viernes, 11 de marzo de 2022

Los Juegos del Hambre Tercera Parte ¡¡Final!! “Volumen 1” & Suzanne Collins

 

Los Juegos del Hambre Tercera Parte  ¡¡Final!! “Volumen 1”Suzanne Collins


Banda Sonora Musical Los Juegos del Hambre

Los Juegos del Hambre & Suzanne Collins

_____ 19 _____ 

Me tapo la boca, pero ya se me ha escapado el grito. El cielo se oscurece y oigo un coro de ranas que empiezan a cantar.« ¡Estúpida! --me digo--. ¡Qué estupidez has hecho!» Espero, paralizada, a que los bosques se llenen de atacantes, pero después recuerdo que no queda casi nadie. Peeta, que está herido, es ahora mi aliado. Todas las dudas que pudiera haber tenido sobre él se desvanecen, porque, si alguno de los dos hubiese matado al otro, seríamos parias a nuestro regreso al Distrito 12. De hecho, sé que, de estar viendo los juegos por la tele, habría odiado a cualquier tributo que no intentase de inmediato aliarse con su compañero de distrito. Además, tiene sentido que nos protejamos el uno al otro y, en mi caso (al ser los amantes trágicos del Distrito 12), es un requisito imprescindible si deseo recibir más ayuda de patrocinadores comprensivos. Los amantes trágicos... Peeta debe de haber estado jugándosela a esa carta desde el principio. ¿Por qué si no habrían decidido los Vigilantes este cambio sin precedentes en las reglas? Para que dos tributos tengan la oportunidad de ganar, nuestro «romance» debe de ser tan popular entre la audiencia que condenarlo al fracaso pondría en peligro el éxito de los juegos. Y no es gracias a mí, porque lo único que he hecho ha sido conseguir no matar a Peeta. No sé qué habrá hecho él en el estadio, aunque me da la impresión de que ha convencido al público de que ha sido para mantenerme con vida. 

Sacudió la cabeza para evitar que yo me metiese en la Cornucopia; luchó contra Cato para permitirme escapar; incluso su unión con los profesionales tiene que haber sido una táctica para protegerme. Al final va a resultar que Peeta nunca ha sido un peligro para mí. La idea me hace sonreír. Dejo caer las manos y levanto el rostro hacia la luna, para que las cámaras puedan verlo bien. Entonces, ¿a quién debo temer? ¿A la Comadreja? El chico de su distrito está muerto y ella trabaja sola, por la noche, y su estrategia ha consistido en evadirse, no en atacar. En realidad, aunque haya escuchado mi voz, no creo que haga nada, salvo esperar a que otro me mate. También está Thresh. Vale, él es una amenaza real, pero no lo he visto ni una vez desde que empezaron los juegos. Cuando la Comadreja se asustó con un ruido en el lugar de la explosión, no se volvió hacia el bosque, sino hacia lo que hay al otro lado de él, esa zona del estadio que se pierde de vista y llega a no sé dónde. Estoy casi segura de que la persona de la que huía era Thresh y que ése es su dominio. Desde allí no puede haberme escuchado y, aunque lo hiciera, estoy a demasiada altura para alguien de su tamaño. 

Eso me deja con Cato y la chica del Distrito 2, que seguramente estarán celebrando la nueva regla. Es la única pareja que queda, salvo Peeta y yo. ¿Debería huir, por si me han oído llamarlo? «No --pienso--, que vengan.» Que vengan con sus gafas de visión nocturna y sus pesados cuerpos ruidosos, que se pongan a tiro de mis flechas. Sin embargo, sé que no lo harán; si no vinieron a la luz del día guiados por mi hoguera, no se arriesgarán a caer en una trampa nocturna. Cuando vengan, será imponiendo sus condiciones, no porque sepan dónde estoy. «Quédate aquí y duerme un poco, Katniss --me ordeno, a pesar de que desearía empezar a buscar a Peeta de inmediato--. Mañana, mañana lo encontrarás.» Consigo dormirme, pero, por la mañana, me comporto con un cuidado extremo, porque, aunque los profesionales podrían dudar en atacarme en un árbol, son muy capaces de montar una emboscada. Me aseguro de estar completamente preparada para superar el día (me tomo un buen desayuno, cierro bien la mochila, preparo las armas) antes de descender. Todo parece tranquilo y sin cambios cuando llego al suelo. 

Hoy debo tomar todas las precauciones posibles. Los profesionales sabrán que estoy intentando localizar a Peeta y puede que quieran esperar a que lo haga antes de actuar. Si está tan malherido como cree Cato, me veré en la obligación de defendernos a los dos sin ayuda. Sin embargo, si está tan incapacitado, ¿ cómo ha conseguido seguir con vida? ¿Y cómo demonios voy a encontrarlo? Intento pensar en algo que haya dicho Peeta y que pueda servirme de pista para saber dónde se esconde, pero no se me ocurre nada, así que vuelvo al último momento en que lo vi brillando bajo la luz del sol, gritándome que corriera. Después apareció Cato con la espada en alto y, cuando me fui, hirió a Peeta. Pero ¿ cómo escapó? Quizá aguantó mejor que Cato el veneno de las rastrevíspulas. Quizá fuera ésa la variable que le permitió huir. Sin embargo, a él también le habían picado. ¿Cuánto pudo alejarse, estando herido y lleno de veneno? ¿Y cómo ha permanecido vivo todos estos días? Si la herida y las picaduras no lo han matado, la sed tendría que haberlo hecho. Entonces se me ocurre la primera pista sobre su ubicación: no podría haber sobrevivido sin agua, lo sé por mis primeros días en el campo de batalla. Tiene que estar escondido en un sitio cerca de una fuente de agua. Está el lago, pero es una opción poco probable, teniendo en cuenta que se encuentra demasiado cerca del campamento base de los profesionales. Hay unos cuantos estanques alimentados por el arroyo, pero ahí sería presa fácil. 

Y está el arroyo, el que sale del campamento donde estuve con Rue, pasa cerca del lago y sigue adelante. Si se ha mantenido cerca del arroyo, habrá podido moverse y estar siempre cerca del agua; podría caminar por la corriente y borrar sus huellas, e incluso pescar algo. Bueno, en cualquier caso es un buen lugar por donde empezar. Para confundir al enemigo, enciendo una fogata con mucha leña verde. Aunque piensen que es una artimaña, espero que supongan que estoy escondida por aquí, mientras que, en realidad, estaré buscando a Peeta. El sol quema la neblina de la mañana casi de inmediato, y me doy cuenta de que hoy va a hacer más calor de lo normal. El agua me resulta fresca y agradable cuando meto los pies descalzos dentro, arroyo abajo. Siento la tentación de llamar a Peeta conforme avanzo, pero decido que no es buena idea. Tendré que encontrarlo usando los ojos y el oído que me queda, pero él sabrá que lo busco, ¿no? Espero que su opinión sobre mí no sea tan mala como para pensar que no haré caso de la nueva regla y me quedaré sola, ¿verdad? Es una persona difícil de predecir, lo que resultaría interesante en otras circunstancias; en este momento, sólo sirve para añadir otro obstáculo. 

No tardo mucho en llegar al sitio desde el que partí al campamento de los profesionales. No hay ni rastro de Peeta, aunque no me sorprende, porque he recorrido este lugar tres veces desde el incidente de las avispas. De haber estado cerca, seguro que lo habría sospechado. El arroyo empieza a doblarse hacia la izquierda para introducirse en una parte del bosque que no conozco. Una orilla embarrada y cubierta de plantas acuáticas enredadas lleva a unas grandes rocas que aumentan en tamaño hasta que empiezo a sentirme algo atrapada. Ahora no sería nada fácil escapar del arroyo, ni luchar contra Cato o Thresh mientras subo por este terreno rocoso. De hecho, justo cuando acabo de decidir que voy por el camino equivocado, que un chico herido no podría entrar y salir de esta fuente de agua, veo el reguero de sangre que rodea una roca. Hace tiempo que se ha secado, pero las manchas que van de un lado al otro sugieren que alguien (alguien que, quizá, no estuviese en plena posesión de sus facultades mentales) intentó limpiarse la sangre. Abrazada a las rocas, me muevo lentamente hacia la sangre, buscándolo. Encuentro más manchas, una con unos trozos de tela pegados, pero ni rastro de él. Me derrumbo y digo su nombre en voz baja: --¡Peeta, Peeta! 

Entonces, un sinsajo aterriza en un árbol raquítico y empieza a imitarme, así que lo dejo, me rindo y vuelvo al arroyo pensando: «Tiene que haberse ido más abajo». Acabo de meter el pie en el agua cuando oigo una voz. --¿Has venido a rematarme, preciosa? Me vuelvo de golpe; viene de mi izquierda, así que no lo oigo muy bien, y la voz es ronca y débil, aunque tiene que ser Peeta. ¿Qué otra persona me llamaría preciosa en este lugar? Recorro la orilla con la mirada, pero nada, sólo barro, plantas y la base de las rocas. --¿Peeta? --susurro--. ¿Dónde estás? --No me responde. ¿Me lo he imaginado? No, estoy segura de que era real y de que estaba cerca--. ¿Peeta? --Me arrastro por la orilla. --Bueno, no me pises. Retrocedo de un salto, porque la voz viene del suelo, pero sigo sin verlo. Entonces abre los ojos, de un azul inconfundible entre el lodo marrón y las hojas verdes. Ahogo un grito y me recompensa con la fugaz visión de sus dientes blancos al reírse. Es lo último en camuflaje; Peeta tendría que haberse olvidado del lanzamiento de pesos y haberse dedicado a convertirse en árbol en plena sesión privada con los Vigilantes. O en canto rodado. O en una orilla embarrada llena de malas hierbas. 

--Cierra otra vez los ojos --le ordeno. Lo hace, y también la boca, y desaparece por completo. La mayor parte de lo que creo que es su cuerpo está debajo de una capa de lodo y plantas. La cara y los brazos están tan bien disfrazados que resultan invisibles. Me arrodillo a su lado--. Supongo que todas esas horas decorando pasteles han dado por fin su fruto. --Sí, el glaseado, la última defensa de los moribundos. --No te vas a morir. --¿Y quién lo dice? --Tiene la voz muy ronca. --Yo. Ahora estamos en el mismo equipo, ya sabes. --Eso he oído --responde, abriendo los ojos--. Muy amable por tu parte venir a buscar lo que queda de mí. --¿Te cortó Cato? --le pregunto, sacando la botella para darle un poco de agua. --Pierna izquierda, arriba. --Vamos a meterte en el arroyo para que pueda lavarte y ver qué tipo de heridas tienes. --Primero, acércate un momento, que tengo que decirte una cosa. --Me inclino sobre él y acerco el oído bueno a sus labios, que me hacen cosquillas cuando me susurra:-- Recuerda que estamos locamente enamorados, así que puedes besarme cuando quieras. 

