se
atreviera a entrar, a menos que él lo llamara.

Cerca de la medianoche los caballeros comenzaron a salir del pueblo uno por uno,
cada uno montado en su mejor caballo y armados con espada y pistola. Llevaban
también máscaras para ponerse en cualquier momento dado, pues esa era una de las
cosas que se habían acordado en la hacienda de Don Alejandro.
El pueblo estaba a obscuras, excepción hecha de la taberna, en donde algunos
soldados de la escolta de su excelencia se divertían con los soldados locales, pues el
sargento Pedro González había regresado con sus hombres al atardecer, feliz de estar
de regreso después de una búsqueda inútil y esperando que la próxima pista sería
mejor.
Los que estaban en la taberna habían ido del presidio, casi todos dejando sus
caballos allí, sin sillas ni bridas, pues no soñaban con tener un encuentro con el Zorro
esa noche. El posadero estaba muy ocupado, pues los soldados del norte traían
muchas monedas y estaban dispuestos a gastarlas. El sargento González, tratando de
ser el centro de atracción, como de costumbre, daba detalles al por mayor de lo que le
haría al Zorro si los santos querían ser tan buenos de permitirle que se lo encontrara
trayendo su espada en la mano.

También en el salón grande del presidio había luces, pues solo unos cuantos
soldados se habían ido a acostar, así como en la casa donde se hospedaba el
gobernador; pero por lo demás, el pueblo estaba a obscuras y la gente dormía.
En la cárcel no había más que una vela encendida en la oficina, y un soldado
soñoliento hacía la guardia. El carcelero estaba en su cama y los prisioneros se
quejaban en las duras bancas de la celda. Don Carlos Pulido estaba parado frente a su
ventana, mirando a las estrellas; su esposa y su hija estaban acurrucadas en una banca
cerca de él, sin poder dormir en ese ambiente.
Los caballeros encontraron al Zorro esperándolos como lo había dicho, pero se
portó muy retraído, hablando muy poco, hasta que todos estuvieron reunidos.
—¿Están todos aquí? —preguntó.
—Todos, menos Don Diego De la Vega —respondió uno de ellos—. Tiene fiebre,
señor.
Todos rieron a esto, pues se imaginaban que la fiebre le había dado por cobardía.
—Me imagino que saben qué es lo que me propongo —dijo el Zorro—. Sabemos
lo que les ha pasado a Don Carlos Pulido y a las damas de su familia. Sabemos que
son inocentes, y aún, de no serlo, no deberían haber sido encarcelados junto con
malhechores comunes y con borrachos. ¡Piensen en esas gentiles damas en tal
ambiente! ¡Piénsenlo…! ¡Y todo porque el gobernador le tiene mala voluntad a Don
Carlos! ¿Es la intención de la liga poner manos a la obra en este asunto? Si no lo es,
yo haré algo, solo.

—¡Rescatarlas! —dijo un caballero, y los demás aprobaron—. He aquí una
oportunidad para lanzarse a una aventura que los llenará de orgullo y dignidad.
—Debemos entrar al pueblo muy callados —dijo el Zorro—. No hay luna, y no
nos verán si entramos con cautela. Nos acercaremos a la cárcel por el sur. Cada uno
tendrá una tarea que desempeñar. Unos rodearán el edificio para dar la voz de alarma,
si se acerca alguien. Otros deberán estar preparados para luchar con los soldados, si
dan la alarma, y los demás entrarán a la cárcel conmigo para rescatar a los
prisioneros. Eso no es más que el principio. Don Carlos es un hombre muy orgulloso,
y si tiene tiempo de reflexionar, se rehusará a que lo rescaten. No podemos permitir
eso. Algunos lo agarrarán y lo sacarán del lugar. Otros cuidarán de doña Catalina y yo
me encargaré de la señorita… Y ya que los tengamos libres, ¿qué?
Oyó algunos murmullos, pero nadie dio la respuesta, de modo que continuó
trazando el plan:
—Todos cabalgaremos juntos por el camino unas cuantas millas más abajo —dijo
—. Allí nos dispersaremos. Los que lleven a doña Catalina se irán rápidamente a la
hacienda de Don Alejandro De la Vega, en donde podrán esconderla si es necesario;
los soldados del gobernador vacilarán antes de entrar a capturarla. Los que tengan a
su cargo a Don Carlos tomarán el camino de Pala; en determinado punto, a unas diez


millas del pueblo, los estarán esperando dos indígenas, quienes les darán la señal del
Zorro. Los indígenas se harán cargo de Don Carlos. Cuando se haya terminado todo
esto, cada uno de ustedes se irá a su casa solo, sin hacer ruido; podrán contar lo que
quieran, pero deberán andar con mucha cautela. Para entonces yo habré llevado a la
señorita a un lugar seguro. Se quedará encargada con fray Felipe, un hombre en quien
podemos confiar, y él la esconderá si es necesario. Entonces esperaremos para ver
qué hace el gobernador.
—¿Qué puede hacer? —preguntó un caballero—. Hacer que los busquen, por
supuesto.
—Tendremos que esperar los acontecimiento —dijo el Zorro—. ¿Todos están
listos?
Le contestaron afirmativamente, y entonces él designó hombres para cada tarea.
Partieron del pequeño valle y cabalgaron a paso lento con mucha precaución
alrededor del pueblo, y entraron por el sur.
Oyeron a los soldados gritando y cantando en la taberna, vieron las luces del
presidio, y se deslizaron hacia la cárcel, con mucha cautela, de dos en dos.
A los pocos minutos, el grupo de hombres decididos y callados ya tenían cercado
el edificio y entonces el Zorro y otros cuatro se apearon y caminaron hacia la puerta
de la cárcel.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.31

EL RESCATE
EL ZORRO llamó a la puerta con la empuñadura de su espada. Oyeron el grito
ahogado de un hombre, y enseguida sus pasos. A poco salió la luz por la rejilla y por
ella vieron la cara soñolienta del guardia.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó.
El Zorro metió el cañón de su pistola por la rejilla, apuntando a la cara del
guardia, de tal manera que no podía cerrarse la puertecilla.
—¡Abre, si aprecias tu vida en algo! ¡Abre, y no hagas el menor ruido! —ordenó
el Zorro.
—¿Qué… qué es esto?
—¡El Zorro te está hablando!
—¡Por todos los santos!
—¡Abre, imbécil, o mueres ahora mismo!
—A… abriré. ¡No dispare, buen señor! ¡No soy más que un pobre guardia y no
un hombre de armas tomar! ¡Le ruego que no dispare!
—¡Abre pronto!
—En cuanto pueda meter la llave en el cerrojo, buen señor Zorro.
Oyeron el ruido que hacían las llaves al chocar unas con otras, y por fin una de
ellas entró al cerrojo y se abrió la puerta. El Zorro y sus cuatro compañeros se
lanzaron hacia adentro, cerrando la puerta nuevamente con llave. El guardia vio la
boca de una pistola apuntándole a la cabeza, y se hubiera arrodillado ante estos cinco
enmascarados si uno de ellos no lo hubiera alzado de los cabellos.
—¿En dónde duerme el guardián de esta cueva infernal? —preguntó el Zorro.
—En aquel cuarto, señor.
—¿Y en dónde están Don Carlos Pulido y las damas?
—En el cuarto común de prisioneros, señor.

El Zorro hizo un ademán a los otros, y a pasos agigantados caminaron hacia la
puerta del cuarto del guardián. El hombre ya se había sentado en su cama al oír ruido
en el otro cuarto; abrió los ojos desmesuradamente cuando vio al bandolero a la luz
de la vela.
—No se mueva, señor —le advirtió el Zorro—; un grito y lo mato. Está usted
delante del Zorro.
—Que el cielo me guarde…
—¿Dónde están las llaves del cuarto de los prisioneros?
—En… en aquella mesa, señor.
El Zorro las tomó, se volvió nuevamente hacia el guardián y le dijo:
—¡Acuéstate! ¡Boca abajo, truhan!
El Zorro hizo tiras de una sábana, le amarró los pies y las manos, y lo amordazó.

—Para librarte de la muerte —le dijo—, será necesario que te quedes tal como
estás, sin hacer ruido, hasta mucho después de que nos hayamos ido. Tú decidirás qué
tanto tiempo.
Entonces el Zorro regresó a la oficina principal, haciendo un ademán a los otros
para que lo siguieran, y siguió el camino por el pestilente corredor.
—¿Cuál es la puerta? —le preguntó al guardia.
—La segunda, señor.
Llegaron hasta ella, el Zorro metió la llave y la abrió. Obligó al guardia a sostener
la vela sobre su cabeza en tanto entraba en el calabozo.
Una exclamación de lástima salió del bandolero. Vio al anciano caballero parado
cerca de la ventana, a las dos mujeres acurrucadas sobre una banca y a los viles
malhechores que tenían por compañeros en ese inmundo lugar.
—¡Qué el cielo perdone al gobernador! —gritó.
Lolita alzó la vista alarmada, y luego dio un grito de alegría. Don Carlos se volvió
al oír las palabras del Zorro.
—¡El Zorro! —exclamó.


—El mismo, Don Carlos. He venido a rescatarlos con unos amigos.
—No puedo permitirlo, señor. No huiré de mi destino. Y no me serviría de nada
que usted me rescatara, pues todo lo contrario, empeoraría mi situación. Se me acusa
de protegerlo, según entiendo. En estas circunstancias, ¿ cómo se vería si usted
efectuara el rescate?
—No tenemos tiempo para discutir —dijo el Zorro—. No vengo solo, traje
veintiséis hombres conmigo, y un noble y dos damas tan gentiles como su esposa e
hija no van a pasarse toda una noche en esta cueva tan miserable si podemos evitarlo.
¡Caballeros!
Esta última palabra fue una orden. Dos de los caballeros se abalanzaron sobre
Don Carlos, lo sujetaron rápidamente y lo cargaron por el corredor hasta la oficina.
Otros dos tomaron a doña Catalina por los brazos, con mucha gentileza, y también se
la llevaron.
El Zorro hizo una reverencia ante Lolita y le ofreció la mano, que ella tomó
inmediatamente.
—Debe usted confiar en mí, señorita —dijo él.
—Amar es confiar, señor.

—Todo está arreglado. No pregunte nada, y haga todo lo que yo le diga. Vamos.
Abrazándola, la sacó del cuarto de los prisioneros, y dejó la puerta abierta; si
algunos de los infelices que se encontraban allí se querían salir, no sería él quien se
los impidiera. Se suponía que más de la mitad estarían ahí por injusticia de la
autoridad.
Don Carlos estaba haciendo un escándalo bárbaro, gritando que no quería que lo
rescataran, que se quedaría a esperar el juicio del gobernador para demostrar qué
clase de sangre era la suya. Doña Catalina lloriqueaba un poco de miedo, pero no
opuso resistencia.
Llegaron a la oficina, y el Zorro obligó al guardia a que se fuera a un rincón,
diciéndole que se quedara allí hasta mucho después que ellos se hubieran ido.
Entonces uno de los caballeros abrió la puerta de salida.
En esos momentos había un tumulto afuera. Eran dos soldados que se acercaban
con un individuo a quien habían sorprendido robando en la taberna, y los caballeros
los habían detenido. Un vistazo a las máscaras, y los soldados se habían dado cuenta
de que algo andaba mal.
Uno de los soldados disparó su pistola, y un caballero contestó el disparo; ambos
fallaron. Pero el tiroteo atrajo la atención de los que estaban en la taberna y de los
guardias del presidio.

Los soldados del presidio despertaron inmediatamente y se quedaron en lugar de
los guardias, mientras estos montaban sobre sus caballos y se iban a todo galope loma
abajo para averiguar cuál era la causa del tumulto a esas horas de la noche. El
sargento Pedro González y otros salieron rápidamente de la taberna. El Zorro y sus
compañeros se encontraron con que tenían que enfrentarse con los soldados en el
momento en que menos se lo esperaban.
El guardián de la cárcel se había dado maña para quitarse la mordaza y las
ligaduras y empezó a dar alaridos por la ventana de su cuarto, gritando que el Zorro
estaba rescatando a los prisioneros. El sargento González oyó sus alaridos, y a su vez
gritó a sus hombres que lo siguieran y se ganaran una parte de la recompensa de su
excelencia.
Pero ya los caballeros tenían a los prisioneros en sus caballos, y clavando las
espuelas, pasaron a todo escape por entre la multitud que empezaba a juntarse, hacia
la plaza y el camino.
Las balas les pasaban rozando muy de cerca, pero ninguno resultó herido. Don
Carlos Pulido seguía gritando que no quería que lo rescataran. Doña Catalina se había
desmayado, lo cual había tranquilizado al caballero que iba encargado de ella, pues
así podía dedicar toda su atención a su caballo y a sus armas.
El Zorro iba a todo galope con la señorita Lolita sentada en la silla delante de él.
Clavó las espuelas en su magnífico animal pasando a todos los demás, para


mostrarles el camino. Cuando llegaron al sitio indicado, detuvo a su caballo para
observar a todos los demás y asegurarse de que no había habido bajas.
—¡A cumplir sus órdenes, caballeros! —ordenó, al cerciorarse de que todos
habían escapado sanos y salvos.
La banda se dividió en tres partes. Una se fue por el camino de Pala con Don
Carlos; otra tomó el camino que iba a la hacienda de Don Alejandro; el Zorro, sin
compañeros, galopaba hacia la misión de fray Felipe; Lolita iba fuertemente abrazada
a su cuello y le hablaba al oído.
—Ya sabía yo que vendría por mí, señor, que es usted un hombre de verdad, y no
dejaría que mis padres y yo permaneciéramos en ese lugar tan horrible.
El Zorro no le contestó con palabras, pues no era el momento apropiado, ya que
sus enemigos los seguían muy de cerca, pero la estrechó más contra su pecho.
Había llegado a la cima de la primera loma, y detuvo su caballo para oír si venían
persiguiéndolo, y para ver las luces titilantes a lo lejos. 