--Gracias --respondo, apartando la cabeza de golpe, pero sin poder evitar reírme--. Lo tendré en cuenta. Al menos es capaz de bromear. Sin embargo, cuando empiezo a ayudarlo a llegar al arroyo, toda la ligereza desaparece. Está a poco más de medio metro. ¿Tan difícil va a ser? Pues sí, porque me doy cuenta de que no puede moverse ni un centímetro él solo; está tan débil que su única ayuda consiste en dejarse llevar. Intento arrastrarlo, pero, a pesar de que sé que hace todo lo posible por estarse quieto, se le escapan algunos gritos de dolor. El lodo y las plantas parecen haberlo atrapado y, al final, tengo que dar un enorme tirón para arrancarlo de sus garras. Sigue a medio metro del agua, tumbado, con los dientes apretados y las lágrimas abriéndole surcos en la porquería de la cara. --Mira, Peeta, voy a hacerte rodar hasta el arroyo. Aquí es poco profundo, ¿vale? --Fantástico --responde. Me agacho a su lado. Pase lo que pase, me digo, no pararé hasta que esté en el agua. 

--A la de tres --le aviso--. ¡Una, dos y tres! --Sólo consigo que ruede una vuelta completa antes de pararme, por culpa de los horribles sonidos que está haciendo. Ahora está al borde del agua, quizá sea mejor así--. Vale, cambio de planes: no voy a meterte dentro del todo --le digo. Además, si lo consigo, quién sabe si después podré sacarlo. --¿Nada de rodar? --Nada. Vamos a limpiarte. Vigila el bosque por mí, ¿vale? No sé por dónde empezar: está tan cubierto de lodo y hojas apelmazadas que ni siquiera le veo la ropa..., si es que la lleva puesta. La idea me hace vacilar un momento, pero después me lanzo. Los cuerpos desnudos no importan mucho en el estadio, ¿verdad? Tengo dos botellas de agua y la bota de Rue; las apoyo en las rocas del arroyo para que, mientras dos se llenan, pueda vaciar la tercera sobre Peeta. Tardo un rato, pero al final quito el barro suficiente para encontrar su ropa. Le bajo la cremallera de la chaqueta con mucho cuidado, le desabrocho la camisa y le quito las dos cosas. La camiseta interior está tan pegada a las heridas que tengo que cortarla con mi cuchillo y volver a mojarlo para soltarla. Está muy magullado, tiene una larga quemadura en el pecho y cuatro picaduras de rastrevíspula, contando con la de la oreja. Sin embargo, me siento un poco mejor, porque esas cosas puedo arreglarlas. Decido ocuparme primero de su torso, aliviar parte del dolor antes de encargarme de lo que le haya hecho Cato a su pierna. Como tratarle las heridas no tiene mucho sentido si está tumbado en un charco de barro, lo apoyo como puedo en un canto rodado. Se queda ahí sentado, sin quejarse, mientras le lavo la tierra del pelo y la piel. Está muy pálido a la luz del sol y ya no parece fuerte y musculoso. Le saco los aguijones de las picaduras, lo que le arranca una mueca, pero, en cuanto aplico las hojas, suspira de alivio. Mientras se seca al sol, lavo la camisa y la chaqueta, que están asquerosas, y las coloco sobre las piedras. Después le pongo la crema para las quemaduras en el pecho. Entonces me doy cuenta de lo caliente que tiene la piel. La capa de lodo y las botellas de agua habían ocultado el hecho de que está ardiendo de fiebre. Rebusco en el botiquín de primeros auxilios que le quité al chico del Distrito 1 y encuentro píldoras para reducir la temperatura. Mi madre a veces cede y las compra cuando fallan todos sus remedios caseros. --Trágate esto --le digo, y él se toma la medicina como un chico obediente--. Debes de tener hambre. --La verdad es que no. Qué raro, llevo días sin tener hambre --responde Peeta. 

De hecho, cuando le ofrezco granso, arruga la nariz y vuelve la cara. Entonces me doy cuenta de lo enfermo que está. --Peeta, tienes que comer algo --insisto. --Sólo servirá para que lo devuelva. --Lo único que consigo es obligarlo a comer unos trocitos de manzana desecada--. Gracias. Estoy mucho mejor, de verdad. ¿Puedo dormir un poco, Katniss? --Dentro de un momentito --le prometo--. Primero tengo que mirarte la pierna. Con todo el cuidado del mundo, le quito las botas, los calcetines y después, centímetro a centímetro, los pantalones. Veo el corte que ha hecho la espada de Cato en la tela sobre el muslo, pero eso no me prepara de ninguna manera para lo que hay debajo. El profundo tajo inflamado supura sangre y pus, la pierna está hinchada y, lo peor de todo, huele a carne podrida. Quiero huir, desaparecer en el bosque como hice el día en que trajeron al hombre quemado a nuestra casa, salir a cazar mientras mi madre y Prim se encargan de algo que yo no tengo ni el valor ni la habilidad de curar. Sin embargo, aquí no hay nadie más que yo; intento imitar el comportamiento tranquilo de mi madre cuando tiene un caso especialmente difícil. 

--Bastante feo, ¿eh? --dice Peeta, que me observa con atención. --Regular --respondo, encogiéndome de hombros como si no fuese gran cosa--. Deberías ver a algunas de las personas que le llevan a mi madre de las minas. --Me contengo para no añadir que suelo huir de la casa siempre que trata algo más grave que un resfriado. Bien pensado, ni siquiera me gusta estar cerca de la gente que tose--. Lo primero es limpiarla bien. Le he dejado puestos los calzoncillos porque no tienen mala pinta y no quiero pasarlos por encima del muslo herido; bueno, vale, y también porque la idea de que esté desnudo me incomoda. Es otra de las habilidades de mi madre y Prim: la desnudez no tiene ningún efecto en ellas, no hace que se avergüencen. Lo más irónico es que, en este momento de los juegos, mi hermanita le sería más útil a Peeta que yo. Coloco mi trozo de plástico debajo de él para poder lavarlo del todo. Con cada botella que le echo encima, peor aspecto tiene la herida. El resto de su mitad inferior está bastante bien, sólo una picadura de rastrevíspula y unas cuantas quemaduras pequeñas que le trato rápidamente. Por otro lado, el corte de la pierna..., ¿ cómo demonios voy a curarlo? --¿Por qué no lo dejamos un momento al aire y...? --dejo la frase sin acabar. --¿Y después lo curas? --responde Peeta. Es como si sintiese pena por mí, como si supiese lo perdida que estoy. --Eso. Mientras tanto, cómete esto. 

Le pongo unas peras secas partidas por la mitad en la mano y vuelvo al arroyo a lavarle el resto de la ropa. Una vez la tengo puesta a secar, examino el contenido del botiquín; son cosas bastante básicas: vendas, píldoras para la fiebre, medicinas para el dolor de estómago. Nada del calibre de lo que necesito para curarlo. --Vamos a tener que experimentar --admito. Sé que las hojas para las rastrevíspulas acaban con la infección, así que empiezo por ellas. A los pocos minutos de apretar la sustancia verde masticada en la herida, el pus empieza a bajarle por la pierna. Me digo que es buena señal y me muerdo con fuerza el interior de la mejilla, porque estoy a punto de echar fuera el desayuno. --¿Katniss? --dice Peeta. Lo miro a los ojos y sé que debo de tener la cara verde--. ¿Y ese beso? --me dice moviendo los labios, pero sin emitir sonido alguno. Me echo a reír, porque todo esto es tan asqueroso que no puedo soportarlo--. ¿Va todo bien? --me pregunta, en un tono más inocente de lo normal. --Es que..., es que no se me dan bien estas cosas. No tengo ni idea de qué estoy haciendo y odio el pus. ¡Puaj! --Me permito exclamar mientras limpio la primera ronda de hojas y aplico la segunda--. ¡Puaaaaj! --¿Cómo puedes cazar? 

--Créeme, matar animales es mucho más sencillo que esto. Aunque, por lo que sé, podría estar matándote. --¿Puedes darte un poco más de prisa? --No. Cierra el pico y cómete las peras. Después de tres aplicaciones y de lo que parece un cubo entero de pus, la herida tiene mejor aspecto. Como la inflamación ha bajado un poco, veo la profundidad del corte de Cato: llega hasta el hueso. --¿Y ahora qué, doctora Everdeen? --pregunta Peeta. --Puedo ponerle un poco de pomada para las quemaduras. Creo que ayudaría con la infección. ¿Lo vendo? --Lo hago y todo parece mucho más manejable cuando está cubierto de algodón blanco y limpio, aunque, comparado con la venda estéril, el borde de sus calzoncillos parece sucio y lleno de bacterias. Saco la mochila de Rue--. Toma, cúbrete con esto y te lavo los calzoncillos. --Oh, no me importa que me veas. --Eres como el resto de mi familia. A mí sí me importa, ¿vale? Me vuelvo y miro el arroyo hasta que los calzoncillos caen en la corriente. Debe de sentirse un poco mejor si es capaz de lanzarlos. --¿Sabes? Para ser una cazadora letal eres un poco aprensiva --dice Peeta mientras le lavo la ropa interior entre dos piedras--. Ojalá te hubiese dejado darle la ducha a Haymitch. 

--¿Qué te ha enviado hasta ahora? --le pregunto, arrugando la nariz al recordar la escena. --Nada de nada. --De repente, se da cuenta de algo y hace una pausa--. ¿Por qué? ¿A ti sí? --La medicina para las quemaduras --respondo, casi con timidez--. Ah, y pan. --Siempre supe que eras su favorita. --Venga ya, si ni siquiera soporta estar en la misma habitación que yo. --Porque os parecéis --murmura Peeta, aunque no le hago caso, porque no es momento para ponerme a insultar a Haymitch, que es mi primer impulso. Dejo que Peeta se adormile mientras se le seca la ropa, pero, a última hora de la tarde, me da miedo que siga, así que le sacudo un poco el hombro. --Peeta, tenemos que irnos ya. --¿Irnos? --pregunta, como si estuviese aturdido--. ¿Adonde? --Lejos de aquí. Quizás arroyo abajo, a algún lugar en el que podamos escondernos hasta que te pongas más fuerte. --Lo ayudo a vestirse y le dejo los pies descalzos para caminar por el agua; después lo levanto. Se queda pálido en cuanto apoya peso en la pierna--. Venga, puedes hacerlo. 

Pero no puede; al menos, no por mucho tiempo. Recorremos cincuenta metros aguas abajo, él apoyado sobre mi hombro, y me doy cuenta de que va a desmayarse. Lo siento en la orilla, le pongo la cabeza entre las rodillas y le doy unas palmaditas torpes mientras examino la zona. Aunque está claro que me encantaría subirme a un árbol, no puede ser. Por otro lado, la cosa podría estar peor: hay algunas rocas que forman unas pequeñas estructuras similares a cuevas. Elijo una que está unos veinte metros por encima del arroyo. Cuando Peeta logra volver a levantarse, lo llevo medio a rastras hasta la cueva. La verdad es que me gustaría buscar un sitio mejor, pero habrá que conformarse con éste, porque mi aliado está rendido: cara blanca como la cal, jadeos y, aunque acaba de empezar a refrescar un poco, él tiembla. Cubro el suelo de la caverna con una capa de agujas de pino, desenrollo el saco de dormir y lo meto dentro. Le doy un par de píldoras con agua cuando está despistado, pero se niega a comer, ni siquiera admite la fruta. Después se queda tumbado y me mira fijamente, y yo fabrico una especie de cortina con vides para ocultar la entrada. El resultado no es satisfactorio; un animal no lo miraría dos veces, pero un humano notaría en seguida que es artificial. La rompo en pedazos, frustrada. --Katniss --me llama. Me vuelvo y le aparto el pelo de los ojos--. Gracias por encontrarme. --Tú lo habrías hecho de ser al contrario --respondo. Tiene la frente ardiendo, como si la medicina no tuviese efecto. 

De repente, sin más, me asusta que se muera. --Sí. Mira, si no regreso... --empieza. --No digas eso, no he sacado todo ese pus para nada.--Lo sé, pero, por si acaso... --intenta seguir. --No, Peeta, ni siquiera quiero hablar del tema --insisto, poniéndole los dedos en los labios para callarlo. --Pero... Siguiendo un impulso, me inclino y lo beso para que deje de hablar. De todos modos, es algo que seguramente tendría que haber hecho ya, puesto que, como bien dijo, se supone que estamos locamente enamorados. Es la primera vez que beso a un chico e imagino que tendría que causarme alguna impresión, pero sólo noto que sus labios tienen una temperatura poco natural por culpa de la fiebre. Me aparto y lo arropo con el borde del saco. --No te vas a morir. Te lo prohíbo, ¿vale? --Vale --susurra él. Salgo al fresco aire nocturno justo cuando el paracaídas cae del cielo. Deshago rápidamente el nudo con la esperanza de que sea una medicina de verdad para tratar la pierna de Peeta. Sin embargo, me encuentro con una olla de caldo caliente. Haymitch no podía haberme enviado un mensaje más claro: un beso equivale a una olla de caldo. Casi lo oigo gruñir: «Se supone que estás enamorada, preciosa, y el chico se está muriendo. ¡Dame algo con lo que pueda trabajar!». 

Y tiene razón: si quiero mantener vivo a Peeta debo darle a la audiencia algo más por lo que preocuparse. Los amantes trágicos desesperados por volver juntos a casa..., dos corazones latiendo al ritmo de uno..., romance. Como nunca he estado enamorada, va a ser complicado. Pienso en mis padres, en que mi padre siempre le llevaba regalos a mi madre cuando iba al bosque; a mi madre se le iluminaba la cara al oír sus botas llegando a la puerta, y estuvo a punto de rendirse cuando él murió. --¡Peeta! --exclamo, intentando poner aquel tono especial que usaba mi madre con mi padre. Se ha dormido otra vez, pero lo despierto con un beso, lo que parece sorprenderlo. Después sonríe, como si se alegrara de estar allí tumbado y poder mirarme por los siglos de los siglos. Se le dan bien estas cosas. Yo sostengo la olla en alto--. Peeta, mira lo que te ha enviado Haymitch. 

____ 20 _____ 

Me paso una hora tratando de convencer a Peeta para que se trague el caldo, suplicándole, amenazándole y, sí, besándolo, hasta que al final, sorbito a sorbito, vacía la olla. Entonces dejo que se quede dormido y me ocupo de mí; me zampo una cena de granso y raíces mientras veo el informe diario en el cielo. No hay muertes. De todos modos, Peeta y yo le hemos ofrecido un día bastante interesante a la audiencia, así que, con suerte, los Vigilantes nos concederán una noche tranquila. La costumbre hace que empiece a buscar un buen árbol para acurrucarme, antes de caer en la cuenta de que eso se acabó, al menos por un tiempo. No puedo dejar a Peeta sin protección en el suelo. No toqué nada en el lugar de su último escondite junto al arroyo (¿ cómo iba a ocultar nada?), y estamos a cuarenta y cinco metros escasos de allí, aguas abajo. Me pongo las gafas, preparo las armas y me dispongo a montar guardia. La temperatura baja rápidamente y, en pocos minutos, estoy helada como un polo. Al final me doy por vencida y me meto en el saco de dormir con Peeta. Está calentito y me acurruco con gusto hasta que me doy cuenta de que está algo más que calentito: es un horno, porque el saco está reflejando la fiebre de Peeta. 

Le pongo la mano en la frente y compruebo que está ardiendo y seca. No sé qué hacer. ¿Lo dejo en el saco y espero a que el exceso de calor lo haga sudar la fiebre? ¿Lo saco y espero a que el aire nocturno lo refresque? Acabo humedeciendo una venda y colocándosela en la cabeza. Parece poca cosa, pero no me atrevo a tomar ninguna decisión drástica. Me paso la noche medio sentada, medio tumbada al lado de Peeta, refrescando la venda e intentando no pensar en que soy más vulnerable ahora que me he aliado con él que cuando estaba sola. Anclada en el suelo, en guardia, con un enfermo a mi cargo. Sin embargo, sabía que estaba herido y, a pesar de ello, vine a por él. Tengo que confiar en que el instinto que me hizo ir a buscarlo fuese acertado. Cuando el cielo adquiere un tinte rosado, veo la capa de sudor sobre el labio de Peeta y descubro que le ha bajado la fiebre, no hasta la temperatura normal, pero sí varios grados. Como la noche anterior, cuando recogía vides, me encontré con uno de los arbustos de bayas que me había enseñado Rue, salgo a recoger la fruta y la aplasto en la olla del caldo, mezclándola con agua fría. --Me desperté y no estabas --me dice Peeta, intentando levantarse, cuando llego a la cueva--. Estaba preocupado por ti. 

--¿ Que tú estabas preocupado por mí? --pregunto, sin poder evitar la risa, mientras lo tumbo otra vez--. ¿Te has echado un vistazo últimamente? --Creía que Cato y Clove te habían encontrado. Les gusta cazar de noche --sigue diciendo él, todavía muy serio. --¿ Clove ? ¿Quién es? --La chica del Distrito 2. Sigue viva, ¿no? --Sí. Estamos ellos, nosotros, Thresh y la Comadreja. Es el apodo de la chica del 5. ¿Cómo te sientes? --Mejor que ayer. Esto es mucho mejor que el lodo: ropa limpia, medicinas, un saco de dormir... y tú. Ah, vale, volvemos al tema del romance. Le toco la mejilla, y él me coge la mano y se la lleva a los labios. Recuerdo que eso mismo hacía mi padre con mi madre y me pregunto dónde lo habrá visto Peeta, porque seguro que no ha sido entre su padre y esa bruja con la que se casó. --Se acabaron los besos hasta que comas --le digo. Lo ayudo a apoyar la espalda en la pared y él se traga obedientemente las cucharadas de papilla de bayas que le doy, aunque otra vez se niega a probar el granso. --No has dormido --me dice. --Estoy bien --respondo, a pesar de que me encuentro agotada. 

--Duerme un poco. Yo vigilaré. Te despierto si pasa algo. Katniss --sigue diciendo, al verme vacilar--, no puedes estar despierta para siempre. En eso tiene razón, en algún momento tendré que dormir, y mejor hacerlo ahora que Peeta está relativamente alerta y tenemos la luz del sol a nuestro favor. --Vale, pero sólo unas cuantas horas; después me despiertas. Ahora hace demasiado calor para el saco de dormir, así que lo coloco sobre el suelo de la cueva y me tumbo encima, con el arco cargado en una mano, por si tengo que disparar en cuestión de segundos. Peeta se sienta a mi lado, apoyado en la pared, con la pierna mala estirada delante de él y los ojos clavados en el mundo exterior. --Duérmete --me dice en voz baja, y me aparta los mechones de pelo que me caen sobre la frente. A diferencia de los besos y caricias de mentira que nos hemos dado hasta ahora, este gesto resulta natural y tranquilizador. No quiero que se pare, y él no lo hace; me sigue acariciando el pelo hasta que me quedo dormida. 

Demasiado, he dormido demasiado. Lo sé en cuanto abro los ojos y veo que ya no es por la tarde. Peeta está a mi lado, en la misma posición. Me incorporo, sintiéndome algo a la defensiva, aunque llevo días sin encontrarme tan bien. --Peeta, se suponía que ibas a despertarme en un par de horas. --¿Para qué? Aquí no ha pasado nada. Además, me gusta verte dormir; no frunces el ceño, lo que mejora mucho tu aspecto. Obviamente, eso me hace fruncir el ceño, y él sonríe. Entonces me doy cuenta de lo secos que tiene los labios. Le toco la mejilla y está tan caliente como una estufa de carbón. Me asegura que ha estado bebiendo, pero a mí me parece que los contenedores están llenos. Le doy más píldoras para la fiebre y me quedo a su lado mientras se bebe primero un litro de agua y después otro. Le curo las heridas leves, las quemaduras y las picaduras, que tienen mejor aspecto. A continuación me preparo mentalmente y le quito la venda a la pierna. 