Ya había infinidad de luces en la plaza, en todas las casas, pues la gente se había
despertado. El presidio estaba completamente iluminado; oyó el toque de la trompeta
y se imaginó que todos los soldados que estaban allí irían en su persecución.
De pronto escuchó el ruido de caballos que venían a todo galope. Los soldados
sabían qué dirección habían tomado los rescatadores; la persecución sería veloz e
implacable debido a la presencia del gobernador que les ofrecería fabulosas
recompensas e incitaría a sus hombres, prometiéndoles elevados puestos y ascensos.
Pero el Zorro se alegraba de una cosa mientras cabalgaba por el camino con
Lolita abrazada a él y el viento cortándole la cara: la persecución tendría que
dividirse en tres partes.
Apretó a Lolita contra su pecho, clavó las espuelas al caballo y cabalgó a toda
velocidad.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.32

BARRIOS CONTIGUOS
LA LUNA salió por detrás de la loma.
El Zorro hubiera querido que esta noche hubiese estado muy nublada, sin luna,
pues iba subiendo por la vereda; sus perseguidores iban muy cerca y podían verlo
muy bien contra la luz de la luna.
Los caballos de los soldados estaban frescos, y la mayoría de los de la escolta de
su excelencia eran bestias magníficas, tan veloces como las mejores y capaces de
resistir muchas millas corriendo a todo galope.
El Zorro solo pensaba en hacer que su caballo galopara lo más veloz que le fuera
posible para poner la mayor distancia que se pudiera entre él y los que lo seguían, ya
que al final del viaje necesitaría bastante tiempo para poder llevar a cabo lo que se
había propuesto.
Se inclinó hasta quedar semiacostado sobre el caballo, casi transformándose en
parte del animal, como todo buen caballista. Llegó a la cima de otra loma y echó un
vistazo hacia atrás antes de comenzar a bajar al valle. Alcanzó a ver al soldado que
venía más adelante que sus compañeros.

Si el Zorro hubiera estado solo, indudablemente que esta situación no le hubiera
preocupado en absoluto, pues muchas veces se había visto en apuros mayores y había
escapado. Pero ahora llevaba a Lolita en la silla y quería dejarla en un lugar seguro,
no solo por tratarse de su amada, sino porque él no era un hombre capaz de dejar que
volvieran a capturar a un prisionero a quien acababa de rescatar, pues eso sería una
afrenta a su valor y a su destreza.
Cabalgaron milla tras milla, ambos silenciosos. El Zorro sabía que les había
ganado algún terreno a sus perseguidores, pero no lo bastante para poder llevar a cabo
el plan que se había trazado.
Volvió a clavar las espuelas en el caballo para hacerlo que galopara más aprisa, y
volaron por el camino, pasando por algunas haciendas; los perros le ladraban, y
pasaban por chozas de indígenas, que al oír el ruido de los cascos salían presurosos a
ver de qué se trataba.

Pasó un rebaño de ovejas que llevaban sus dueños camino del mercado de Reina
de los Ángeles para venderlas, y las hizo que se dispersaran asustadas a ambos lados
del camino. Los pastores se quedaron gritándole maldiciones y juntaron nuevamente
a su rebaño en el centro del camino. Apenas terminaron de hacerlo, pasaron los
perseguidores a todo galope, dispersando el rebaño nuevamente.
Siguió cabalgando el Zorro hasta que llegó a ver, a lo lejos, las misiones de San
Gabriel a la luz de la luna. Llegó a una bifurcación del camino y tomó la vereda de la
derecha, que iba a la hacienda de fray Felipe.
El Zorro conocía a los hombres, y esta noche confiaba en su criterio. Tendría que
dejar a Lolita ya fuera en un lugar en donde hubiera mujeres o con un franciscano que
la cuidara, pues el Zorro estaba decidido a proteger el buen nombre de su amada. De
tal suerte, iba a confiar ciegamente en fray Felipe.

De pronto, llegaron a una parte del camino en donde la tierra estaba floja y el
caballo no avanzaba gran cosa. El Zorro tenía pocas esperanzas de que los soldados
tomaran el camino de San Gabriel al llegar a la bifurcación del camino, como lo
hubieran hecho en una noche sin luna, y no hubieran podido ver de vez en cuando al
hombre que perseguían. Estaba a una milla de la hacienda de fray Felipe, y una vez
más clavó las espuelas para galopar más veloz y llegar cuanto antes.
—No tendré mucho tiempo, señorita —le dijo, inclinándose y hablándole al oído
—. Todo dependerá de que no salga yo defraudado en la confianza que le tengo a un
hombre. Solo le pido que confíe en mí.
—Usted sabe que así es, señor.
—Y también deberá confiar en el hombre con quien la llevaré, señorita, y
obedecerlo en todo lo relacionado con esta aventura. Ese hombre es un fraile.
—Entonces todo saldrá bien, señor —repuso ella, acercándose al Zorro.
—Si los santos lo quieren, nos veremos pronto, señorita. Estaré contando los
minutos, que me parecerán siglos. Tengo la certeza de que pronto seremos felices.
—Con el favor de Dios —suspiró Lolita.
—Donde hay amor, hay esperanza.

—Entonces mi esperanza es muy grande, señor.
—Y la mía también —dijo él.
Entraron por la calzada de la hacienda y se lanzaron hacia la casa. La intención
del Zorro era detenerse solo un momento para dejar a Lolita, esperando que fray
Felipe pudiera protegerla, y después seguir haciendo mucho ruido para que los
soldados lo siguieran a él. Quería hacerlos creer que solo estaba tomando un atajo por
la hacienda de fray Felipe, el otro camino, y no que se había detenido en la casa.
Detuvo a su caballo frente a los escalones de la terraza, saltó al suelo, bajó a
Lolita y a toda prisa se la llevó a la puerta. Dio fuertes golpes, con la esperanza de
que fray Felipe no tuviera el sueño pesado y se levantara pronto. A lo lejos se oyó el
ruido que hacían los cascos de los caballos de los perseguidores.
Al Zorro le pareció que había pasado un siglo antes de que fray Felipe abriera la
puerta; por fin abrió trayendo una vela consigo. El bandolero entró rápidamente y
cerró la puerta tras él, para que no se viera la luz por fuera. Fray Felipe había
retrocedido asombrado al ver al enmascarado y a la señorita.
—Yo soy el Zorro, fraile —dijo el bandolero, hablando muy aprisa y en voz baja
—. Quizá esté usted de acuerdo en que me debe un favor.


—Por castigar a los que me maltrataron, le debo un favor muy grande, caballero,
aunque la violencia va contra mis principios —respondió fray Felipe.
—Estaba seguro de no haberme equivocado al juzgarlo —continuó el Zorro—.
Esta señorita es Lolita Pulido, la única hija de Don Carlos Pulido.
—¡Ah!
—Como sabrá usted, Don Carlos es amigo de los frailes y ha sido tan perseguido
como ustedes. Según me he enterado, hoy llegó el gobernador a Reina de los Ángeles
e hizo encarcelar a Don Carlos, so pretexto de que no vale nada. También hizo que
encerraran a doña Catalina y a esta joven en el mismo cuarto de los borrachos y de las
mujeres libertinas. Yo los rescaté, con la ayuda de algunos amigos.
—¡Qué el cielo lo bendiga, señor, por esa buena acción! —exclamó fray Felipe.
—Nos persiguen los soldados, fraile. No sería propio, desde luego, que la señorita
siga conmigo. Permítale que se quede aquí y escóndala, fray Felipe, a menos que
tema usted que esto le traiga mayores males.
—¡Señor! —contestó fray Felipe con voz de trueno.

—Si se la llevan los soldados, la pondrán de nuevo en la cárcel, y probablemente
abusarán de ella. Cuídela usted, protéjala y así pagará con creces el favor que cree
usted deberme.
—¿Y usted, señor?
—Seguiré adelante, con la esperanza de que los soldados me sigan sin detenerse
aquí. Me comunicaré con usted más tarde, fray Felipe. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió solemnemente fray Felipe—. Permítame estrechar su
mano, señor.
Se dieron un breve pero efusivo apretón de manos, y entonces el Zorro se dirigió
hacia la puerta.
—Apague usted la vela —le indicó—. No deben ver ninguna luz cuando abra la
puerta.
Fray Felipe obedeció y se quedaron a obscuras. Lolita sintió los labios del Zorro
en los suyos, pues aquel se había alzado la máscara con ese objeto. Fray Felipe la
abrazó.

—Ten valor, hija mía —dijo el fraile—. Según parece, el Zorro tiene más vidas
que un gato, y algo me dice que no nació para que lo mataran los soldados de su
excelencia.
El bandolero rio al oír eso, abrió la puerta, cerrándola al salir.
Frente a la casa había unos árboles de eucalipto muy grandes que la cubrían con
su sombra, y era allí donde el Zorro había dejado su caballo. Al caminar hacia su
bestia, observó que los soldados ya venían por la calzada y que estaban mucho más
cerca de lo que él había creído al salir de la casa.
Corrió veloz a montar, pero tropezó con una piedra, y cayó. El animal, asustado,
retrocedió un poco, quedando a unos doce pasos del Zorro y completamente bañado
por la luz de la luna.

El soldado que venía más adelante gritó al ver al caballo, lanzándose sobre él. El
Zorro se levantó y pescando las riendas montó sobre la silla de un salto.
Pero ya lo habían alcanzado y lo tenían completamente rodeado. Las espadas
brillaban a la luz de la luna. Oyó la voz ronca del sargento González gritando a sus
hombres.
—¡Vivo, si pueden, soldados! A su excelencia le gustaría verlo sufrir por sus
crímenes. ¡A él, soldados! ¡Por todos los santos!
El Zorro paró una estocada con mucho esfuerzo y cayó del caballo. Siguió
peleando a pie para poder llegar a la sombra y los soldados se lanzaron tras él.
Peleaba contra todos, de espaldas al tronco de un árbol.
Tres de ellos se apearon para atacarlo. El Zorro corría de un árbol a otro, sin
poder llegar hasta donde estaba su corcel; pero cerca de él estaba uno de los caballos
de los soldados que se habían apeado. Con la rapidez de una flecha montó y escapó a
todo galope hacia los establos y el corral.
—¡Tras él! —Oyó gritar al sargento González—. Su excelencia nos hará desollar
vivos si se nos escapa el guapo esta vez.

Se precipitaron tras él, ansiosos de ganarse un ascenso y la recompensa, pero el
Zorro había ganado alguna ventaja, la suficiente para poder jugarles un truco. Al
quedar bajo la sombra de uno de los grandes establos, se apeó del caballo
deslizándose con mucha suavidad, clavando al mismo tiempo cruelmente las espuelas
al caballo. El animal se precipitó hacia adelante, relinchando de dolor y de pánico, y
corrió veloz al corral que quedaba a las faldas de la loma. Los soldados se lanzaron a
perseguirlo.
El Zorro esperó hasta que hubieron pasado y entonces volvió a subir la loma
corriendo, pero vio que algunos de los soldados se habían quedado cuidando la casa,
seguramente con la intención de registrarla más tarde; de manera que no podía llegar
adonde estaba su caballo.
Entonces dio aquel grito tan especial, entre alarido y quejido, con el cual había
asustado a los de la hacienda de Don Carlos Pulido. Su caballo levantó la cabeza,
relinchó como contestando al grito de su amo y se fue galopando hacia él.


El Zorro montó instantáneamente, galopando por una siembra que estaba
directamente frente a él. El caballo saltó por una barda de piedras con una facilidad
pasmosa, y tras ellos se lanzaron rápidamente algunos de los soldados de caballería.
Habían descubierto su truco. Lo atacaron por ambos lados, siguiéndolo por detrás,
y tratando de cortarle la retirada. Oía al sargento González gritar vigorosamente para
que lo capturaran en nombre del gobernador.
El Zorro tenía la esperanza de haberlos alejado de la casa de fray Felipe, pero no
estaba seguro y necesitaba concentrar toda su atención en su huida.
Instigaba al caballo cruelmente, pues sabía se le estaban acabando las fuerzas en
la tierra labrada. Ansiaba llegar al piso duro, al camino ancho.

Por fin llegó. Entonces dio vuelta hacia Reina de los Ángeles, pues tenía algo que
hacer allá. Ya no llevaba a Lolita en la silla y el caballo notaba la diferencia.
El Zorro echó un vistazo hacia atrás y se regocijó al ver que estaba corriendo en
sentido opuesto al de los soldados. Al bajar por esta loma, los eludiría.
Pero tenía que irse con cuidado, naturalmente, ya que también podía haber
soldados por esta parte del camino. Su excelencia podría haber enviado refuerzos al
sargento González o haber dejado guardias en la cima de las lomas.
Miró al cielo y vio que la luna estaba por desaparecer tras un grupo de nubes.
Pensó que tendría que aprovechar ese corto rato de obscuridad.
Se dirigió hacia el pequeño valle y echó un vistazo hacia atrás. Sus perseguidores
iban llegando apenas a la cima de la loma. Se escondió la luna y todo quedó en la
obscuridad, muy a tiempo. El Zorro llevaba una ventaja de media milla sobre los
soldados y no tenía intenciones de dejar que lo siguieran hasta el pueblo.