Se me cae el alma a los pies, porque está peor, mucho peor. Ya no hay pus al aire, pero se ha hinchado más, y la piel, tirante y reluciente, está inflamada. Entonces veo las líneas rojas que le empiezan a subir por la pierna: septicemia. Si no recibe atención médica, morirá; las hojas masticadas y la pomada no cambiarán nada en absoluto, necesitamos medicinas fuertes para la infección, medicinas del Capitolio. No tengo ni idea de cuánto podría costar algo tan potente; si Haymitch recoge las donaciones de todos los patrocinadores, ¿será suficiente? Lo dudo. Los regalos suben de precio cuanto más duran los juegos; lo que sirve para comprar una comida completa en el primer día, sólo da para una galleta salada en el decimosegundo. Y la clase de medicamento que necesita Peeta es cara desde el principio. --Bueno, está más hinchado, pero no hay pus --digo, con voz temblorosa. --Sé lo que es la septicemia, Katniss, aunque mi madre no sea sanadora. --Simplemente significa que vas a tener que sobrevivir a los otros, Peeta. Te curarán en el Capitolio, cuando ganemos. --Sí, buen plan --responde, pero me da la impresión de que lo hace por mí. --Tienes que comer y mantenerte fuerte. Voy a hacerte una sopa. --No enciendas un fuego, no merece la pena. --Ya veremos. Cuando meto la olla en el arroyo, me asombra el calor brutal que hace. Juraría que los Vigilantes están subiendo la temperatura poco a poco por el día y bajándola al máximo por la noche. Sin embargo, el calor de las piedras cocidas al sol junto al arroyo me da una idea; quizá no haga falta encender una hoguera. 

Me coloco sobre una gran roca plana, a medio camino entre el arroyo y la cueva. Después de purificar media olla de agua, la coloco al sol y añado varias piedras calientes del tamaño de huevos. Soy la primera en reconocer que no valgo mucho como cocinera, pero, como la sopa consiste, básicamente, en echarlo todo dentro de una olla y esperar, es una de mis especialidades. Pico el granso hasta que es poco más que papilla y aplasto algunas de las raíces de Rue. Por suerte, las dos cosas se habían asado antes, así que sólo hay que calentar. Gracias al sol y las rocas, el agua está ya caliente. Echo dentro la carne y las raíces, cambio las rocas frías por otras calientes y voy en busca de alguna verdura que le dé un poco de sabor. No tardo en descubrir unos cebollinos que crecen en la base de unas rocas. Perfecto. Los pico y los meto en la olla, vuelvo a cambiar las rocas, le pongo la tapa y dejo que todo se cueza. No he visto muchas presas por aquí, pero no me siento cómoda dejando a Peeta solo mientras cazo, así que coloco una docena de trampas de lazo y espero tener suerte. Me pregunto cómo les irá a los demás tributos sin su principal fuente de alimentación. Al menos tres de ellos, Cato, Clove y la Comadreja, dependían de ella, aunque seguramente Thresh no. Tengo la sensación de que comparte algunos de los conocimientos de Rue sobre cómo alimentarse de la tierra. 

¿Estarán luchando entre ellos? ¿Buscándonos? Quizá uno nos haya localizado y esté esperando el momento oportuno para atacar. La idea hace que vuelva a la cueva. Peeta está tumbado sobre el saco de dormir, a la sombra de las rocas. Aunque se anima un poco cuando entro, está claro que se siente fatal. Le pongo una tela fresca en la cabeza, pero se calienta en cuanto le toca la piel. --¿Quieres algo? --le pregunto. --No, gracias. Espera, sí: cuéntame un cuento. --¿Un cuento? ¿Sobre qué? No soy una gran cuentacuentos, se parece mucho a cantar. Sin embargo, de vez en cuando, Prim me saca alguno. --Uno que sea alegre. Cuéntame el día más feliz que puedas recordar. Dejo escapar un sonido, mezcla de suspiro y exasperación. ¿ Que le cuente algo alegre? Me va a costar más trabajo que hacer la sopa. Me devano los sesos en busca de buenos recuerdos, pero la mayoría son sobre Gale y yo cazando en el bosque, y, por algún motivo, me parece que no les gustarían ni a Peeta ni a la audiencia. Eso me deja a Prim. --¿Te he contado alguna vez cómo conseguí la cabra de Prim? --pregunto, y él sacude la cabeza y espera, ilusionado, así que empiezo, aunque con precaución, porque mis palabras se van a oír por todo Panem. 

Está claro que la gente ha sumado dos más dos y sabe de mi caza furtiva, pero no quiero buscarles problemas a Gale, Sae la Grasienta, la carnicera y los agentes de la paz de casa que me compran la carne, y eso es justo lo que haría si anunciase públicamente que ellos también infringen la ley. · Ésta es la verdadera historia de cómo conseguí el dinero para la cabra de Prim, Lady. Un viernes de mayo por la noche, el día antes del décimo cumpleaños de Prim, Gale y yo nos fuimos al bosque en cuanto acabó el colegio, porque yo quería recoger lo suficiente para comprarle un regalo a mi hermana. Pensaba en una tela nueva para un vestido o en un cepillo para el pelo. Nuestras trampas habían funcionado bien y el bosque estaba repleto de verduras, pero no más que cualquier otra noche de viernes. Decepcionada, regresamos a casa, aunque Gale decía que nos iría mejor al día siguiente. Estábamos descansando un momento junto a un arroyo cuando lo vimos: un joven ciervo, probablemente de un año, por su aspecto; empezaban a salirle los cuernos, pequeños y cubiertos de terciopelo. Estaba preparado para huir, pero dudaba de nosotros, porque no estaba acostumbrado a los humanos. Era precioso. 

Quizá dejó de ser tan precioso cuando recibió los dos flechazos, uno en el cuello y el otro en el pecho: Gale y yo habíamos disparado a la vez. El ciervo intentó correr, pero tropezó y el cuchillo de Gale le cortó el cuello antes de que el animal supiese lo que pasaba. Por un momento sentí una punzada de dolor ante la muerte de algo tan joven y tierno, aunque después me gruñó el estómago al pensar en toda aquella carne joven y tierna. ¡Un ciervo! Gale y yo sólo habíamos cazado tres en total. El primero era una hembra que tenía una pata herida, así que casi no contaba. Sin embargo, de aquella experiencia habíamos aprendido a no llevar la presa a rastras hasta el Quemador, porque había sido el caos: compradores pujando por las piezas e intentando arrancarlas ellos mismos. Sae la Grasienta había intervenido y nos había enviado con la cierva a la carnicera, pero el animal estaba destrozado, le habían quitado trozos de carne y tenía la piel llena de agujeros. Aunque todos pagaron lo justo, la presa perdió valor. Por eso, cuando cazamos el ciervo, esperamos a que oscureciese para meternos por el agujero de la alambrada que estaba más cerca de la carnicera. A pesar de que todos supieran que cazábamos, no era buena cosa que nos vieran arrastrar un ciervo de sesenta y ocho kilos por las calles del Distrito 12 a plena luz del día, como si se lo restregásemos en las narices a los funcionarios. 

La carnicera, una mujer bajita y regordeta llamada Rooba, abrió la puerta trasera cuando llamamos. Con Rooba no se regatea: ella te da un precio y tú lo tomas o lo dejas; pero es un precio justo. Aceptamos su oferta por el ciervo y ella añadió un par de filetes de venado que podríamos recoger después de que lo despiezase. Incluso dividiendo el dinero entre los dos, ni Gale ni yo habíamos tenido tanto junto en nuestra vida. Decidimos guardarlo en secreto y sorprender a nuestras familias con la carne y el dinero a la noche siguiente. En realidad, así es como conseguí el dinero para la cabra, pero a Peeta le dije que vendí un antiguo medallón de plata de mi madre. Eso no le hace mal a nadie. Después sigo con la historia a partir de la tarde del cumpleaños de Prim. Gale y yo fuimos al mercado de la plaza a comprar telas para el vestido de Prim. Mientras acariciaba un trozo de grueso algodón azul, algo me llamó la atención. Al otro lado de la Veta vivía un anciano con un pequeño rebaño de cabras; no sé su verdadero nombre, pero todos lo llaman el hombre de las cabras. Tiene las articulaciones hinchadas y retorcidas en extraños ángulos, además de una tos seca que demuestra que trabajó muchos años en las minas.

 Pero es un tipo con suerte: en algún momento consiguió ahorrar lo suficiente para comprar las cabras, y ahora tiene algo que hacer en su vejez, en vez de morirse de hambre poco a poco. Aunque es sucio e impaciente, sus cabras están limpias y su leche es buena, si tienes dinero para pagarla. Una de las cabras, una blanca con manchas negras, estaba tumbada en un carro y no resultaba difícil averiguar por qué: algo, probablemente un perro, le había mordido la paletilla, y se le había infectado. Estaba mal, el hombre de las cabras tenía que levantarla para ordeñar, pero se me ocurrió que conocía a la persona perfecta para curarla. --Gale --susurré--, quiero esa cabra para Prim. Tener una cabra podía cambiarte la vida en el Distrito 12; esos animales se alimentan de casi cualquier cosa, la Pradera es un lugar perfecto para darles de comer, y pueden proporcionar casi cuatro litros de leche al día: para beber, para hacer queso y para vender. Ni siquiera va contra la ley. -Está malherida --dijo Gale--. Será mejor que le echemos un vistazo más de cerca. 

Nos acercamos y compré una taza de leche para compartir; después nos pusimos delante de la cabra, como si sintiésemos curiosidad y no tuviésemos nada mejor que hacer. --Dejadla en paz --dijo el hombre. --Sólo estamos mirando --respondió Gale. --Bueno, pues mirad deprisa. Va directa a la carnicería. Casi nadie compra su leche y, si la compran, pagan la mitad. --¿Qué te da la carnicera por ella? --le pregunté. --Espera a ver --contestó el hombre, encogiéndose de hombros. Me volví y vi que Rooba se acercaba a nosotros--. Qué bien que aparezcas --le dijo el hombre de las cabras cuando llegó--. Esta chica de aquí le ha echado el ojo a tu cabra. --No, si ya está apalabrada --repuse, intentando sonar despreocupada. --No lo está --dijo Rooba, mirándome de arriba abajo; después miró hacia la cabra con el ceño fruncido--. Mira esa paletilla, seguro que la mitad del bicho estará tan podrido que no me valdrá ni para salchichas. --¿Qué? Teníamos un trato. --Teníamos un trato por un animal con unas cuantas marcas de dientes, no por esto. Véndesela a la chica, si es lo bastante tonta para comprarla. 