En este lugar tenía amigos. A un lado del camino había una choza de adobe en
donde vivía un indígena a quien el Zorro había salvado de una azotaina. Se apeó
delante de la choza y llamó a la puerta. El indígena, asustado, abrió.
—Me vienen persiguiendo —dijo el Zorro.
No tuvo que decir más; el indígena abrió la puerta de par en par inmediatamente.
El Zorro metió a su caballo, el cual ocupó casi toda la casita, y la puerta se cerró
nuevamente.
El bandolero y el indígena se quedaron escuchando detrás de la puerta, aquel con
su pistola en una mano y la espada en la otra.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.33

HUIDA Y PERSECUCIÓN
EL HECHO de que la persecución tan encarnizada del Zorro y su banda de caballeros
de la cárcel hubiera empezado tan pronto, se debía al sargento González.
El sargento había escuchado los disparos y había salido a toda prisa de la taberna
seguido de sus soldados, feliz de tener un pretexto para irse sin pagar por el vino que
había pedido. Al oír los gritos del carcelero, le había entendido, captando la situación
al instante.
—¡El Zorro está rescatando a los prisioneros! —gritó—. ¡El bandolero está entre
nosotros otra vez! ¡A caballo, soldados, vamos tras él! Hay una recompensa…
Todos sabían lo de la recompensa, sobre todo los miembros de la escolta del
gobernador, que habían visto cómo se enfurecía su excelencia al oír el nombre del
bandolero, prometiéndoles que al soldado que lo capturara vivo o le trajera su
cadáver, lo ascendería al grado de capitán.
Se dirigieron rápidamente a sus caballos, montaron y se encaminaron hacia la
cárcel, guiados por el sargento González.

Vieron a los caballeros enmascarados galopar a través de la plaza, y el sargento
González se frotó los ojos con una mano, creyendo que había bebido demasiado.
Había mentido tan a menudo diciendo que el Zorro tenía una banda de secuaces, que
esta había tomado cuerpo, con sus falsedades.
Al dividirse los caballeros en tres bandos, el sargento González y sus soldados
estaban tan cerca que pudieron observar la maniobra. González formó rápidamente
tres tropas con sus soldados, enviando una a seguir a cada uno de los bandos.
Vio al guía de los caballeros doblar hacia San Gabriel, reconociendo al caballo
del bandolero por la cabriola que hizo. Se lanzó en persecución del Zorro con el
corazón rebosante, con la idea de capturar o matar al bandolero mejor que recapturar
a los prisioneros que habían sido rescatados, pues el sargento González no se había
olvidado de aquella ocasión en que el Zorro se había burlado de él en la taberna de
Reina de los Ángeles, y no cejaba en su idea de vengarse.
Había ya visto correr al caballo del Zorro, y se preguntaba por qué esta vez no
habría más distancia entre el bandolero y sus perseguidores, y adivinó cuál era la
causa. El Zorro llevaba a Lolita Pulido en la silla de su caballo.
González iba adelante, y de vez en cuando volvía para dar órdenes y alentar a sus
soldados. Parecía que volaba por el camino, y se alegraba de no perder de vista al
Zorro.

—¡Va hacia la misión de fray Felipe! —se dijo—. ¡Ya sabía yo que el viejo fraile
estaba de acuerdo con el bandido! No sé cómo, pero el fraile se burló de mí cuando
vine a buscar al Zorro a su hacienda. Tal vez el bandolero tenga allí un escondite muy
bueno; ¡bah! ¡Pero por todos los santos, no me engañarán otra vez!
Siguieron cabalgando, viendo a su enemigo de cuando en cuando, y todos
pensando en la recompensa y en el ascenso si lo capturaban. Sus caballos empezaban
a fatigarse ya, pero no disminuían la velocidad.
Vieron al Zorro entrar por la calzada de la casa de fray Felipe; y el sargento rio
consigo mismo al ver que había adivinado los planes del Zorro.
¡Ahora sí tenía al Zorro en su poder! Si el bandolero seguía cabalgando, lo
podrían ver y seguir debido a la luz de la luna; si se detenía, no podría habérselas con
diez soldados guiados por González.

Se precipitaron frente a la casa, rodeándola. Vieron el caballo del Zorro y
enseguida al bandolero. González dijo una maldición porque había media docena de
soldados entre él y su presa, atacándolo con sus espadas y posiblemente terminarían
todo antes de que él pudiera llegar a la escena.
Trató de obligar a su caballo a llegar al lugar donde peleaban. Vio al Zorro saltar
a un caballo y huir, y a los soldados perseguirlo. No estando cerca, González se
dedicó a dar órdenes a los soldados para que rodearan la casa y cuidaran de que no
saliera nadie de ella.
Entonces vio al Zorro saltar por la barda de piedras y lo siguió; lo siguieron todos
menos los guardias que rodeaban la casa. Pero el sargento González no llegó más que
hasta la cima de la primera loma, pues al ver cómo corría el caballo del bandolero se
dio cuenta de que no podría alcanzarlo. Tal vez el sargento ganaría alguna gloria si
regresaba a la casa de fray Felipe y volviera a capturar a la señorita.
Cuando se apeó frente a la casa, aún estaba rodeada, y sus hombres le informaron
que nadie había tratado de salir. Llamó a dos de ellos y golpeó la puerta. Casi
instantáneamente abrió fray Felipe.


—¿Se acaba usted de levantar, fraile? —preguntó González.
—¿Acaso no es hora de que un hombre de bien esté acostado? —preguntó fray
Felipe a su vez.
—Así es, fraile, y sin embargo, usted no estaba acostado. ¿Cómo es que no había
salido antes? ¿No hicimos bastante ruido para despertarlo?
—Oí ruido de pelea…
—Y tal vez oirá más, fraile, o sentirá más latigazos a menos que conteste
rápidamente. ¿Niega usted que haya estado aquí el Zorro?
—No lo niego.
—¡Ah! Ya lo tengo. ¿Reconoce usted, entonces, que es usted cómplice del
bandolero, que lo protege en algunas ocasiones? ¿Lo admite, fraile?
—No admito nada de eso —respondió fray Felipe—. Nunca había visto al Zorro,
que yo sepa, hasta hace unos minutos.

—¡Muy verosímil! Cuéntele esa historia a los tontos, pero no a un soldado
inteligente, fraile. ¿Qué quería el Zorro?
—Le seguían ustedes tan de cerca, señor, que casi no tuvo tiempo de pedir nada
—dijo fray Felipe.
—¿Pero habló usted con él?
—Abrí la puerta cuando llamó, igual que al llegar usted.
—¿Qué dijo?
—Que lo venían persiguiendo los soldados.
—¿Y le pidió que lo escondiera, para que no pudiéramos capturarlo?
—No.
—Quería un caballo fresco, ¿no es así?
—No dijo eso, señor. Si es tan ladrón como lo pintan, sin, duda que habría
tomado el caballo sin pedirlo, de haberlo querido.
—¡Ah! ¿Entonces, para qué lo quería a usted? Sería mejor que dijera la verdad,
fraile.
—¿Acaso dije que tenía algo conmigo?
—¡Ah! ¡Por todos los santos!

—¡Los santos están mejor fuera de su boca, borracho presumido!
—¿Quiere usted que lo azoten otra vez, fraile? Estoy cumpliendo órdenes del
gobernador. ¡No me entretenga más! ¿Qué dijo el bandolero?
—Nada que pueda yo repetirle, señor —dijo fray Felipe.
El sargento González lo empujó bruscamente a un lado y entró a la sala seguido
de sus dos soldados.
—Enciendan el candelero —les ordenó a sus hombres—. Traigan unas velas, si
las encuentran. Vamos a registrar la casa.
—¿Van a registrar mi pobre casa? —gritó fray Felipe—. ¿Y qué esperan
encontrar?
—Espero encontrar una pieza de mercancía que el guapo Zorro dejó aquí, fraile.
—¿Qué es lo que se imagina que haya dejado?
—¡Ah! ¡Un paquete de ropa, supongo! Un bulto con su botín. Una botella de
vino. Una silla para remendar. Hay algo que me inquieta: el caballo del Zorro traía
doble carga al llegar a su casa, fraile, y no llevaba más que al Zorro cuando se fue.
—Y espera usted encontrar…

—La otra mitad de la carga —repuso González—. Si no la encontramos, le
torceremos a usted el brazo una o dos veces, a ver si así habla.
—¿Se atreverían? ¿Harían tal afrenta a un fraile? ¿Se rebajarían hasta la tortura?
—¡Por las barbas de Satanás! —gritó González—. Me engañó una vez no sé
cómo, pero no lo hará nuevamente. Registren la casa, soldados, y háganlo bien. Yo
me quedaré en este cuarto haciéndole compañía al fraile. Trataré de descubrir qué
sintió mientras lo estaban azotando por estafador.
—¡Bruto, cobarde! —rugió fray Felipe—. Tal vez llegue un día en que cesará la
persecución.
—¡Por las barbas de Satanás!
—¡Ay, cuando acaben estos disturbios y los hombres honrados reciban justicia!
—gritó fray Felipe—. ¡Cuándo los que fundaron este rico imperio reciban el fruto de
su labor y de su temeridad en vez de que se lo roben los políticos sinvergüenzas y sus
partidarios!
—¡Por las barbas de Satanás, fraile!

—¡Cuándo haya mil o más Zorros por todo el camino real que castiguen a los que
hacen tanto mal! ¡A veces quisiera no ser fraile, para hacerlo yo mismo!
—Lo atraparíamos en menos que canta un gallo y le pondríamos la soga al cuello
—dijo el sargento González—. Si cooperara usted más con los soldados de su
excelencia, tal vez lo trataríamos mejor.
—¡Yo no ayudo a ningún fruto del diablo! —dijo fray Felipe.
—¡Ah! Se está usted enojando, y eso va contra sus principios. ¿Qué, el papel de
un franciscano no es recibir todo lo que venga y dar las gracias, aunque le repugne?
¡Conteste, enojón!
—Conoce usted tanto de los principios y deberes de un franciscano como su
caballo.
—Mi caballo es un animal muy noble y muy listo. Viene cuando lo llamo y
galopa cuando se lo ordeno. No se burle de él, hasta que lo monte. ¡Ja, ja! Qué buen
chiste.
—¡Imbécil!
—¡Por las barbas de Satanás!


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.34

LA SANGRE DE LOS PULIDO
LOS DOS SOLDADOS regresaron al cuarto y dijeron que habían registrado toda la casa
muy bien, buscando por todos los rincones, sin encontrar a nadie aparte de los criados
indígenas de fray Felipe, los cuales estaban tan aterrados que no hubieran podido
mentir, y estos dijeron que no habían visto a ningún extraño en la casa.
—¡Ah! ¡Muy bien escondida, sin duda! —dijo González—. Fraile, ¿qué hay en
ese rincón?
—Fardos de cueros —respondió fray Felipe.
—Los he estado observando. El comerciante de San Gabriel debe haber tenido
razón cuando dijo que las pieles que compró no estaban bien curtidas. ¿Esas sí lo
están?
—Yo creo que sí.
—¿Entonces por qué se movieron? —preguntó González—. Tres veces se ha
movido un fardo. Soldados, busquen ahí.
Fray Felipe se levantó de un salto.
—Ya basta de tonterías —gritó—. Ya han buscado sin encontrar nada. Busquen
en los establos y váyanse. Por lo menos dejen que siga siendo el amo en mi casa. Ya
han alterado bastante mi reposo.

—¿Jura usted solemnemente, fraile, que no hay ningún ser viviente detrás de esos
fardos de pieles?
Fray Felipe se quedó vacilante y el sargento González sonrió maliciosamente.
—No está dispuesto a perjurar, ¿eh? —preguntó el sargento—. Ya sabía que con
eso vacilaría, mi estimado, franciscano. Soldados, registren los fardos.
Los dos hombres se dirigieron al rincón, pero no habían caminado más que unos
cuantos pasos cuando Lolita Pulido se levantó detrás de los fardos de pieles.
—¡Ah! ¡Desenterrada por fin! —gritó González—. ¡Aquí está el paquete que le
dejó el Zorro al fraile para que se lo cuidara! ¡Y qué bonito paquete! ¡A la cárcel, otra
vez, y esta escapada va a causarle una sentencia más enérgica!
Pero por las venas de Lolita corría la sangre de los Pulido, y González no había
tomado eso en cuenta. Lolita avanzó, quedando bajo la luz del candelero.
—Un momento, señores —dijo.
Lolita levantó la mano, en la que tenía un cuchillo muy afilado, de los que usan
los peleteros. Colocándose la punta del cuchillo sobre el corazón, les dirigió una
mirada de afrenta.

—La señorita Lolita Pulido no regresa a esa inmunda cárcel ni ahora ni nunca,
señores —dijo—. Prefiero clavarme este cuchillo en el corazón y morir como debe
morir una mujer de sangre noble. Si su excelencia desea un prisionero muerto, lo
tendrá.
El sargento González profirió una exclamación de disgusto. No dudaba que Lolita
haría lo que había dicho si sus hombres trataban de apresarla. Si se hubiese tratado de
un prisionero cualquiera, tal vez hubiera dado la orden a sus hombres, pero en este
caso no estaba muy seguro de que el gobernador lo aprobaría. Después de todo, la
señorita Pulido era la hija de un noble, y su suicidio podría causarle algún perjuicio a
su excelencia. Sería como una chispa que haría explotar el polvorín.
—Señorita, la persona que se quita su propia vida se arriesga a la condenación
eterna —dijo el sargento—. Pregúntele al fraile si no es cierto. Usted solo está
arrestada, no ha sido condenada ni sentenciada. Si es inocente, indudablemente que
pronto estará en libertad.
—No es hora de hacer sermones falsos, señor —respondió la muchacha—. Me
doy perfecta cuenta de la situación. He dicho que no regreso a la cárcel, y lo
sostengo. Si dan un paso hacia acá, me quito la vida.
—Señorita… —empezó fray Felipe.