Antes de alejarse, vi que Rooba me guiñaba un ojo. El hombre de las cabras estaba enfadado, pero seguía queriendo quitarse la cabra de encima. Tardamos media hora en acordar un precio, y ya teníamos a nuestro alrededor a una multitud de espectadores deseosos de dar su opinión. Era un trato excelente si la cabra vivía, pero un robo si se moría. Todos querían llevar razón, mientras yo me limitaba a llevarme la cabra. Gale se ofreció a cargar con ella; creo que quería ver la cara de Prim tanto como yo. En un momento de absoluta felicidad, compré un lazo rosa y se lo até al cuello, y después corrimos a mi casa. La reacción de Prim cuando entramos con la cabra fue para verla; hay que recordar que es la misma chica que lloró hasta que logró salvar a aquel horroroso gato viejo, Buttercup. Estaba tan emocionada que empezó a llorar y a reír a la vez; mi madre no estaba tan segura, al ver la herida, pero las dos se pusieron a trabajar con ella, aplicándole hierbas y engatusando al animal para que se tragase sus brebajes. · -Suenan como tú --dice Peeta. Casi se me había olvidado que estaba conmigo. 

--Oh, no, Peeta, ellas saben hacer magia. Esa cosa no podría haberse muerto ni queriendo --respondo, aunque me muerdo la lengua, porque me doy cuenta de lo que le parecerá mi afirmación a él, que se muere en mis incompetentes manos. --No te preocupes, que no quiero --bromea--. Termina la historia. --Bueno, eso es todo. Sólo que recuerdo que aquella noche Prim insistió en dormir con Lady en una manta junto al fuego y que, justo antes de dormirse las dos, la cabra le lamió la mejilla, como si le diese un beso de buenas noches o algo así. Ya estaba loca por ella. --¿Todavía llevaba puesto el lazo rosa? --Creo que sí. ¿Por qué? --Intento imaginármelo --responde, pensativo--. Ahora entiendo por qué fue un día feliz. --Bueno, sabía que esa cabra era una mina de oro. --Sí, claro que me refería a eso, no a la inmensa alegría que le diste a tu hermana, a la que quieres tanto que ocupaste su lugar en la cosecha --dice Peeta, en tono irónico. --La cabra se ha amortizado con creces --insisto, con aire de superioridad. --Bueno, no se atrevería a lo contrario, teniendo en cuenta que le salvaste la vida. Pretendo hacer lo mismo. --¿De verdad? ¿Y cuánto decías que me has costado? --Muchos problemas. No te preocupes, te lo pagaré con intereses. --No dices más que tonterías --respondo, y le toco la frente. La fiebre no hace más que subir--. Aunque estás un poco más fresco. 

El sonido de las trompetas me sorprende; me pongo en pie de un salto y me asomo corriendo a la entrada de la cueva; no quiero perderme ni una sílaba. Es mi nuevo mejor amigo, Claudius Templesmith, y, como esperaba, nos invita a un banquete. Bueno, no tenemos tanta hambre y, literalmente, descarto su propuesta moviendo la mano con indiferencia, hasta que dice: --Una cosa más: puede que algunos estéis ya rechazando mi invitación, pero no se trata de un banquete normal. Cada uno de vosotros necesita una cosa desesperadamente. --Sí que necesito algo desesperadamente, algo para curar la pierna de Peeta--. En la Cornucopia, al alba, encontraréis lo que necesitáis en una mochila marcada con el número de vuestro distrito. Pensadlo bien antes de descartarlo. Para algunos, será vuestra última oportunidad. Se acabó, sólo quedan sus palabras, flotando en el aire. Peeta me coge de los hombros por detrás y me asusta. --No --me dice--. No vas a arriesgar la vida por mí. --¿Y quién ha dicho que piense hacerlo? --Entonces, ¿no vas? --Claro que no voy, ¿por quién me tomas? ¿Crees que voy a meterme en una barra libre con Cato, Clove y Thresh? No seas estúpido --respondo, ayudándolo a volver a la cama--. Dejaré que luchen entre ellos y veremos quién sale en el cielo mañana por la noche; después pensaremos en un plan. 

--Qué mal mientes, Katniss, no sé cómo has sobrevivido tanto tiempo. --Empieza a imitarme--. «Sabía que esa cabra era una mina de oro. Estás un poco más fresco. Claro que no voy.» --Sacude la cabeza--. Será mejor que no te dediques a las cartas, porque perderías hasta la camisa. --Vale, sí que voy, ¡y no puedes detenerme! --exclamo, con la cara roja de rabia. --Puedo seguirte, al menos un trecho. Quizá no llegue a la Cornucopia, pero, si voy detrás de ti gritando tu nombre, seguro que alguien me encuentra. Así moriré, y punto. --No podrías recorrer ni cien metros con esa pierna.--Entonces, me arrastraré. Si tú vas, yo voy. Es lo bastante cabezón y, quizá, lo bastante fuerte para hacerlo, para salir aullando por el bosque detrás de mí. Aunque no lo encuentre un tributo, podría hacerlo otra cosa, y él no puede defenderse. Si quiero ir sola, voy a tener que emparedarlo aquí dentro. Además, ¿ quién sabe el daño que podría hacerle el esfuerzo?--¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Sentarme a verte morir? --digo, porque tiene que saber que no es una opción, que la audiencia me odiaría y, sinceramente, yo también me odiaría si ni siquiera lo intentara. 

--No me moriré, te lo prometo, si tú me prometes que no irás. Estamos en tablas. Sé que no puedo convencerlo de esto, así que no lo intento y finjo aceptarlo a regañadientes. --Entonces tendrás que hacer lo que te diga, beberte el agua, despertarme cuando te lo pida y comerte toda la sopa, ¡aunque esté asquerosa! --De acuerdo. ¿Está ya? --Espera aquí. El aire se ha vuelto frío, aunque el sol no se ha puesto. Yo tenía razón, los Vigilantes están jugando con la temperatura. Me pregunto si uno de los tributos necesitará desesperadamente una buena manta. La sopa sigue calentita en su olla de hierro y, de hecho, tampoco está tan asquerosa. Peeta se la come sin quejarse, e incluso rebaña la olla para demostrar su entusiasmo. Divaga sobre lo deliciosa que está, lo que debería animarme, de no ser porque sé lo que le hace la fiebre a la gente. Es como escuchar a Haymitch antes de que el alcohol lo deje del todo incoherente. Le doy otra dosis de la medicina para la fiebre antes de se le vaya por completo la cabeza. 

Cuando me acerco al arroyo para lavarme, sólo puedo pensar en que morirá si no acudo al banquete. Lo mantendré con vida un par de días y después la infección le llegará al corazón, al cerebro o a los pulmones y acabará con él. Y yo me quedaré aquí sola, otra vez, esperando a los demás. Estoy tan perdida en mis pensamientos que casi me pierdo el paracaídas, aunque flota delante de mis narices. Salto a cogerlo, lo saco del agua y arranco la tela plateada para conseguir el frasco. ¡Haymitch lo ha conseguido! Ha conseguido la medicina, no sé cómo, habrá convencido a un grupo de románticos idiotas para que vendieran sus joyas. ¡Puedo salvar a Peeta! Sin embargo, es un frasco muy pequeño, debe de ser muy fuerte para curar a alguien tan enfermo. Empieza a corroerme la duda, así que destapo el frasco y lo huelo; se me cae el corazón a los pies cuando me llega el aroma dulzón. Para asegurarme, me echo una gota en la punta de la lengua: no cabe duda, es jarabe somnífero. Es una medicina común en el Distrito 12, barata para ser medicina, aunque muy adictiva. Casi todos han tomado una dosis en algún momento. Nosotras tenemos un poco en casa, y mi madre se la da a los pacientes histéricos, de modo que se duerman y ella pueda coser una herida fea, tranquilizarlos o sólo mitigar su dolor durante la noche. Sólo hace falta un poquito, un frasco de este tamaño podría tumbar a Peeta durante un día entero, pero ¿de qué me sirve eso? Me pongo tan furiosa que estoy a punto de tirar al arroyo el último regalo de Haymitch, hasta que caigo en la cuenta: ¿un día entero? Es más de lo que necesito. 

Aplasto un puñado de bayas para que no se note tanto el sabor y añado algunas hojas de menta, por si acaso. Después, regreso a la cueva. --Te he traído un regalo. He encontrado otro arbusto de bayas un poco más abajo. Peeta abre la boca sin vacilar para tragarse el primer bocado, pero, acto seguido, frunce un poco el ceño. --Están muy dulces. --Sí, son almezas; mi madre las utiliza para hacer mermelada. ¿Es que no las habías probado antes? --pregunto, metiéndole la siguiente cucharada en la boca. --No --responde él, casi perplejo--, pero me suena el sabor. ¿Almezas? --Bueno, no es fácil encontrarlas en el mercado, son silvestres --respondo; otra cucharada dentro, sólo me queda una. --Son tan dulces como el jarabe --dice él, tomándose la última--. Jarabe. Peeta abre mucho los ojos al darse cuenta de la verdad, pero yo le tapo con fuerza la boca y la nariz, obligándolo a tragar en vez de a escupir. Él intenta vomitar la papilla, pero es demasiado tarde: ya empieza a perder la conciencia. Mientras se va, leo en sus ojos que no me lo perdonará nunca. Me echo atrás, en cuchillas, y lo miro con una mezcla de tristeza y satisfacción. Se ha manchado la barbilla con una de las bayas, así que se la limpio. --¿Quién era la que no podía mentir, Peeta? --digo, aunque sé que no puede oírme. Da igual: el resto de Panem sí puede. 