—Es inútil que trate usted de impedírmelo, buen fraile —interrumpió Lolita—,
todavía me queda el orgullo, gracias a Dios. Si su excelencia me captura, será
después de muerta.
—¡Qué lío! —exclamó el sargento González—. Me imagino que no nos queda
sino retirarnos y dejar a la señorita en libertad.
—¡Ah, no, señor! —dijo entonces Lolita—. Es usted listo, pero no lo suficiente.
¿Se iría usted y dejaría a sus hombres rodeando la casa? ¿Esperaría la oportunidad
para prenderme?
González murmuró algo, pues esa había sido su intención y la chica lo había
adivinado.
—Seré yo la que se vaya —dijo—. Retrocedan y párense contra la pared, señores.
Inmediatamente, o me entierro el cuchillo en el pecho.
No podían sino obedecer. Los soldados se volvieron para ver si el sargento les
daba alguna instrucción, pero él temía arriesgarse a que Lolita se suicidara, sabiendo
que la ira del gobernador caería sobre su cabeza, por haberlo estropeado todo.


Pensándolo bien, tal vez sería mejor dejar que la muchacha saliera de la casa.
Podrían recapturarla después, ya que seguramente no se les podría escapar a los
soldados.
Lolita los observó con mucha atención, atravesando el cuarto para llegar a la
puerta. Llevaba el cuchillo todavía apuntando a su pecho.
—Fray Felipe, ¿quiere irse conmigo? —le preguntó—. Posiblemente lo castiguen
si se queda.
—Sin embargo, debo quedarme, señorita. No podría huir. ¡Qué el cielo la guarde!
Lolita miró a González y a los soldados una vez más.
—Saldré por esa puerta —dijo—. Ustedes se quedarán en este cuarto. Afuera hay
soldados, desde luego, y tratarán de detenerme. Les diré que usted me ha dado
permiso para irme. Si se lo preguntan, dígales que sí.
—¿Y si no lo hago?
—Entonces usaré el cuchillo, señor.
Abrió la puerta, y echó un vistazo hacia afuera.
—Confío en que su caballo sea excelente, señor, pues me lo voy a llevar —le dijo
al sargento.
Diciendo esto salió, cerrando la puerta.
—¡A ella! —gritó González—. Le vi los ojos. No usará el cuchillo, tiene miedo.
Se precipitó al otro lado del cuarto, al igual que los soldados. Pero fray Felipe
había estado demasiado pasivo y entonces entró en acción, sin pensar en las
consecuencias. Sacó una pierna y el sargento tropezó. Los dos soldados tropezaron a
su vez con él y todos cayeron al suelo en medio de una tremenda confusión.

En esta forma le había dado fray Felipe alguna ventaja a Lolita. La muchacha
corrió al caballo, montando de un salto. Sabía cabalgar como un indígena, y aunque
sus pequeños pies no alcanzaban las espuelas del sargento, no pareció importarle.
Hizo girar al caballo, picándole las ijadas con los pies en el preciso momento en
que uno de los soldados doblaba la esquina de la casa. Una bala le pasó silbando por
la cabeza.
El sargento González salió a la terraza diciendo maldiciones y gritándoles a los
soldados que montaran y la siguieran. La luna se había escondido detrás de una nube
otra vez y no se habían dado cuenta de la dirección que había tomado Lolita; tendrían
que detenerse a oír el ruido de los cascos, pero si lo hacían, perderían tiempo.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.35

NUEVAMENTE CHOCAN LAS ESPADAS
EL ZORRO se quedó parado, quieto como una estatua en la choza del indígena,
sosteniendo el hocico del caballo con una mano. El indígena estaba a su lado en
cuclillas.
Por el camino se oyó el ruido de los cascos, pero los perseguidores siguieron de
largo, gritándose unos a otros y profiriendo maldiciones en la obscuridad.
Continuaron su carrera hacia el valle.
El Zorro abrió la puerta y echó un vistazo; se detuvo a escuchar un momento y
enseguida sacó su caballo. Dio una moneda al indígena.
—De usted no, señor —le dijo el indígena.
—Tómala. Tú la necesitas y yo no —dijo el bandolero.
Subió a la silla y llevó a su caballo por la pendiente de la loma que quedaba detrás
de la choza. El animal casi no hacía ruido al subir por la loma. El Zorro bajó a una
depresión que había del otro lado, y llegó a una estrecha vereda por la que se fue
cabalgando lentamente, deteniéndose de cuando en cuando para darse cuenta de si
venían otros jinetes por aquella ruta.

Se dirigió hacia Reina de los Ángeles, aparentemente sin ninguna prisa por llegar
al pueblo. El Zorro tenía planeada otra aventura para esta noche, la que tendría que
llevar a cabo a determinada hora y bajo ciertas condiciones.
Dos horas después llegó a la cima de la loma desde donde se veía el pueblo. Se
quedó allí tranquilamente un largo rato, contemplando la escena. Las nubes ocultaban
la luna, pero podía ver la plaza de vez en cuando.
No divisó a ningún soldado, ni oyó nada, y pensó que tal vez se habían regresado
a continuar la persecución, y que los que habían ido tras de Don Carlos y doña
Catalina no habían regresado aún. Había luces en la taberna, en el presidio y en la
casa donde se hospedaba el gobernador.
El Zorro esperó a que las tinieblas volvieran a invadirlo todo, y entonces
emprendió la marcha lentamente, pero no por el camino. Hizo un rodeo para llegar al
pueblo, y por último llegó al presidio por la parte de atrás.
Se apeó llevando su caballo de la mano, avanzando lentamente, deteniéndose a
escuchar, pues pretendía una misión muy delicada que podría acabar en forma
desastrosa si cometía la más leve equivocación.
Detuvo al caballo detrás del presidio con objeto de que la pared del edificio le
diera sombra al salir la luna, y prosiguió cautelosamente pegado a la misma pared por
donde había trepado en aquella otra ocasión.

Al llegar a la ventana de la oficina, se asomó. El capitán Ramón estaba allí solo,
examinando algunos informes que tenía sobre la mesa, evidentemente esperando que
regresaran sus hombres.
El Zorro se deslizó hasta la esquina del edificio y vio que no había guardias. Se
imaginaba que el comandante había enviado a todos sus hombres a la caza, pero
tendría que actuar con mucha rapidez, pues de un momento a otro podrían regresar
algunos de los soldados.
Entró cautelosamente y atravesando el salón grande llegó a la puerta de la oficina.
Llevaba la pistola en una mano, y si alguien pudiera haberle visto la expresión bajo la
máscara, hubiera notado que el Zorro tenía los labios apretados formando una línea
recta en señal de decisión.
Igual que la vez pasada, el capitán Ramón giró en la silla al oír que abrían la
puerta, y una vez más vio los ojos del Zorro centellear a través de la máscara y la
boca de la pistola amenazándolo.
—No se mueva ni haga ruido. Me daría mucho gusto llenarlo de plomo —dijo el
Zorro—. Está usted solo; los idiotas de sus soldados me andan persiguiendo por
donde no estoy.


—¡Por todos los santos…! —musitó el capitán Ramón.
—Ni un suspiro, si quiere vivir. Vuélvase de espaldas.
—¿Me va a asesinar?
—No soy capaz de eso, comandante. Solo dispararé si me obliga a ello. Y le dije
que no hiciera ruido. Ponga las manos atrás, porque lo voy a amarrar.
El capitán obedeció. El Zorro avanzó rápidamente y le ató las manos con la fajilla
que traía en la cintura. Entonces hizo girar al capitán y quedaron frente a frente.
—¿En dónde está su excelencia? —preguntó.
—En casa de Juan Estrada.
—Ya lo sabía, pero quería ver si me decía la verdad. Es mejor que lo haga. Vamos
a ir a visitar al gobernador.
—A visitar…
—A su excelencia, dije. Y no hable más. Venga conmigo.
Agarró al capitán Ramón por un brazo, sacándolo apresuradamente de la oficina,
por el salón, a la calle. Lo condujo hasta el sitio donde esperaba su caballo.

—¡Monte! —le ordenó—. Yo me sentaré detrás de usted, y le apuntaré con la
pistola a la base del cráneo. No cometa ninguna equivocación, comandante, a menos
que ya esté aburrido de la vida. Esta noche estoy muy decidido.
El capitán Ramón ya lo había notado. Montó, y el bandolero hizo lo mismo detrás
de él tomando las riendas con una mano. El capitán Ramón sentía el frío acero en la
nuca.
El Zorro guio el caballo con las rodillas y no con las riendas. Bajaron por la
pendiente y rodearon el pueblo otra vez, sin acercarse a las sendas más transitadas,
hasta llegar a la parte trasera de la casa donde se hospedaba su excelencia.
Esta era la parte difícil de la aventura. Quería llevar al capitán Ramón con el
gobernador, hablar con ambos, sin que interviniera nadie. Obligó al capitán a apearse
y lo llevó a la pared de atrás. Allí había un patio, y se metieron.
Se veía que el Zorro conocía bien el interior de la casa. Entró por el cuarto de
criados, llevando al capitán con él, y pasó por un corredor sin despertar a un criado
que se encontraba durmiendo. Caminaron lentamente. De uno de los cuartos salían
unos ronquidos, y en otro había luz.
El Zorro se detuvo frente a este último y se asomó por una rendija que había en la
puerta. Sí el capitán Ramón abrigaba la idea de dar la alarma o de pelear, el roce de la
pistola en su cabeza lo hizo olvidarse.

Y apenas tuvo tiempo para pensar cómo salir de este predicamento, pues de
pronto el Zorro abrió una puerta, arrojó al capitán al cuarto, siguiéndolo él, y cerró la
puerta detrás de ellos. Su excelencia y su anfitrión estaban dentro.
—Silencio, y no se muevan —les dijo el Zorro—; al menor ruido le atravieso la
cabeza al gobernador con una bala. ¿Entendido? Muy bien, señores.
—¡El Zorro! —exclamó el gobernador con voz entrecortada.
—El mismo, excelencia. Le suplico a su anfitrión que no tenga miedo, pues no le
haré ningún daño si se queda muy callado mientras termino. Capitán Ramón, tenga la
amabilidad de sentarse al otro lado de la mesa, frente al gobernador. Me da
muchísimo gusto encontrar a la cabeza del estado despierto y esperando noticias de
mis perseguidores. Su mente estará fresca, y comprenderá muy bien lo que le diga.
—¿Qué significa este ultraje? —exclamó el gobernador—. Capitán Ramón,
¿cómo sucedió esto? ¡Prenda a ese hombre! Es usted un oficial…
—No culpe al comandante —dijo el Zorro—. Él sabe que el menor movimiento
significa la muerte. Hay un asunto que necesita explicación, y puesto que no puedo
verle de día como debe ser, me veo obligado a adoptar este método, Hagan el favor
de sentarse, señores, Esto puede tardar un poco.

Su excelencia se movió inquieto en su silla.
—Hoy insultó usted a una familia de nobles, excelencia —prosiguió el Zorro—.
Se ha olvidado usted de los convencionalismos a tal grado que ha ordenado que
metan en una miserable cárcel a un hidalgo, a su gentil esposa y a su hija inocente.
Ha empleado usted estos medios para satisfacer su resentimiento…
—Son traidores —dijo su excelencia.
—¿Qué traición han cometido?
—Usted es un proscrito y su cabeza tiene precio. Son culpables de esconderlo y
ayudarlo.
—¿Dónde obtuvo esa información?
—El capitán Ramón tiene pruebas en abundancia.
—¡Ah! El comandante, ¿eh? ¡Ya lo veremos! El capitán Ramón se encuentra aquí
y sabremos la verdad. ¿Puedo preguntar qué clase de pruebas tiene?
—Estuvo usted en la hacienda de los Pulido —dijo el gobernador.

—Es cierto.
—Un indígena lo vio y llevó la noticia al presidio. Los soldados se apresuraron a
capturarlo.
—Un momento. ¿Quién dijo que fue un indígena el que dio la alarma?
—El capitán Ramón.
—He aquí la primera oportunidad para que el capitán diga la verdad. Como dato
curioso, comandante, ¿no fue el mismo Don Carlos Pulido quien envió al indígena?
¡La verdad!
—Fue un indígena el que dio la alarma.
—¿Y no le dijo a su sargento que Don Carlos lo había enviado? ¿No dijo que Don
Carlos le había dado la información en secreto al llevar a su esposa, que estaba
desmayada, a su recámara? ¿No es verdad que Don Carlos hizo todo lo que pudo por
retenerme en la hacienda hasta que llegaran los soldados para que me capturara? ¿No
trató Don Carlos de demostrar su lealtad hacia el gobernador?
—¡Por todos los santos, Ramón, usted nunca me dijo eso! —afirmó su excelencia.
—Son traidores —insistió el capitán con terquedad.


—¿Qué otras pruebas? —preguntó el Zorro.
—Pues, mientras llegaban los soldados, se escondió usted por medio de algún
truco —dijo el gobernador—. Al poco rato llegó el capitán en persona al lugar de los
hechos, y mientras él estaba allí usted salió de una alacena, le dio una estocada por la
espalda, y escapó. Es un hecho palpable que Don Carlos lo había escondido en la
alacena.
—¡Por todos los santos! —exclamó el Zorro—. Yo había creído, capitán Ramón,
que tenía usted el valor civil suficiente para reconocer que había sido derrotado,
aunque sabía que era un bribón en otras cosas. ¡Diga la verdad!
—Esa es… la verdad.
—¡Diga la verdad! —ordenó el Zorro, acercándose a él y levantando su pistola—.
Le di tiempo para sacar su espada y ponerse en guardia. Peleamos durante diez
minutos, ¿no es así? Reconozco abiertamente que por un momento me desconcertó, y
entonces observé y me di cuenta de su método de batalla y comprendí que estaba a
merced mía. Y cuando pude haberlo matado fácilmente en unos minutos, no hice sino
rasguñarlo en un hombro. ¿No es verdad? ¡Conteste, si quiere vivir!
El capitán Ramón se mojó los labios que tenía completamente secos, y no podía
ver al gobernador.