____ 21 _____ 

En las horas que quedan para que anochezca me dedico a recoger rocas y hacer todo lo posible por camuflar la abertura de la cueva. Es un proceso lento y arduo, pero, después de mucho sudar y mover cosas de sitio, me siento satisfecha: ahora la cueva parece formar parte de una pila de rocas de mayor tamaño, como muchas de las que tenemos cerca. Todavía puedo llegar hasta Peeta a través de un pequeño agujero, pero no se ve desde el exterior. Eso es bueno, porque esta noche tendremos que compartir saco de nuevo. Además, si no regreso del banquete, Peeta estará escondido, aunque no del todo atrapado. En cualquier caso, dudo que pueda aguantar mucho más sin medicinas. Si muero en el banquete, es muy probable que el Distrito 12 no tenga vencedor este año. Me como unos cuantos pececillos de esta parte del arroyo, que tienen un montón de espinas, lleno todos los contenedores de agua y la purifico, y limpio mis armas. Me quedan nueve flechas en total. Medito si debo dejarle a Peeta el cuchillo para que tenga alguna protección mientras no esté con él, pero no tiene sentido. El chico estaba en lo cierto: su última defensa es el camuflaje. Sin embargo, a mí sí podría servirme el cuchillo. ¿Quién sabe con qué me encontraré? 

Estoy bastante segura de algunas cosas; por ejemplo, de que Cato, Clove y Thresh, como mínimo, estarán cerca cuando empiece el banquete. No estoy segura de qué hará la Comadreja, ya que la confrontación directa no es ni su estilo, ni su punto fuerte. Es más pequeña que yo y va desarmada, a no ser que haya conseguido alguna arma después. Probablemente se quedará en algún lugar cercano y esperará a ver qué puede rapiñar. Sin embargo, los otros tres... Voy a tener las manos llenas. La habilidad para matar desde lejos es mi mayor ventaja, pero sé que tendré que entrar en el meollo para conseguir esa mochila, la que tiene el número 12, según dijo Claudius Templesmith. Observo el cielo con la esperanza de contar con un adversario menos al alba, pero no aparece nadie. Mañana habrá rostros ahí arriba, porque los banquetes siempre tienen víctimas. Me arrastro hasta el interior de la cueva, me coloco las gafas y me acurruco al lado de Peeta. Por suerte, esta noche he podido dormir bien; tengo que quedarme despierta. Aunque en realidad no creo que nos ataquen esta noche, tengo que estar despierta al alba. 

Esta noche hace frío, muchísimo frío, como si los Vigilantes hubiesen introducido una corriente de aire helado en el estadio, suposición que puede ser correcta. Me tumbo junto a Peeta dentro del saco e intento absorber todo el calor que le provoca la fiebre. Resulta extraño estar tan cerca de forma física de alguien que está mentalmente tan lejos. El chico ahora mismo podría estar en el Capitolio o en el Distrito 12, incluso en la luna, por lo que a mí respecta. No me había sentido tan sola desde que entré en los juegos. «Tienes que aceptar que será una mala noche, ya está», me digo. Aunque intento no hacerlo, no puedo evitar pensar en mi madre y Prim, preguntarme si lograrán dormir un poco esta noche. A estas alturas de los juegos, con un acontecimiento tan importante como el banquete, seguramente habrán cancelado las clases. Mi familia puede verlo en ese cacharro lleno de estática que tenemos en casa o unirse a la multitud en la plaza, para verlo en las nítidas pantallas gigantescas. En casa tendrá intimidad, pero en la plaza recibirán apoyo, los vecinos les dedicarán palabras amables y les darán algo de comida, si pueden. Me pregunto si el panadero las habrá buscado, sobre todo ahora que Peeta y yo formamos equipo, y habrá cumplido su promesa de procurar que mi hermana tenga el estómago lleno. 

En el Distrito 12 deben de estar bastante contentos, porque casi nunca nos quedan participantes cuando el juego está tan avanzado. Seguro que todos están emocionados con Peeta y conmigo, sobre todo desde nuestro reencuentro. Si cierro los ojos, me imagino cómo le gritan a las pantallas, animándonos; veo sus caras vitoreándonos, la de Sae la Grasienta, la de Madge e incluso las de los agentes de la paz que me compran la carne. Y Gale. Lo conozco, él no estará gritando y lanzando vítores, sino que observará cada momento y cada detalle, e intentará hacerme volver a casa a fuerza de voluntad. ¿Estará deseando que Peeta también lo consiga? Gale no es mi novio, pero ¿lo sería si le abriese esa puerta? Habló de huir juntos. ¿Era una idea práctica para aumentar nuestras probabilidades de supervivencia fuera del distrito? ¿O era algo más? Me pregunto qué pensará de tanto besuqueo. A través de una grieta en las rocas veo la luna avanzar por el cielo. Cuando calculo que faltan unas tres horas para el alba, empiezo a prepararme. Procuro dejarle a Peeta cerca el agua y el botiquín de primeros auxilios; lo demás no le servirá de nada si no regreso, y ni siquiera estas cosas podrán mantenerlo vivo mucho tiempo. Después de pensarlo un poco, le quito la chaqueta y me la pongo encima de la mía. Él no la necesita, ya que está dentro del saco y con la fiebre muy 

alta; además, durante el día, si no estoy con él para quitársela, se asará vivo con ella. Ya tengo las manos entumecidas por el frío, así que cojo el par de calcetines de reserva de Rue, les hago agujeros para los dedos y me los pongo. Ayuda un poco. Lleno su mochilita de comida, una botella de agua y vendas, me meto el cuchillo en el cinturón, y cojo el arco y las flechas. Cuando estoy a punto de irme, recuerdo la importancia de mantener la rutina de amantes trágicos y me inclino sobre Peeta para darle un largo beso. Me imagino los suspiros llorosos del Capitolio y finjo que me enjugo las lágrimas. Después me meto por la abertura de las rocas y salgo a la noche. Mi aliento forma nubéculas blancas al entrar en contacto con el aire; hace tanto frío como en una noche de noviembre en casa, una noche en los bosques, linterna en mano, en la que corro a reunirme con Gale en un lugar previamente acordado para acurrucamos juntos bebiendo una infusión, envueltos en mantas, con la esperanza de que pase por allí alguna presa conforme se acerque la mañana. «Oh, Gale --pienso--, si estuvieras aquí para guardarme las espaldas...» 

Me muevo todo lo deprisa que me atrevo. Las gafas son extraordinarias, aunque sigo echando mucho de menos el uso de mi oído izquierdo. No sé qué hizo la explosión, pero creo que ha estropeado algo de forma irreparable. Da igual, si vuelvo a casa seré tan asquerosamente rica que podré pagar a alguien para que oiga por mí. El bosque siempre parece distinto por la noche; incluso con las gafas, todo tiene un ángulo desconocido, como si los árboles, flores y piedras del día se hubiesen ido a dormir y hubiesen enviado como sustitutos a unas versiones más siniestras. No intento nada peligroso, como escoger una nueva ruta, sino que vuelvo al arroyo y sigo el mismo recorrido de vuelta al escondite de Rue, cerca del lago. Por el camino no veo ni rastro de los demás tributos, ni una nube de vaho, ni una rama moviéndose. O soy la primera o los otros se buscaron un sitio ayer por la noche. Cuando me meto en la maleza para esperar a que empiece a correr la sangre, todavía queda más de una hora, quizá dos, para que amanezca. 

Mastico un par de hojas de menta: mi estómago no da para más. Por suerte, tengo la chaqueta de Peeta además de la mía; si no, habría tenido que moverme para entrar en calor. El cielo adquiere un tono de mañana gris brumosa y sigue sin haber ni rastro de los demás. La verdad es que no me sorprende, ya que todos han destacado por su fuerza, capacidad asesina o astucia. ¿Supondrán que llevo a Peeta conmigo? Dudo que la Comadreja y Thresh sepan que está herido, lo que me viene bien, porque quizá así crean que él me cubre cuando vaya a por la mochila. Pero ¿dónele la han puesto? El estadio ya está lo bastante iluminada para quitarme las gafas. Oigo los cantos de los pájaros diurnos, ¿no es ya la hora? Durante un segundo me entra el pánico de estar en el sitio equivocado. Sin embargo, no, recuerdo bien que Claudius Templesmith habló de la Cornucopia, y aquí está. Y aquí estoy. Entonces, ¿ dónde está mi banquete? 

Justo cuando el primer rayo de sol se refleja en la Cornucopia de oro, noto movimiento en el llano. El suelo delante de la boca del cuerno se divide en dos y surge una mesa redonda con un mantel blanco como la nieve. En la mesa hay cuatro mochilas, dos negras grandes con los números 2 y 11, una mediana verde con el número 5, y una diminuta naranja (lo cierto es que podría llevarla colgada de la muñeca) que debe de tener un 12. A los pocos segundos de oír el clic de la mesa al encajar en el suelo, una figura sale corriendo de la Cornucopia, agarra la mochila verde y se aleja a toda prisa. ¡Es la Comadreja! ¡Ella era la única capaz de salir con una idea tan genial y arriesgada! Los demás seguimos colocados alrededor del llano, analizando la situación, y ella ya tiene su mochila. Además, nos ha atrapado, porque nadie quiere perseguirla, no con las otras mochilas sobre la mesa, vulnerables. La Comadreja debe de haber dejado allí las otras a propósito, porque sabía que robar una con otro número haría que alguien la persiguiese. 

¡Ésa tendría que haber sido mi estrategia! Mientras yo experimento sorpresa, admiración, rabia, celos y, por último, frustración, su mata de pelo rojizo ya ha desaparecido entre los árboles, fuera del alcance de mi arco. Ummm. Siempre temo a los otros, pero quizá sea la Comadreja la verdadera contrincante. Encima, me ha costado tiempo, porque ahora queda claro que tengo que ser la siguiente. Si alguien llega a la mesa antes que yo, no le costará llevarse mi paquete y largarse. Sin vacilar, salgo corriendo hacia la mesa y noto el peligro antes de verlo. Por suerte, el primer cuchillo se dirige a mi lado derecho, así que lo oigo y soy capaz de desviarlo con el arco. Me vuelvo, tenso la cuerda y lanzo una flecha directa al corazón de Clove. Ella se vuelve lo justo para evitar un blanco mortal, pero la punta le agujerea el antebrazo izquierdo. Aunque es una pena que no sea zurda, me basta para frenarla durante unos segundos, ya que tiene que sacarse la flecha del brazo y examinar la gravedad de la herida. Yo me sigo moviendo y coloco otra flecha de forma automática, como sólo sabe hacer alguien que lleva muchos años cazando. 

Ya he llegado a la mesa, cojo la mochilita naranja, meto la mano entre las correas y me la pongo en el brazo, porque es demasiado pequeña para encajar en cualquier otra parte de mi anatomía. Me vuelvo para disparar de nuevo cuando el segundo cuchillo me da en la frente. Me hace un corte encima de la ceja derecha, me ciega un ojo y me llena la boca de sangre. Me tambaleo y retrocedo, pero consigo lanzar la flecha que tengo preparada hacia mi atacante, más o menos. En cuanto sale, sé que no acertaré; entonces Clove se me echa encima, me derriba boca arriba y me sujeta los hombros contra el suelo con las rodillas. «Se acabó», pienso, y, por el bien de Prim, espero que sea rápido. Sin embargo, ella quiere saborear el momento, incluso cree tener tiempo. Sin duda, Cato está cerca, protegiéndola, esperando a Thresh y, posiblemente, a Peeta. --¿Dónde está tu novio, Distrito 12? ¿Sigue vivo? --me pregunta. 

--Está aquí al lado, cazando a Cato --respondo; bueno, mientras hablemos, seguiré viva. Grito a todo pulmón--: ¡Peeta! Clove me da un puñetazo a la altura de la tráquea, lo que sirve a la perfección para callarme. Sin embargo, mueve la cabeza de uno a otro lado, por lo que entiendo que, durante un instante, ha pensado que le estaba diciendo la verdad. Como no aparece ningún Peeta para salvarme, se vuelve de nuevo hacia mí. --Mentirosa --dice, sonriendo--. Está casi muerto, Cato sabe bien dónde cortó. Seguramente lo tienes atado a la rama de un árbol mientras intentas que no se le pare el corazón. ¿Qué hay en esa mochilita tan mona? ¿La medicina para tu chico amoroso? Qué pena que no la vaya a ver. --Clove se abre la chaqueta y veo que está forrada con una impresionante colección de cuchillos. Selecciona con parsimonia uno de aspecto casi delicado, con una cruel hoja curva--. Le prometí a Cato que, si me dejaba acabar contigo, le daría a la audiencia un buen espectáculo. --Me retuerzo para intentar desequilibrarla, pero no lo consigo. Pesa demasiado y me tiene bien cogida--. Olvídalo, Distrito 12, vamos a matarte, igual que a tu 

lamentable aliada..., ¿ cómo se llamaba? ¿La que iba saltando por los árboles? ¿Rue? Bueno, primero Rue, después tú y después creo que dejaremos que la naturaleza se encargue del chico amoroso. ¿Qué te parece? Bien, ¿por dónde empiezo? Me limpia con la manga de la chaqueta la sangre de la herida, sin mucha delicadeza. Me observa la cara durante un momento, volviéndola a un lado y otro, como si fuese un bloque de madera y estuviese decidiendo qué diseño tallar. Intento morderle la mano, pero ella me coge el pelo de la parte de arriba de la cabeza y me obliga a apoyarla en el suelo. --Creo... --Parece tan contenta que sólo le falta ronronear--. Creo que empezaré con tu boca. Aprieto los dientes mientras ella traza, burlona, el perfil de mis labios con la punta del cuchillo. No voy a cerrar los ojos. El comentario sobre Rue me ha puesto furiosa, lo bastante furiosa como para morir con alguna dignidad, creo. Mi último acto de desafío será mirarla a los ojos hasta que no pueda seguir viendo, lo cual no será mucho, pero lo haré. No gritaré, moriré invicta, a mi discreta manera. 

--Sí, creo que ya no te hacen mucha falta los labios. ¿Quieres enviarle un último beso al chico amoroso? --me pregunta. Reúno sangre y saliva en la boca, y se lo escupo todo a la cara. Ella se pone roja de rabia--. De acuerdo, vamos a empezar. Me preparo para el atroz dolor que se avecina, pero, cuando siento que la punta del cuchillo me hace el primer corte en el labio, una fuerza terrible arranca a Clove de mi cuerpo; la oigo gritar. Al principio estoy demasiado aturdida para entender qué ha pasado. ¿Ha venido Peeta a salvarme, de algún modo? ¿Acaso los Vigilantes han enviado un animal salvaje para aumentar la diversión? ¿Es que un aerodeslizador se la ha llevado por los aires? Entonces me apoyo en los brazos dormidos para levantarme y veo que no es nada de eso: Clove cuelga de los brazos de Thresh, a treinta centímetros del suelo. Dejo escapar un grito ahogado al verlo así, erguido sobre mí, sosteniendo a Clove como si fuese una muñeca de trapo. Recordaba que era grande, pero es enorme, mucho más poderoso de lo que creía. Incluso parece haber ganado peso en el estadio. Le da la vuelta a Clove y la tira al suelo. 

Cuando grita, doy un salto, porque nunca lo había oído levantar la voz, siempre hablaba en susurros. --¿Qué le has hecho a la niñita? ¿La has matado? Clove está retrocediendo a cuatro patas, como un insecto desesperado, demasiado atónita para acordarse de llamar a Cato. --¡No! ¡No, no fui yo! --Has dicho su nombre, te he oído. ¿La has matado? --Otra idea hace que se le retuerza la cara de rabia--. ¿La cortaste en trocitos como ibas a cortar a esta chica? --¡No! No, yo no... --Clove ve la piedra que tiene Thresh en la mano, del tamaño de una pequeña barra de pan, y pierde el control--. ¡Cato! --chilla--. ¡Cato! --¡Clove! --oigo gritar a Cato, pero calculo que está demasiado lejos para ayudarla. ¿Qué estaba haciendo? ¿Intentaba atrapar a la Comadreja o a Peeta? ¿O esperaba a que apareciese Thresh y se ha equivocado por completo con su ubicación? Thresh estrella con fuerza la roca en la sien de Clove. No sangra, pero veo la marca en el cráneo y sé que está perdida; sin embargo, le queda algo de vida, porque veo que se le mueve rápidamente el pecho y deja escapar un gemido. 

Cuando Thresh se vuelve hacia mí con la piedra levantada, sé que no me serviría de nada correr; además, no tengo ninguna flecha preparada en el arco, puesto que la última salió volando en dirección a Clove. Estoy atrapada en la ira de sus extraños ojos castaño dorado. --¿Qué quería decir? ¿Qué era eso de que Rue era tu aliada? --Yo..., yo..., nosotras formamos un equipo. Volamos en pedazos las provisiones. Intenté salvarla, de verdad, pero él llegó primero. Distrito 1 --respondí. Quizá si sabe que ayudé a Rue decida utilizar un método menos lento y sádico para acabar conmigo. --¿Y lo mataste? --Sí, lo maté, y a ella la cubrí de flores. Y canté hasta que se durmió. Se me llenan los ojos de lágrimas; me abruman Rue, el dolor de cabeza, el miedo a Thresh y los gemidos de la chica moribunda, que está a unos metros. --¿Hasta que se durmió? --pregunta Thresh, con voz áspera. --Hasta que se murió, canté hasta que se murió. Vuestro distrito... me envió pan. --Levanto la mano, pero no para coger la flecha que nunca alcanzaría, sino para limpiarme la nariz--. Hazlo deprisa, ¿vale, Thresh? 

Veo emociones contradictorias en el rostro de Thresh, que baja la roca y me apunta con el dedo, casi como si me acusara. --Te dejo ir sólo esta vez, por la niñita. Tú y yo estamos en paz. No nos debemos nada, ¿entiendes? Asiento, porque entiendo lo de las deudas, lo de odiar. Entiendo que, si Thresh gana, tendrá que volver a casa y enfrentarse a un distrito que ya ha roto todas las reglas para darme las gracias, y él ahora rompe las reglas para dármelas también. Y entiendo que, por ahora, Thresh no me va a aplastar el cráneo. --¡Clove! La voz de Cato está mucho más cerca; sé, por el dolor que refleja, que ya ha visto a la chica en el suelo. --Será mejor que corras, chica de fuego --dice Thresh. No hace falta que me lo diga dos veces: me vuelvo y huyo de Thresh, Clove y el sonido de la voz de Cato. Cuando llego al bosque, miro atrás durante un segundo; Thresh y las dos mochilas grandes desaparecen por el llano hacia la zona que todavía no he visto. Cato se arrodilla al lado de Clove, lanza en mano, suplicándole que se quede con él. Dentro de nada se dará cuenta de que es inútil, de que 

no puede salvarla. Me meto entre los árboles, limpiándome sin parar la sangre que me tapa el ojo, huyendo como la criatura salvaje y herida que soy. Al cabo de unos minutos, oigo el cañonazo y sé que Clove ha muerto y que Cato estará siguiéndonos la pista a Thresh o a mí. Estoy aterrada, débil por la herida en la cabeza y trémula. Cargo una flecha en el arco, pero Cato puede alcanzar la misma distancia con la lanza que yo con la flecha. Lo único que me calma es que Thresh tiene la mochila de Cato con la cosa que necesita desesperadamente. Si tuviese que apostar por alguien, diría que Cato va a por Thresh, no a por mí. De todos modos, no freno cuando llego al agua, me meto dentro con las botas puestas y avanzo arroyo abajo. Me quito los calcetines de Rue que estaba usando como guantes y me los pongo en la frente para intentar cortar el flujo de sangre; sin embargo, se empapan en pocos minutos. No sé cómo, pero consigo llegar a la cueva; me meto entre las rocas y, a la escasa luz, me quito la mochilita naranja del brazo, corto el cierre y tiro el contenido al suelo: una caja delgada con una aguja hipodérmica. Sin vacilar, le meto la aguja a Peeta en el brazo y presiono el émbolo poco a poco. Me llevo las manos a la cabeza y las dejo caer sobre el regazo, resbaladizas por la sangre. Lo último que recuerdo es una polilla verde y plateada, de belleza exquisita, que aterriza en la curva de la muñeca. 

_____ 22 _____

El sonido de la lluvia sobre el tejado de nuestra casa me devuelve el conocimiento. No obstante, lucho por volver a dormirme, envuelta en un cálido capullo de mantas, a salvo en mi hogar. Soy vagamente consciente de que me duele la cabeza, quizá tenga la gripe y por eso me dejan quedarme en la cama, aunque me da la impresión de que llevo mucho tiempo dormida. La mano de mi madre me acaricia la mejilla y yo no la aparto, como hubiese hecho de estar despierta, porque no quiero que sepa lo mucho que necesito ese contacto suyo, lo mucho que la echo de menos, aunque siga sin confiar en ella. Entonces me llega una voz, la voz equivocada, no la de mi madre, y me asusto. --Katniss --dice--. Katniss, ¿me oyes? Abro los ojos y se desvanece la sensación de seguridad. No estoy en casa, no estoy con mi madre; estoy en una cueva oscura y fría, con los pies descalzos helados a pesar del saco, y en el aire noto un inconfundible olor a sangre. La cara demacrada y pálida de un chico entra en mi campo de visión y, después de un sobresalto inicial, me siento mejor. --Peeta. 