—¡Conteste! —rugió el Zorro.
—Es… la verdad —admitió el capitán.
—¡Ah! De manera que lo ataqué por la espalda, ¿eh? Es una ofensa para mi
espada entrar en su cuerpo. ¿Ve usted, excelencia, qué clase de hombre tiene usted de
comandante aquí? ¿Hay más pruebas?
—Sí, las hay —dijo el gobernador—. Cuando los Pulido estaban de huéspedes en
la casa de Don Diego De la Vega, y Don Diego estaba fuera, el capitán Ramón fue a
presentar sus respetos a la señorita y lo encontró a usted solo con ella.
—¿Y eso qué prueba?
—Que usted está aliado a los Pulido; que lo escondieron hasta en la casa de Don
Diego, un hombre fiel. Y cuando el capitán lo descubrió, la señorita se abalanzó sobre
él y lo detuvo, lo entretuvo, más bien, hasta que usted escapó por una ventana. ¿No es
bastante?
El Zorro se inclinó y sus ojos echaron llamas, sobre los del capitán.
—De modo que esa es la historia que le contó, ¿verdad? —dijo el bandolero—.
Por cierto que el capitán Ramón está enamorado de la señorita. Fue a la casa, la
encontró sola, trató de forzar sus caricias, y aún le dijo que no debería oponerse, ya
que su padre estaba muy mal con el gobernador. Trató de besarla, y ella gritó
pidiendo auxilio. Yo acudí.

—¿Por qué estaba usted allí?
—No contestaré a eso, pero juro que la señorita no sabía de mi presencia. Ella
pidió auxilio y yo acudí.
—Hice que esto que usted llama comandante se arrodillara delante de ella y le
pidiera perdón. ¡Entonces lo llevé hasta la puerta y lo saqué a patadas! Después fui a
verlo al presidio y le dije que había ofendido a una señorita noble…
—Tal parece que también usted está enamorado de ella —dijo el gobernador.
—Así es, excelencia, y me siento muy orgulloso de admitirlo.
—¡Ah! Con esas palabras los condena usted, a ella y a sus padres ¿Niega usted
ahora que estén aliados con usted?
—Lo niego. Sus padres no saben nada de nuestro amor.
—Esta señorita no es muy convencional.
—¡Señor! Gobernador o no, otras palabras así y derramo su sangre —gritó el
Zorro—, le he dicho lo que sucedió aquella noche en casa de Don Diego De la Vega.
El capitán Ramón confirmará lo que he dicho. ¿No es así, comandante? ¡Conteste!
—Es… es la verdad.

El capitán tragó saliva, mirando la boca de la pistola del bandolero.
—¡Entonces me ha mentido, y no podrá continuar como oficial a mi servicio! —
gritó el gobernador—. Parece que este bandolero puede hacer lo que se le antoje con
usted. ¡Ah! Pero aún creo que Don Carlos Pulido y su familia son traidores, y de nada
le ha servido esta escenita, señor Zorro. ¡Mis soldados continuarán persiguiéndolos a
ellos… y a usted! Y antes de que terminen, haré que arrastren a los Pulido por el
fango y que a usted lo cuelguen.
—¡Qué sermón tan atrevido! —dijo el Zorro—. Les dio usted una buena tarea a
sus soldados, excelencia. Rescaté a tres prisioneros esta noche, y han escapado.
—Volverán a aprehenderlos.
—El tiempo lo dirá. Y ahora, tengo otra tarea que desempeñar aquí. Excelencia,
tome usted su silla y siéntese en aquel rincón; su anfitrión se sentará junto a usted, y
allí permanecerán hasta que termine yo.


—¿Qué piensa hacer?
—¡Obedezcan! —gritó el Zorro—. No tengo tiempo para discutir, ni con un
gobernador.
Observó mientras colocaban las sillas y se sentaban el gobernador y su anfitrión.
Entonces se acercó al capitán Ramón.
—Ofendió usted a una muchacha pura e inocente, comandante —dijo—. Por ese
motivo, sostendremos un duelo. El rasguño de su hombro ya está bien, y lleva usted
su espada a un lado. Un hombre como usted no merece respirar el aire puro de Dios.
La tierra estará mejor sin usted. ¡Levántese, y en guardia!
El capitán Ramón estaba pálido de ira. Sabía que estaba arruinado. Lo habían
obligado a confesar que había mentido. El gobernador le había denegado su rango y
este hombre era el culpable de todo.
Tal vez estando tan furioso podría matar al Zorro, dejar a la maldición de
Capistrano tirado en el suelo, desangrándose. Tal vez, si lo hacía, su excelencia se
aplacaría.

Se levantó de su silla y retrocedió a donde estaba el gobernador.
—¡Desáteme las manos! —gritó—. ¡Déjeme matar a este perro!
—Ya estaba usted prácticamente muerto antes, y ahora de seguro lo está por usar
esa palabra —dijo el Zorro con mucha calma.
Le desataron las manos al comandante. Sacó su espada, se lanzó hacia adelante
dando un alarido y atacó furiosamente al bandolero.
El Zorro perdió un poco de terreno ante esta embestida, colocándose en una
posición en donde la luz del candelero no lo molestaba. Era un perito con la espada y
había peleado muchas veces por su vida; conocía el peligro que había en el ataque de
un hombre enfurecido que no peleaba de acuerdo con los reglamentos.
Sabía, asimismo, que la furia se baja pronto a menos que un golpe afortunado
haga a su poseedor victorioso al iniciarse la pelea. De manera que retrocedió paso a
paso, cuidando su guardia, parando las estocadas arteras y alerto a cualquier
movimiento inesperado.
El gobernador y su anfitrión estaban sentados en el rincón, inclinados hacia
adelante, viendo el combate.

—¡Mátalo, Ramón, y no solo te rehabilito sino que te doy un ascenso! —gritó su
excelencia.
El comandante se sintió impelido a hacerlo. El Zorro notó que su adversario
peleaba mucho mejor que en la hacienda de Don Carlos Pulido. Se vio obligado a
pelear muy duro para salir de un rincón peligroso, y le estorbaba la pistola que tenía
en la mano izquierda para intimidar al gobernador y a su anfitrión.
Y de pronto la arrojó a la mesa, volteándose de modo que ninguno de los dos
hombres podría salir del rincón sin arriesgarse a que le entrara una espada en las
costillas. Y allí se quedó peleando.
El capitán Ramón no podía obligarlo a ceder terreno. Parecía que la espada del
Zorro eran veinte. Se precipitaba para adentro y para afuera, tratando de encontrar un
buen punto en el cuerpo del capitán, pues el Zorro estaba ansioso por terminar e irse.
Sabía que pronto amanecería, y temía que viniese algún soldado para traerle informes
al gobernador.
—¡Pelea, ofensor de jovencitas! —gritó—. ¡Pelea, mal hombre que cuenta
mentiras para injuriar a una familia noble! ¡Pelea, cobarde! ¡La muerte te está
mirando cara a cara y pronto te llevará! ¡Ah! ¡Ya casi te mataba! ¡Pelea, canalla!
El capitán Ramón profería maldiciones y atacaba, pero el Zorro le paraba las
estocadas y lo hacía retroceder, guardando su terreno. El capitán sudaba a chorros, y
estaba jadeante sin la serenidad necesaria para el combate. Tenía los ojos brillantes y
exageradamente abiertos.

—¡Pelea, debilucho! —Lo insultaba el bandolero—. Esta vez no te estoy
atacando por la espalda. Si tienes algo que rezar, hazlo, te queda poco tiempo.
Los únicos sonidos que se oían en el cuarto eran el ruido de las espadas, los pasos
y la respiración jadeante de los combatientes y de los dos espectadores de esta lucha a
muerte. Su excelencia se sentó a la orilla de la silla, agarrándose de ella con las
manos tan fuertemente que tenía las coyunturas blancas.
—¡Mata a este bandolero! —gritó—. ¡Usa toda tu pericia, Ramón! ¡A él!
El capitán Ramón atacó nuevamente, usando todas las energías que le quedaban,
peleando con tanta pericia como podía. Sus brazos parecían de plomo y su
respiración era jadeante. Se tiró a fondo, y cometió una equivocación de una fracción
de milímetro.
Como la lengua de una serpiente, la espada del Zorro arremetió. Se tiró hacia
adelante tres veces, y sobre la blanca frente de Ramón, entre los ojos, apareció de
pronto una sangrienta letra Z.
—¡La marca del Zorro! —gritó el bandolero—. ¡La llevará para siempre,
comandante!

El Zorro se puso serio. Tiró de nuevo a fondo y su espada salió chorreando
sangre. El comandante exhalo un suspiro y cayó al suelo.
—¡Lo ha matado! —gritó el gobernador—. ¡Le ha quitado la vida, infeliz!
—¡Así lo espero! La estocada fue directamente al corazón, excelencia. No
volverá a ofender a una señorita.
El Zorro miró a su enemigo tendido en el suelo, vio al gobernador y limpió su
espada con la fajilla con que había atado las manos del comandante. Guardó la espada
y recogió su pistola de la mesa.
—Mi trabajo de esta noche ha terminado —dijo.
—¡Y lo colgarán por ello! —gritó su excelencia.
—Tal vez, cuando me capturen —replicó la maldición de Capistrano.
Entonces, sin volver a mirar el cuerpo del que había sido el capitán Ramón, salió
al patio por su caballo.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.36

TODOS CONTRA ELLOS
YCAMINÓ hacia el peligro.
Ya había amanecido; las primeras nubes rosáceas se veían en el oriente, y el sol
iba subiendo rápidamente. La plaza estaba inundada de luz. No había neblina y se
percibían claramente las montañas en la lejanía.
El Zorro se había tardado demasiado con el gobernador y el comandante, o había
calculado mal la hora. Montó sobre su caballo y salió fuera del patio, y entonces se
dio cuenta del inminente peligro en el que estaba.
Por la senda de San Gabriel venían el sargento Pedro González y sus soldados de
caballería. Por el camino de Pala venía otro destacamento de soldados que habían ido
en persecución de los caballeros y de Don Carlos, y por fin se habían dado por
vencidos. Subiendo la loma hacia el presidio venía el tercer cuerpo de hombres, que
habían ido siguiendo a los rescatadores de doña Catalina. El Zorro estaba rodeado por
sus enemigos.

La maldición de Capistrano detuvo a su caballo deliberadamente por un momento
para estudiar sus alternativas. Echó un vistazo a los tres grupos de soldados,
calculando la distancia. Y en ese preciso instante uno de los soldados del
destacamento del sargento González lo vio y dio la voz de alarma.
Conocían el magnífico caballo, la larga capa morada, la máscara negra y el ancho
sombrero. Vieron ante ellos al hombre a quien habían perseguido durante toda la
noche, el que se había burlado de ellos por montes y valles. Temían la ira de su
excelencia y de sus oficiales superiores, y en los corazones y en las mentes de todos
había la firme determinación de capturar o matar a la maldición de Capistrano ahora
que se les presentaba esta última oportunidad.
El Zorro clavó las espuelas a su caballo y se precipitó hacia la plaza, delante de
unos veinte ciudadanos. En esos momentos salían corriendo de la casa el gobernador
y su anfitrión, gritando que el Zorro era un asesino y tenían que capturarlo. Los
indígenas se escurrían como ratas en busca de protección y los hombres de rango
permanecían quietos, llenos de asombro.

El Zorro, una vez que hubo atravesado la plaza, guio a su caballo a todo escape
hacia el camino. El sargento González y sus soldados corrieron para cortarle la
retirada y obligarlo a retroceder, gritándose unos a otros, pistola en mano y las
espadas listas. Su premio sería la recompensa, un ascenso y mucha satisfacción si
terminaban con el bandolero de una vez por todas.
El Zorro se vio obligado a desviarse de su ruta, pues se dio cuenta de que no
podría pasar. No había sacado su pistola del cinto, pero sí la espada, y le colgaba de la
mano derecha de tal modo que podría tomarla por la empuñadura en un instante para
ponerla en acción.
Volvió a atravesar la plaza, casi atropellando a varios hombres de rango que se le
pusieron enfrente. Pasó a unos cuantos pasos del gobernador enfurecido y de su
anfitrión, pasó como flecha por entre dos casas y corrió hacia las montañas.
Parecía que tenía muy pocas probabilidades de escapar del cordón de sus
enemigos. Desdeñando veredas y sendas, se fue por campo traviesa. Los soldados

galopaban a ambos lados para atajarlo, volando materialmente hacia el ángulo del
prisma, con la esperanza de llegar a tiempo para hacerlo retroceder.
González gritaba órdenes a voz en cuello, mandando a una parte de sus hombres
al pueblo para estar alertos en caso de que el bandolero regresara, y evitar que
escapara hacia el oeste.
Llegó al camino y siguió por el sur. No hubiera querido tomar esa dirección, pero
no podía escoger. Se precipitó por una curva del camino, en donde las chozas de
algunos indígenas tapaban la vista, y de pronto detuvo a su caballo, casi cayéndose de
la silla al hacerlo.
Pues he aquí que se le presentaba una nueva amenaza. Recto hacia él, por el
camino, venían a todo galope un caballo con su jinete, y muy cerca seis soldados
persiguiéndolos.
El Zorro giró su caballo. 

No podía voltear a la derecha porque había una barda de
piedras, el caballo podía haberla brincado, pero del otro lado había un sembradío y
sabía bien que no podría correr por ahí y que los soldados dispararían las pistolas.
Tampoco podía voltear a la izquierda, pues había un precipicio por el cual era
imposible bajar sin peligro. Tenía que regresar por dónde venían el sargento González
y sus hombres, con la esperanza de ganar unas doscientas yardas, en donde podría
descender, antes de que González y sus hombres llegaran.
Tomó su espada y se preparó para la lucha, pues sabía que iba a ser muy cerrada.
Echó un vistazo hacia atrás, y dio una exclamación de sorpresa.
Era Lolita Pulido la que cabalgaba el caballo a quien perseguían seis soldados, y
él había pensado que estaba segura en la hacienda de fray Felipe. Su larga cabellera
simulaba una cascada y sus pequeños pies estaban pegados a los flancos del caballo.
Iba completamente inclinada sobre el caballo, y llevaba las riendas bajas. Aun en esos
momentos se maravilló el Zorro de su pericia para montar.
—¡Señor! —La oyó gritar.

Y entonces llegó a su lado; cabalgaron juntos, precipitándose sobre González y
sus soldados.
—¡Me vienen persiguiendo desde hace horas! —dijo con voz entrecortada—. Me
les escapé, de casa de fray Felipe.
—¡No hable! —le gritó él—. ¡Cabalgue a mi lado!
—¡Mi caballo, ya no puede, señor!
El Zorro miró de reojo a la bestia y se dio cuenta de que en efecto estaba muy
fatigada. Pero no había tiempo para tenerle consideraciones. Los soldados que venían
tras ellos habían ganado alguna ventaja; y los que venían de frente ofrecían una
amenaza muy seria.
Galopaban juntos hacia donde estaban González y sus hombres. El Zorro vio las
pistolas, no dudando que el gobernador hubiese dado órdenes de agarrarlo vivo o
muerto, con tal de que no se escapara otra vez.
Entonces se le adelantó un poco a Lolita y le dijo que cabalgara detrás de él. Soltó
las riendas sobre el cuello del caballo y agarró la espada. Tenía dos armas: su espada
y su caballo.


Entonces vino el choque. El Zorro desvió a su caballo justamente a tiempo y
Lolita lo siguió. Atacó al soldado que quedó a su izquierda y luego al de la derecha.
Su caballo chocó contra el de un soldado y lo arrojó contra el animal que cabalgaba
otro.
Oyó alaridos por todos lados. Los hombres que venían persiguiendo a Lolita los
habían alcanzado. Se produjo una gran confusión; no podían usar las espadas por
temor a herirse unos a otros.
De pronto se lanzó a través de todos, y Lolita hizo lo mismo. Llegó a la orilla de
la plaza. Su caballo empezaba a dar señales de fatiga y no había ganado nada.
El camino de San Gabriel no estaba abierto, el camino de Pala estaba cerrado; no
tenía esperanzas de escapar galopando por las siembras, y del otro lado de la plaza
había más soldados montados a caballo, esperando cortarle la retirada por
dondequiera que se fuera.

—¡Nos han capturado! —gritó—. ¡Pero no han terminado con nosotros, señorita!
—¡Mi caballo va tropezando! —gritó Lolita.
El Zorro lo notó y sabía que la bestia no podría avanzar mucho más.
—¡A la taberna! —gritó.
Atravesaron la plaza. En la puerta de la taberna, el caballo de Lolita se tambaleó y
cayó. El Zorro pescó a Lolita a tiempo para evitarle una caída y, todavía llevándola en
sus brazos, se precipitó hacia la puerta de la taberna.
—¡Fuera! —le gritó al posadero y al criado indígena—. ¡Fuera! —les dijo a
media docena de vagos, pistola en mano. Salieron corriendo por la puerta, hacia la
plaza.
El bandolero cerró la puerta y le puso trancas. Notó que todas las ventanas
estaban cerradas, menos la que quedaba frente a la plaza, y que la mesa y las
cubiertas de piel estaban en su lugar. Caminó hacia la mesa y se volvió a Lolita.
—Tal vez este sea el fin —dijo.
—¡Señor! Los santos serán buenos con nosotros.
—Estamos rodeados de enemigos. A mí no me importa, siempre que muera
peleando como un caballero. Pero usted, señorita…
—¡No volverán a meterme a esa inmunda cárcel, señor! ¡Lo juro! Prefiero morir
con usted.
Sacó el cuchillo de su corpiño.
—¡Eso no, señorita!
—Le he dado mi corazón. Viviremos o moriremos juntos.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.37

EL ZORRO ACORRALADO
SE DIRIGIÓ a la ventana y miró para afuera. Los soldados estaban rodeando el
edificio. Pudo ver al gobernador caminando por la plaza, dando órdenes. Por la
vereda de San Gabriel venía bajando Don Alejandro De la Vega, para visitar al
gobernador. Se detuvo a la orilla de la plaza y empezó a hacer preguntas acerca del
tumulto.
—Todos están aquí para ver el fin —dijo el Zorro riendo—. ¿Dónde estarán mis
valientes caballeros, los que cabalgaron conmigo?
—¿Espera que vengan a ayudarlo?
—No, señorita. Tendrían que permanecer unidos y enfrentarse al gobernador para
decirle sus intenciones. Para ellos no fue más que una aventura, y dudo mucho que lo
tomen tan en serio como para quedarse conmigo ahora. No es de esperarse. Tendré
que pelear solo.
—Solo no, señor, estando yo a su lado.
La acercó a él y la abrazó.

—Cómo me gustaría que tuviéramos nuestra oportunidad —dijo él—. Pero sería
una locura dejar que mi tragedia influyera su vida. Ni siquiera ha visto usted mi cara,
señorita. Podría olvidarme. Podría salir de aquí ahora y rendirse, mandar avisar a Don
Diego De la Vega que será su esposo, y el gobernador se vería obligado a soltarla y a
librar a sus padres de toda culpa.
—¡Ah, señor!
—Piense, señorita. Piense en lo que sería. Su excelencia no se atrevería a
enfrentarse ni por un momento a un De la Vega. Sus padres recobrarían sus tierras,
usted sería la esposa del joven más rico de la comarca. Tendría todo lo necesario para
ser feliz…
—Todo, menos amor, señor; y sin amor, lo demás no vale nada.
—Piense, señorita, y decídase de una vez. ¡No tiene más que un momento!
—Tomé mi decisión hace mucho, señor. Una Pulido ama solamente una vez y no
se casa sin amor.
—¡Mi amor! —dijo él, volviendo a acercarla hacia sí.
Se oyeron golpes a la puerta.
—¡Señor Zorro! —gritó el sargento González.
—¿Dígame? —preguntó el Zorro.
—Vengo a hacerle una proposición de parte de su excelencia el gobernador.
—Estoy oyendo, gritón.

—Su excelencia no quiere causar su muerte ni lastimar a la señorita que está
adentro con usted. Le pide que abra la puerta y salga con la dama.
—¿Con qué fin? —preguntó el Zorro.
—Se les formará proceso a los dos. Así pueden librarse de la muerte y ser
encarcelados.
—¡Bah! He visto muestras de los procesos justos de su excelencia —respondió el
Zorro—. ¿Acaso crees que soy un imbécil?
—Su excelencia me pidió que le dijera que esta es su última oportunidad, y que
nunca volverá a hacerle otra proposición.
—Su excelencia hace muy bien en no gastar su aliento para hacérmela de nuevo.
Está engordando mucho y le falta la respiración.
—¿Qué espera ganar con esta resistencia, sino la muerte? —preguntó González
—. ¿Cómo cree que puede ganarnos a treinta hombres?
—Se ha hecho antes, gritón.
—Podemos derribar la puerta y apresarlo.

—Después de ver a algunos de ustedes muertos en el suelo —dijo el Zorro—.
¿Quién se atreverá a pasar primero por la puerta, mi sargento?
—Por última vez…
—Entre y tómese un tarro de vino conmigo —dijo el bandolero, riendo.
—¡Por las barbas de Satanás! —gritó González.
Quedó todo en silencio durante algunos minutos, y el Zorro se asomó
cautelosamente por la ventana para no atraer las balas.
Vio que el gobernador estaba en consulta con el sargento y algunos soldados.
La consulta terminó, y el Zorro se retiró rápidamente de la ventana. Casi
inmediatamente después empezó el ataque sobre la puerta. La estaban golpeando con
unos troncos muy pesados, tratando de derribarla. El Zorro, parado en medio del
cuarto, apuntó su pistola a la puerta y disparó, y al perforar la bala la madera, afuera
alguien dio un alarido de dolor; el Zorro corrió a la mesa para cargar la pistola
nuevamente.

Entonces fue hacia la puerta y observó el agujero por donde había pasado la bala.
El tablón se había rajado considerablemente y tenía una abertura bastante grande. El
Zorro sacó la punta de su espada por la abertura y esperó.
Nuevamente chocó el tronco contra la puerta, y uno de los soldados la empujó
con su cuerpo. La espada del Zorro pasó la abertura como un rayo, y regresó llena de
sangre; afuera se oyó un grito. Entonces una descarga de balas atravesó la puerta,
pero el Zorro se había puesto a salvo, sonriente.
—¡Muy bien, señor! —gritó Lolita.
—Grabaremos nuestra marca en algunos de estos miserables antes de terminar —
replicó.
—Quisiera poder ayudarlo.
—Lo está usted haciendo, señorita. Es su amor el que me da fuerzas.
—Si pudiera usar una espada…
—¡Ah, señorita! Ese es trabajo para hombres. Rece para que todo salga bien.
—Y al final, señor, si vemos que ya no hay esperanzas, ¿entonces podré ver su
cara?
—Se lo juro, y sentirá mis brazos alrededor de usted y mis labios sobre los suyos.
La muerte no será así tan amarga.
El ataque a la puerta comenzó de nuevo. Las balas atravesaban con regularidad y
también por la ventana que estaba abierta. El Zorro no podía hacer nada más que
quedarse parado en el centro del cuarto y esperar con su espada lista. Habría unos
minutos de mucha actividad, se lo prometía, cuando derribaran la puerta y se lanzaran
sobre él.


Parecía que ya estaba cediendo. Lolita se le acercó, con las lágrimas rodándole
por las mejillas, y lo agarró de un brazo.
—¿No se olvidará usted? —preguntó.
—No me olvidaré, señorita.
—Antes de que caiga la puerta, tómeme en sus brazos, déjeme ver su cara y
béseme. Entonces yo también podré morir contenta.
—Debe usted vivir…
—No para que me encierren en una cárcel inmunda. ¿Y qué sería la vida sin
usted?
—Está Don Diego…
—No pienso sino en usted, señor. Una Pulido sabe morir. Y quizá mi muerte les
haga ver a todos la perfidia del gobernador. Tal vez sirva para algo.
Otra vez pegó el tronco contra la puerta. Oyeron a su excelencia alentando a los
soldados, y al sargento González dando órdenes a voz en cuello.

El Zorro fue nuevamente a la ventana, arriesgando a que le dieran un balazo, y
miró hacia afuera. Vio que seis soldados ya tenían preparadas sus espadas, listos para
entrar en cuanto cayera la puerta. Lo agarrarían ¡Pero él se defendería hasta el final!
Continuó el ataque contra la puerta.
—Ya casi es el final —susurró la muchacha.
—Lo sé, señorita.
—Me hubiera gustado que hubiésemos tenido mejor suerte; sin embargo, muero
feliz por este amor de mi vida. Su cara y sus labios. ¡La puerta… está cayendo!
Dejó de llorar, y levantó la cara llena de valor. El Zorro suspiró, y con una mano
empezó a levantar el antifaz.
Pero de pronto se oyó un tumulto en la plaza, cesó el ataque a la puerta y oyeron
unas voces que no habían escuchado antes.
El Zorro se acomodó la máscara y fue a la ventana.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.38

EL HOMBRE DESENMASCARADO
VEINTITRÉS JINETES llegaban galopando a la plaza. Los caballos en que venían eran
magníficos; las sillas y las bridas estaban engarzadas con plata; sus capas eran de las
telas más finas, y llevaban sombreros con plumas, como si se tratara de un
acontecimiento de mucho vestir y quisieran que todo el mundo se enterara. Todos
ellos venían muy erguidos y orgullosos en sus caballos, con las espadas al lado, todas
las cuales tenían empuñaduras engarzadas de joyas, las que al mismo tiempo que eran
útiles, servían de rico ornamento.
Se colocaron frente a la taberna, entre la puerta y los soldados que la habían
estado golpeando, entre el edificio y el gobernador y los ciudadanos que se habían
agrupado. Allí se detuvieron todos juntos, dando la cara a su excelencia.
—¡Esperen! ¡Es mejor de otro modo! —ordenó el guía.
—¡Ah! —gritó el gobernador—. Comprendo. He aquí a los jóvenes herederos de
todas las familias nobles del sur. Han venido a demostrar su adhesión capturando a la
maldición de Capistrano. Gracias, caballeros. Sin embargo, no quiero que ninguno de
ustedes muera a manos de este individuo. 

No es digno de sus espadas, señores.
Sírvanse pasar a un lado, que ya su sola presencia nos da fuerzas, y dejen que mis
soldados se las entiendan con el bandido. Una vez más les doy las gracias por esta
muestra de lealtad, ya que esta demostración de que están ustedes de parte de la ley y
del orden significa, para la autoridad constituida…
—¡Paz! —gritó el guía—. Su excelencia, nosotros representamos el poder en esta
sección, ¿no es así?
—Así es, caballeros —dijo el gobernador.
—Nuestras familias deciden quién ha de gobernar y qué leyes serán las justas,
¿no es así?
—Tienen una gran influencia —dijo el gobernador.
—A usted no le gustaría que todos estuviéramos contra usted, ¿verdad?
—¡Claro que no! —gritó su excelencia—. Pero les ruego que dejen que los
soldados capturen a este individuo. No sería propio que un caballero fuera herido o
muerto por su espada.

—Es una lástima que no entienda usted.
—¿Qué no entiendo? —preguntó el gobernador, echando un vistazo a toda la
línea de hombres montados.
—Hemos celebrado concejo entre nosotros, excelencia. Conocemos nuestra
fuerza y nuestro poder, y hemos tomado algunas decisiones. Han sucedido algunos
hechos que no podemos apoyar: los frailes de las misiones han sido despojados por
los oficiales. Los indígenas reciben un trato peor que si fueran perros. Algunos nobles
han sido robados porque no se han mostrado amables con los gobernantes…
—Caballero…
—Paz, excelencia, hasta que termine. Esta situación hizo crisis cuando un
hidalgo, su esposa e hija fueron encerrados en la cárcel por órdenes suyas. Esto no lo
podemos apoyar, excelencia, y por lo tanto, hemos formado una banda y venimos a
actuar. 


Sepa usted que somos nosotros quienes vinimos con el Zorro a invadir la
cárcel para rescatar a los prisioneros; que llevamos a Don Carlos y a doña Catalina a
lugares seguros, y que hemos hecho juramento por nuestro honor y nuestra espada de
que no volverán a sufrir persecuciones.
—Yo diría…
—¡Silencio, hasta que termine! Estamos unidos, y la fuerza de nuestras familias
nos apoya. ¡Llame a sus soldados para que nos ataquen, si se atreve! Todos los nobles
del camino real acudirían en nuestra defensa; lo derrocarían y lo humillarían.
Esperamos su respuesta, excelencia.
—¿Qué es lo que quieren? —respondió el gobernador, con voz entrecortada.
—Primero, las debidas consideraciones para Don Carlos Pulido y su familia.
Nada de cárcel para ellos. Y si tiene usted el valor de procesarlos por traidores, tenga
la seguridad de que estaremos presentes para ajustar cuentas con el que dé falso
testimonio, y con cualquier magistrado que no sepa portarse como debe ser. Estamos
decididos, excelencia.

—Tal vez me adelanté algo en este asunto, pero me hicieron creer muchas cosas
—dijo el gobernador—. Les concedo su deseo. A un lado, caballeros, mientras mis
hombres agarran al bandido.
—No hemos terminado —dijo el guía—. Tenemos algo que decirle acerca del
Zorro. ¿Qué es lo que ha hecho de malo, excelencia? ¿Es culpable de traición? No ha
robado más que a los que a su vez han robado a los indefensos. Ha fustigado a
algunas personas injustas. Se ha ido de parte de los perseguidos, por lo cual lo
respetamos; y para hacerlo, arriesgó su vida. Pudo evadir a sus soldados con muy
buen éxito. Se ofendió porque lo insultaron, como se ofendería cualquier otro
hombre.
—¿Qué quieren que haga?
—Que le de el perdón absoluto, ahora mismo, al hombre conocido como el Zorro.
—¡Nunca! —gritó el gobernador—. Me ha ofendido personalmente. ¡Morirá!

Se volvió y vio a Don Alejandro De la Vega que estaba cerca de él.
—Don Alejandro, es usted el hombre más influyente de las tierras del sur —dijo
—. Usted es el hombre contra quien ni el mismo gobernador se puede enfrentar. Es
usted un hombre de justicia. Dígales a estos jóvenes caballeros que su deseo no se les
puede conceder. Pídales que regresen a sus casas, y olvidaré esta demostración de
traición.
—¡Yo los apoyo! —rugió Don Alejandro.
—¿Usted… usted los apoya?
—Sí, excelencia. Repito cada una de las palabras que han dicho delante de usted.
La persecución debe cesar. Concédales lo que piden, asegúrese de que sus oficiales se
comporten debidamente en el futuro, y regrese a San Francisco de Asís. Le doy mi
palabra de honor de que no habrá más traición en el sur. Yo mismo lo evitaré. Pero si
se opone, excelencia, me volveré contra usted, y haré que lo quiten de su puesto y lo
arruinen junto con sus inmundos parásitos.
—¡Qué sureños tan caprichosos! —gritó el gobernador.
—¿Su respuesta? —preguntó Don Alejandro.
—Tengo que aceptar. Pero hay una cosa…
—¿Sí?

—Le perdono la vida si se rinde, pero deberá ser procesado por el asesinato del
capitán Ramón.
—¿Asesinato? —preguntó el guía de los caballeros—. Fue un duelo entre
caballeros, excelencia. El Zorro se ofendió porque el comandante insultó a la
señorita.
—¡Ah! Pero Ramón era un caballero.
—Y el Zorro también lo es. Nos lo dijo y lo creemos, porque no había mentira en
su voz. De manera que fue un duelo, excelencia, y entre caballeros, de acuerdo con
los reglamentos. El capitán Ramón tuvo la desgracia de no ser mejor espadachín.
¿Entendido? Su respuesta.
—De acuerdo —dijo débilmente el gobernador—. Lo perdono, me voy a San
Francisco de Asís, y la persecución cesará en esta localidad. Pero que Don Alejandro
cumpla su promesa, que no haya traición contra mí si hago todo esto.
—Le he dado mi palabra —dijo Don Alejandro.
Los caballeros se apearon dando gritos de alegría. Alejaron a los soldados de la
puerta. El sargento González se quedó murmurando porque se le había ido la
recompensa.

—¡Eh, señor Zorro! —gritó uno—. ¿Oyó usted?
—Ya oí, caballero.
—¡Abra la puerta y venga con nosotros, es usted un hombre libre!
Hubo un momento de vacilación, y entonces la puerta se abrió. El Zorro salió
llevando a Lolita del brazo. Se detuvo en el dintel de la puerta e hizo una reverencia.
—¡Muy buenos días, caballeros! —dijo—. Sargento, siento mucho que no se
haya ganado usted la recompensa, pero haré que dicha cantidad les sea acreditada a
usted y a sus hombres en la taberna.
—¡Por todos los santos, es todo un caballero! —dijo González.
—Quítese la máscara, hombre —gritó el gobernador—. Quiero ver la cara del
hombre que engañó a mis soldados, que se ha ganado a los caballeros, y me ha hecho
adquirir un compromiso.
—Me temo que se desilusionará cuando vea mis pobres facciones —repuso el
Zorro—. ¿Se imagina usted que me parezco a Satanás? ¿O acaso que tengo semblante
angelical?
Rio entre dientes, mirando a Lolita, y después se quitó el antifaz.
Siguió a este movimiento Un coro de exclamaciones de asombro, uno o dos
juramentos explosivos de los soldados, gritos de alegría de los caballeros, y un
alarido, mezcla de orgullo y contento de un viejo hidalgo.
—¡Don Diego, mi hijo…, es mi hijo!
Y el hombre que estaba frente a ellos dejó caer los hombros, suspiró y habló
lánguidamente:
—¡Qué tiempos tan turbulentos! ¿Es que ya no puede un hombre meditar sobre
los músicos y los poetas?
Y Don Diego De la Vega, la maldición de Capistrano, cayó en brazos de su
padre.


La  Mascara del Zorro The Mark of Zorro
Capítulo.39

POR LAS BARBAS DE SATANÁS
TODOS SE ACERCARON, soldados, indígenas y caballeros, rodeando a Don Diego De
la Vega y a la señorita que estaba prendida a su brazo y lo miraba con ojos llenos de
orgullo.
—¡Explíquenos! ¡Explíquenos! —gritaban.
—Todo empezó hace diez años, cuando era yo un muchacho de quince —dijo—.
Oí relatos sobre la persecución. Vi cómo molestaban y despojaban a mis amigos, los
frailes. Vi a unos soldados golpear a un anciano indígena que era amigo mío.
Y entonces me decidí a jugar esta aventura. Sabía que sería muy difícil, de
manera que simulé tener muy poco interés en la vida para que nadie asociara mi
nombre con el del bandolero que aspiraba llegar a ser. En secreto practiqué la
equitación y la esgrima…
—¡Por todos los santos, vaya que si lo hizo!
—Una parte de mí era el Don Diego lánguido que todos ustedes conocían, y la
otra era la maldición de Capistrano que esperaba llegar a ser. 

Entonces llegó el
tiempo y empezó mi trabajo. Es algo muy raro para explicarles, señores. ¡En cuanto
me ponía la capa y la máscara, la parte que correspondía a Don Diego se desvanecía!
¡Mi cuerpo se erguía, y parecía que por mis venas corría sangre nueva, mi voz se
hacía potente, y me sentía lleno de bríos! Y apenas me quitaba la capa y la máscara,
volvía a ser el lánguido Don Diego. ¿No les parece curioso? Me hice amigo del
sargento González con un fin.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ya me imagino cuál era ese propósito, caballeros! —gritó González
—. Se fatigaba en cuanto se mencionaba al Zorro, y no quería oír hablar de violencia
ni de sangre, pero siempre me preguntaba hacia dónde iba a ir con mis soldados, y
usted tomaba otra dirección para actuar.
—Es usted un adivino formidable —dijo Don Diego, riendo, al igual que todos
los presentes—. Hasta crucé mi espada con la suya, para que no supiera que yo era el
Zorro. ¿Recuerda aquella noche de lluvia en la taberna? Escuché sus alardes, salí y
me puse la máscara y la capa. Después entré y luché contra usted, escapé, me quité la
máscara y la capa, y regresé para bromear con usted.
—¡Bah!
—Visité la hacienda de los Pulido como Don Diego, y poco rato después regresé
como el Zorro y hablé con esta señorita. Casi me captura usted, sargento, aquella
noche en la misión de fray Felipe, es decir, la primera noche.
—¡Pero…! Me dijo que no había visto al Zorro.


—Y era verdad. El fraile no tiene espejos, porque piensa que puede volverse
vanidoso. Lo demás no fue difícil, desde luego. Podrán ustedes comprender cómo
estaba el Zorro en mi casa cuando el comandante insultó a la señorita. Y ella debe
perdonarme por esta desilusión. La cortejé como Don Diego, y no me quiso.
Entonces lo intenté como el Zorro, y los santos fueron buenos conmigo y me dio su
amor. Pero quizá eso también tenía un propósito, pues despreció la riqueza de Don
Diego De la Vega por el hombre que amaba, a pesar de que a la sazón creía que era
un proscrito y un renegado. Me ha mostrado la pureza de su corazón, y me siento
feliz por ello. Excelencia, la señorita será mi esposa, y me imagino que lo pensará
bien antes de seguir molestando a su familia.
Su excelencia extendió los brazos con ademán de resignación.
—Fue difícil engañarlos, pero lo conseguí —prosiguió Don Diego—. Lo logré
solo después de varios años de práctica.
Y ahora, el Zorro no volverá a cabalgar, pues no habrá ninguna necesidad; y

además, un hombre casado debe tener muchas precauciones.
—¿Y con quién voy a casarme? —preguntó Lolita, sonrojándose al darse cuenta
de que había hablado delante de todos.
—¿A quién amas?
—Creía que amaba al Zorro, pero ahora me parece que amo a los dos —dijo—.
¿No es vergonzoso? Pero prefiero al Zorro, que al Diego De la Vega que conocí.
—Trataremos de sacar un balance perfecto —repuso el Zorro, riendo nuevamente
—. Dejaré mi antigua languidez y poco a poco me transformaré en el hombre que
quieres. La gente dirá que el matrimonio me volvió todo un hombre.
—Se inclinó y la besó delante de todos.
—¡Por las barbas de Satanás! —gritó el sargento González.

FIN


La Mascara del Zorro The Mark of Zorro & Johnston McCulley. 1924


martes, 8 de febrero de 2022

Alejandro Magno Historia y Biografía

 


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Alejandro Magno Historia y Biografía


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Alejandro Magno

(Alejandro III de Macedonia; Pella, Macedonia, 356 a.C. - Babilonia, 323 a.C.) Rey de Macedonia cuyas conquistas y extraordinarias dotes militares le permitieron forjar, en menos de diez años, un imperio que se extendía desde Grecia y Egipto hasta la India, iniciándose así el llamado periodo helenístico (siglos IV-I a.C.) de la Antigüedad.

Su padre, el monarca Filipo II de Macedonia, había convertido esta región, antaño fronteriza con Grecia y escasamente helenizada, en un poderoso reino que ejercía una pujante hegemonía sobre las ciudades-estado griegas. Filipo II había preparado a su hijo para gobernar, proporcionándole una experiencia militar y encomendando su formación intelectual a Aristóteles, quien despertó en el joven Alejandro su admiración por la cultura griega y las antiguas epopeyas, particularmente por la Ilíada de Homero. Habiendo ya acreditado su valor y pericia en el campo de batalla, Alejandro sucedió con sólo veinte años a su padre, asesinado en el año 336 a.C.

Alejandro Magno dedicó los primeros años de su reinado a imponer su autoridad sobre los pueblos sometidos a Macedonia, que habían aprovechado la muerte de Filipo para rebelarse. Y enseguida (en el 334) lanzó a su ejército contra el poderoso y extenso Imperio Persa o Aqueménida, fundado dos siglos antes por Ciro el Grande (579-530 a.C.), continuando así la empresa que su padre había iniciado poco antes de morir: una guerra de venganza de los griegos (bajo el liderazgo de Macedonia) contra los persas.

Con un ejército pequeño (unos 30.000 infantes y 5.000 jinetes), Alejandro Magno se impuso invariablemente sobre sus enemigos, merced a su excelente organización y adiestramiento, así como al valor y al genio estratégico que demostró; las innovaciones militares introducidas por Filipo II (como la táctica de la línea oblicua) suministraban ventajas adicionales. Alejandro recorrió victorioso el Asia Menor (batalla de Gránico, 334), Siria (Issos, 333), Fenicia (asedio de Tiro, 332), Egipto y Mesopotamia (Gaugamela, 331), hasta tomar las capitales persas de Susa (331) y Persépolis (330). El último emperador persa, Darío III, fue asesinado por uno de sus sátrapas o gobernadores provinciales, Bessos, para evitar que se rindiera. Bessos continuó la resistencia contra Alejandro en el Irán oriental. Una vez conquistada la capital de los persas, Alejandro licenció a las tropas griegas que le habían acompañado durante la campaña y se hizo proclamar emperador, relevando a la dinastía aqueménida. Enseguida lanzó nuevas campañas de conquista hacia el este: derrotó y dio muerte a Bessos y sometió Partia, Aria, Drangiana, Aracosia, Bactriana y Sogdiana.

Dueño del Asia central y del actual Afganistán, Alejandro Magno se lanzó a conquistar la India (327-325), albergando ya un proyecto de dominación mundial. Aunque incorporó la parte occidental de la India (vasallaje del rey Poros), hubo de renunciar a continuar avanzando hacia el este por el amotinamiento de sus tropas, agotadas por tan larga sucesión de conquistas y batallas. Con la conquista del Imperio Persa, Alejandro descubrió el grado de civilización de los orientales, a los que antes había tenido por bárbaros. Concibió entonces la idea de unificar a los griegos con los persas en un único imperio en el que convivieran bajo una cultura de síntesis (año 324). Para ello integró un gran contingente de soldados persas en su ejército, organizó en Susa la «boda de Oriente con Occidente» (matrimonio simultáneo de miles de macedonios con mujeres persas) y él mismo se casó con dos princesas orientales: una princesa de Sogdiana y la hija de Darío III.

La reorganización de aquel gran Imperio se inició con la unificación monetaria, que abrió las puertas a la creación de un mercado inmenso; se impulsó el desarrollo comercial con expediciones geográficas como la mandada por Nearcos, cuya flota descendió por el Indo y remontó la costa persa del Índico y del golfo Pérsico hasta la desembocadura del Tigris y el Éufrates. También se construyeron carreteras y canales de riego. La fusión cultural se hizo en torno a la imposición del griego como lengua común (koiné). Y se fundaron unas setenta ciudades nuevas, la mayor parte de ellas con el nombre de Alejandría (la principal en Egipto y otras en Siria, Mesopotamia, Sogdiana, Bactriana, India y Carmania).

La temprana muerte de Alejandro a los 33 años, víctima del paludismo, le impidió consolidar el imperio que había creado y relanzar sus conquistas; de hecho, el imperio de Alejandro Magno apenas sobrevivió a la muerte de su creador. Se desencadenaron luchas sucesorias en las que murieron las esposas e hijos de Alejandro, hasta que el imperio quedó repartido entre sus generales (los diádocos): Seleuco, Ptolomeo, Antígono, Lisímaco y Casandro; Ptolomeo, autor de una biografía suya, inició en Egipto una dinastía destinada a prolongarse hasta los tiempos de la célebre Cleopatra. Los Estados resultantes fueron los llamados reinos helenísticos, que mantuvieron durante los siglos siguientes el ideal de Alejandro de trasladar la cultura griega a Oriente, al tiempo que insensiblemente dejaban penetrar las culturas orientales en el Mediterráneo.

Historia de Alejandro Magno

Alejandro Magno, el gran conquistador: quién fue y qué hizo Alejandro Magno, o Alejandro el Grande, llegó muy pronto al poder que dejó su padre Filipo. Su educación estuvo marcada por la preparación militar sin descuidar la formación intelectual que fue encomendada a Aristóteles, uno de los filósofos griegos más destacados de la antigüedad.

Alejandro Magno, o Alejandro el Grande, llegó muy pronto al poder que dejó su padre Filipo. Su educación estuvo marcada por la preparación militar sin descuidar la formación intelectual que fue encomendada a Aristóteles, uno de los filósofos griegos más destacados de la antigüedad. Lo primero que hizo fue imponer su autoridad a los rivales y pueblos sometidos por su padre ante una posible conspiración contra su pueblo. Aquí obligó a muchas ciudades-estado de Atenas como Tebas a firmar una paz con su pueblo para no acabar siendo sometidas por el poder de Alejandro.

Con tan solo 22 años, Alejandro Magno se lanzó en ofensiva contra el potente Imperio Persa. Pero Alejandro no solo cambió la forma de hacer la guerra, también cambió las estructuras políticas griegas y la cultura bajo su influencia. Grecia se expandiría por el Mediterráneo gracias a las conquistas de Alejandro que dejó un marcado legado en el país heleno, hasta el punto de ser considerado casi como una divinidad.


Muerte temprana

A pesar de su astucia en el campo de batalla, las duras campañas de guerra pasaron factura a Alejandro Magno y a su ejército. En el año 326, cuando ya había recorrido gran parte del imperio, y había logrado muchas victorias, su ejército cansado de los años de batalla pidió regresar a casa. Ante la posibilidad de un motín entre sus hombres, volvieron a Persia para prepara la que sería su última batalla. En el 323 a.C., cuando faltaban unos meses para cumplir 33 años, Alejandro fallecía en el palacio de Nabucodonosor II de Babilonia. Los motivos de su muerte jamás fueron esclarecidos. Muchos piensan que fue envenenado por sus propios hombres, deseosos de disfrutar de lo conseguido bajo el mando de Alejandro. Otros historiadores apuntan a que pudo contraer la fiebre del Nilo, lo que le causó la muerte en pocos días. Aunque el gran Alejandro Magno murió, nada después fue igual para Grecia que entró de lleno en el conocido período helenístico (323 a.C. – 30 a.C.), mezcla de culturas griega y oriental, motivadas por las conquistas de Alejandro el Grande.

Alejandro Magno fue el primer monarca universal

La unidad territorial del imperio del famoso macedonio desapareció a su muerte, pero había ideado una fórmula de gobierno que muchos iban a querer copiar en el futuro. Los dominios de Alejandro se extendían por tres continentes. En Europa poseía Macedonia, Grecia y Tracia. En África, la Cirenaica y Egipto. Asia también le pertenecía, desde la Jonia helena, en el oeste, hasta el Punjab, en el norte de India. Pero este imperio universal se desmoronó nada más morir el conquistador. Los generales que lo sucedieron, los diádocos, lo despedazaron como una jauría. Sin embargo, con sus prolongadas guerras solo modificaron el mapa político, no el patrimonio alejandrino. La huella de este se mantuvo durante tres siglos pese a la breve existencia de su artífice. Únicamente el ascenso de Roma como potencia hegemónica internacional cerró este capítulo cosmopolita de la Antigüedad. Y aun así, la ciudad de los césares no acabó con el legado de Alejandro, sino que le dio un nuevo impulso. Permitió su supervivencia al integrarlo en el seno de su propia síntesis cultural.

Los sucesores

Todavía estaba caliente el cadáver de Alejandro Magno cuando en Babilonia, la ciudad de su muerte, se convocó una cumbre de estado. El monarca no había nombrado heredero, por lo que sus lugartenientes, en la tradición macedonia de los colegios electorales, se dispusieron a decidir su sucesor. Cada general tenía una postura respecto a cómo resolver la crisis. Al frente de las monarquías estaban los diádocos, fieles amigos de Alejandro, y también enemigos recalcitrantes

Ya se vio en este primer consejo que las discrepancias, inamovibles, acabarían zanjándose por las armas. Lo que siguió fue una orgía de sangre. Batallas campales, asesinatos palaciegos, secuestros, intrigas. Un caos profundo y mucha muerte. Cayeron inocentes como Alejandro IV, el hijo de Roxana, de trece años, la propia Roxana y también Olimpía de, la madre del rey guerrero.

No corrió mejor suerte la otra viuda de Alejandro Magno, Estatira, la última princesa aqueménida y una de las primeras víctimas del caos sucesorio. Cuando acabó el conflicto, la familia del soberano había sido exterminada. No quedaba nadie del linaje de Alejandro. Cinco reinos habían surgido de su gran imperio. Al frente de estas monarquías estaban los diádocos, los sucesores, viejos y fieles amigos de Alejandro, como Ptolomeo en Egipto, pero también enemigos recalcitrantes, como el rencoroso Casandro. Este se adueñó de Macedonia sin importar que fuera el asesino de Olimpía de, de Roxana, del pequeño Alejandro IV y tal vez incluso de su padre, el legendario conquistador.

El rey del mundo

Pero la división política alteró la forma del Imperio, no su esencia. Alejandro había sentado un precedente: llevó a la práctica el concepto de una monarquía universal. Tuvo antecesores en ello, muy recientes: los emperadores persas de la dinastía aqueménida. Sin embargo, nadie salvo el Magno había unido Oriente y Occidente bajo un mismo cetro. Fue el único rey del mundo hasta la irrupción de Augusto en Roma tres siglos después. Detrás de este ambicioso proyecto había una base filosófica. No de su tutor Aristóteles, que consideraba bárbaro todo lo que no fuera griego, sino de Platón y Empédocles, defensores respectivos de un gobierno sustentado en la virtud de los más aptos y de una ley común para la humanidad.

Al principio de la conquista, Alejandro delegaba funciones en sus compañeros macedonios. Pero una vez asegurada la ocupación de Persia el núcleo duro de su poder comenzó a designar o a mantener en altos cargos a administradores locales, siempre que fueran leales y trabajaran con rectitud y eficiencia. Era el modelo aqueménida: a la cabeza de la pirámide el rey de reyes, luego sus allegados en el caso de Alejandro, los más capaces, no la aristocracia y después una amplia red burocrática de procedencia diversa: macedonia, helena, irania, mesopotámica, egipcia, india...


En pos de la unidad

Esta participación de las naciones sometidas en el gobierno no gustó nada entre los griegos tradicionalistas, xenófobos. Tampoco les agradó que Alejandro adoptara costumbres orientales, como la postración ante su persona, o que mezclara en su atuendo macedónico elementos de la realeza persa, como la diadema y la túnica de rayas blancas. No comprendían el genio diplomático de un hombre adelantado a su tiempo. Algunas historias eran urdidas, con espíritu difamatorio, en Pella, Atenas y demás avisperos de sus adversarios

El hijo de Filipo ya no regía sobre un país periférico de la Hélade, sino sobre el conjunto del mundo conocido. La máxima expresión de su avanzada política de fusión fueron las llamadas bodas de Susa, celebradas en 324 a. C. En ellas, Alejandro contrajo matrimonio con Estatira, la hija del último soberano aqueménida, y casó a la hermana de esta, Dripetis, con Hefestión, su mano derecha. Hizo lo mismo con sus decenas de comandantes y las nobles persas, así como con miles de veteranos macedonios y sus novias de campaña. Buscaba propiciar un entendimiento intercultural para su trono universal, y qué mejor símbolo de concordia que unas nupcias colectivas.


La mitificación del héroe

Acontecimientos espectaculares como este, la difusión de sus hazañas bélicas o la fama de su generosidad fomentaron el nacimiento de innumerables leyendas sobre Alejandro. Proliferaban a su paso espontáneamente, como las que terminarían convirtiéndolo en el protagonista de aventuras sobrehumanas en los folclores asiático, africano y europeo. Otras historias eran urdidas a conciencia, con erudición y espíritu difamatorio, en Pella, Atenas y demás avisperos de sus adversarios. Estas últimas perfilaron la decadente caricatura que aún hoy asoma en ciertos textos: el tirano engreído, pendenciero y borrachín.

Ambas mitologías, la admirativa y la despectiva, constituyen otro aspecto del legado alejandrino, el literario. Un tema recurrente de este, la apoteosis del héroe (históricamente la presunta deificación en el santuario desértico de Siwa en 331 a. C.), también incidió en la posteridad. En el terreno político, confirió a Alejandro una autoridad total sobre pueblos favorables a la divinidad del soberano, como el egipcio o, en menor grado, el persa. El culto a los césares romanos, la influencia de Carlomagno sobre la Iglesia o las monarquías absolutistas ya en la Edad Moderna tuvieron un referente de prestigio en esta faceta del gran macedonio.

Un nombre de piedra

Otro modo en que perduró la impronta de Alejandro fue a través de la fundación de ciudades. La carne se corrompe, la piedra, menos. A sabiendas de ello, el hijo de Filipo, ansioso de fama imperecedera, sembró decenas de centros urbanos desde el Nilo hasta al Indo. Plutarco calculó unos setenta. Casi todos los asentamientos que estableció llevaban el nombre de Alejandría, forma eficaz de inmortalizarse. Fueran tantos o no, el rey del mundo fue uno de los mandatarios de la Antigüedad más dinámicos en este sentido. Casi todos los asentamientos que estableció además de mejorar otros existentes recibieron el nombre de Alejandría. Era una manera sencilla y eficaz de inmortalizarse.

La Alejandría más importante fue la de Egipto, célebre por su biblioteca y su faro, pero también recuerdan al monarca la Iskenderun de Turquía o la Kandahar de Afganistán, entre otras. Son las arcaicas Alejandrías de Issos y de Aracosia. Sus apelativos actuales derivan de Iskandar, Alejandro en persa y en árabe.

Helenismo, síntesis universal

Estas ciudades nuevas y las de fundación anterior, unidas en un mismo dominio, fueron los principales focos de irradiación del fenómeno conocido como helenismo. El señorío de Alejandro abarcaba las civilizaciones griega, persa, mesopotámica, fenicia, hebrea y egipcia, entre otras. Al quedar comprendidas en un espacio común, estas culturas seculares y milenarias tendieron a sintetizarse. Hubo sincretismo en las religiones; Amón y Zeus fueron asimilados, al igual que dioses de todos los confines. Los cánones artísticos griegos, antes relegados a las polis de la Hélade y de Jonia, absorbieron la suntuosidad y monumentalidad orientales y llegaron a los rincones más remotos del mundo.

El comercio se vio beneficiado por el libre tránsito de las mercancías, lo mismo que las ciencias en cuanto a los conocimientos. Se hicieron progresos espectaculares en medicina, astronomía, geografía e ingeniería, mientras se promovían las artes. El helenismo, en suma, abrió la cultura griega al globo, y en este amplio marco interconectó a las demás civilizaciones. Alejandro había alumbrado un mundo unificado. No sorprende que todos los emperadores o pretendientes posteriores, de Julio César en adelante, se miraran en este espejo inspirador. En esta vida breve de larga sombra en la historia.


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