--Hola. Me alegro de volver a verte los ojos. --¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? --No estoy seguro. Me desperté anoche y estabas tumbada a mi lado, en medio de un charco de sangre aterrador. Creo que por fin has dejado de sangrar, aunque será mejor que no te sientes ni nada. Me llevo la mano a la cabeza con precaución: me la ha vendado. Ese gesto tan simple me hace sentir débil y mareada. Peeta me acerca una botella a los labios y bebo con ganas. --¿Estás mejor? --le pregunto. --Mucho mejor. Lo que me inyectaste en el brazo hizo efecto. Esta mañana ya no tenía la pierna hinchada. No parece enfadado conmigo por haberlo engañado, drogado e ido al banquete. Quizá ahora esté demasiado destrozada y espere a después para decírmelo, cuando esté más fuerte. Sin embargo, por el momento es todo amabilidad. --¿Has comido? --le pregunto. --Siento decir que me tragué los tres trozos de granso antes de darme cuenta de que podríamos necesitarlo para después. No te preocupes, vuelvo a seguir una dieta estricta. --No, no pasa nada. Tienes que comer. Iré a cazar pronto. --No demasiado pronto, ¿vale? Deja que te cunde un poco. 

La verdad es que no me queda otra opción. Peeta me da para comer trocitos de granso y pasas, y me hace beber mucha agua. Me restriega los pies para calentarlos y los envuelve en su chaqueta antes de subirme el saco de dormir hasta la barbilla. --Todavía tienes las botas y los calcetines mojados, y el tiempo no ayuda --dice. Oigo un trueno y veo los relámpagos iluminar el cielo a través de una abertura en las rocas. La lluvia entra en la cueva por varios agujeros en el techo, aunque Peeta ha construido una especie de toldo sobre mi cabeza y la parte superior de mi cuerpo metiendo el cuadrado de plástico entre las rocas que tengo encima. --¿Qué habrá provocado la tormenta? Es decir, ¿quién es el objetivo? --pregunta Peeta. --Cato y Thresh --digo, sin pensar--. La Comadreja estará en su guarida, donde sea, y Clove..., ella me cortó y después... --No puedo terminar la frase. --Sé que Clove está muerta, la vi en el cielo por la noche. ¿La mataste tú? --No, Thresh le aplastó el cráneo con una roca. --Qué suerte que no te cogiese a ti también. --Lo hizo, pero me dejó marchar --respondo. Al recordar lo sucedido durante el banquete se me revuelven las 

tripas. Por supuesto, no me queda más remedio que contárselo todo, las cosas que me callé porque él estaba demasiado enfermo para preguntarlas y las que no estaba lista para revivir, como la explosión, mi oído, la muerte de Rue, el chico del Distrito 1 y el pan. Todo eso me lleva a lo que pasó con Thresh y en cómo había pagado su deuda, por así llamarla. --¿Te dejó ir porque no quería deberte nada? --pregunta Peeta, sin poder creérselo. --Sí. No espero que lo entiendas. Tú siempre has tenido lo necesario, pero, si vivieras en la Veta, no tendría que explicártelo. --Y no lo intentes. Está claro que soy demasiado tonto para pillarlo. --Es como lo del pan. Parece que nunca consigo pagarte lo que te debo. --¿El pan? ¿Qué? ¿De cuando éramos niños? --pregunta--. Creo que podemos olvidarlo. Es decir, acabas de revivirme. --Pero no me conocías. No habíamos hablado nunca. Además, el primer regalo siempre es el más difícil de pagar. Ni siquiera estaría aquí para salvarte si tú no me hubieses ayudado entonces. De todos modos, ¿por qué lo hiciste? 

--¿Por qué? Ya lo sabes --responde Peeta, y yo sacudo un poco la cabeza, aunque me duele--. Haymitch decía que costaría mucho convencerte. --¿Haymitch? ¿Qué tiene que ver con esto? --Nada. Entonces, Cato y Thresh, ¿eh? Supongo que sería mucho pedir que se matasen entre ellos. Sin embargo, esa idea sólo sirve para entristecerme. --Creo que Thresh nos hubiese caído bien, y que en el Distrito 12 podríamos haber sido amigos. --Entonces, esperemos que Cato lo mate, para no tener que hacerlo nosotros --responde Peeta, en tono lúgubre. No me gustaría nada que Cato matase a Thresh; de hecho, no quiero que muera nadie más, pero no es el tipo de cosa que los vencedores van diciendo por el estadio. A pesar de que hago todo lo posible por evitarlo, noto que se me llenan los ojos de lágrimas. --¿Qué te pasa? --me pregunta Peeta, mirándome con cara de preocupación--. ¿Te duele mucho? Le doy otra respuesta que, aun siendo cierta, puede interpretarse como un breve momento de debilidad, en vez de algo más radical. --Quiero irme a casa, Peeta --le digo en tono lastimero, como una niña pequeña. --Te irás, te lo prometo --responde él, y se inclina para darme un beso. 

--Quiero irme ahora. --Vamos a hacer una cosa: duérmete y sueña con casa; antes de que te des cuenta, estarás allí de verdad, ¿vale? --Vale --susurro--. Despiértame si necesitas que monte guardia. --Yo estoy bien y descansado, gracias a Haymitch y a ti. Además, ¿ quién sabe cuánto durará esto? ¿A qué se refiere? ¿A la tormenta? ¿Al breve respiro que nos da? ¿A los juegos en sí? No lo sé, pero estoy demasiado cansada y triste para preguntar. Cuando Peeta me despierta, ya es de noche. La lluvia se ha convertido en un aguacero que convierte las goteras de antes en auténticos ríos. Peeta ha colocado la olla del caldo para recoger lo peor y ha cambiado de posición el plástico para evitar que me caiga demasiada agua. Me siento un poco mejor, puedo sentarme sin marearme mucho y estoy muerta de hambre, igual que Peeta. Está claro que esperaba a que me despertase para comer, por lo que está deseando ponerse a ello. No queda mucho: dos trozos de granso, un pequeño revoltijo de raíces y un puñado de fruta seca.--¿Deberíamos racionarlo? --me pregunta. --No, mejor nos lo terminamos. De todos modos, el granso se está poniendo malo, y sólo nos faltaría acabar enfermos por comer carne en mal estado. Divido la comida en dos pilas iguales e intentamos comérnosla despacio, pero tenemos tanta hambre que acabamos en un par de minutos y mi estómago no se siente muy satisfecho. --Mañana será día de caza --digo. 

-No podré servirte de mucha ayuda. No he cazado nunca. --Yo cazaré y tú cocinarás. También puedes recolectar verduras. --Ojalá hubiese una especie de arbusto del pan por aquí --comenta Peeta. --El pan que me enviaron del Distrito 11 todavía estaba caliente --respondo, suspirando--. Toma, mastica esto --añado, pasándole un par de hojas de menta y metiéndome unas cuantas en la boca. Resulta difícil ver la proyección en el cielo con la tormenta, pero es lo bastante clara para saber que hoy no ha muerto nadie, así que Cato y Thresh todavía no se han encontrado. --¿Adónde fue Thresh? Es decir, ¿ qué hay al otro lado del círculo? --le pregunto a Peeta. --Un campo; hasta donde alcanza la vista no hay más que hierbasque llegan a la altura de los hombros. No lo sé, quizás algunas tengan grano. Hay zonas de distintos colores, pero no se ven caminos. --Seguro que algunas tienen grano y seguro que Thresh sabe cuáles. ¿Entraste? --No, nadie tenía muchas ganas de perseguir a Thresh por la hierba. Ese sitio tenía un aire siniestro. Cada vez que miraba al campo no hacía más que pensar en cosas escondidas: serpientes, animales rabiosos y arenas movedizas. Ahí podría haber cualquier cosa. 

No se lo digo, pero las palabras de Peeta me recuerdan a cuando nos advertían que no fuésemos más allá de las alambradas del Distrito 12. Durante un instante no puedo evitar la comparación con Gale, que vería el campo como una posible fuente de comida, además de como una amenaza. Thresh también lo veía así, no cabía duda. No es que Peeta sea lo que se dice blando, y ha demostrado que no es un cobarde; sin embargo, supongo que hay cosas que no se ponen en duda cuando tu casa siempre huele a pan recién hecho, mientras que Gale se lo cuestiona todo. ¿Qué pensaría Peeta de las irreverentes bromas que nos gastamos todos los días mientras incumplimos la ley? ¿Se asombraría de las cosas que decimos sobre Panem? ¿De las diatribas de Gale contra el Capitolio? --Quizás haya un arbusto del pan en ese campo --digo--. Quizá por eso Thresh parece mejor alimentado ahora que cuando empezaron los juegos. --O eso, o tiene unos patrocinadores muy generosos --responde Peeta--. Me pregunto qué tendríamos que hacer para que Haymitch nos enviase un poco de pan. 

Arqueó las cejas antes de recordar que él no sabe nada del mensaje que nos envió Haymitch hace un par de noches: un beso equivale a una olla de caldo. Tampoco es algo que pueda soltar sin más, porque decirlo en voz alta haría al público sospechar que nos inventamos nuestro romance para granjearnos sus simpatías, y eso no nos daría nada de comer. Tengo que volver a poner las cosas en su sitio de un modo que resulte creíble. Algo sencillo, para empezar. Le estrecho una mano. --Bueno, probablemente gastó muchos recursos para ayudarme a dejarte fuera de combate --comento, en tono travieso. --Sí, en cuanto a eso --responde él, entrelazando sus dedos con los míos--, no se te ocurra volver a hacerlo. --¿O qué? --O..., o... --No se le ocurre nada bueno--. Espera, dame un minuto. --¿Hay algún problema? --pregunto, sonriendo. --El problema es que los dos seguimos vivos, lo que, en tu cabeza, refuerza la idea de que hiciste lo correcto. --Sí que hice lo correcto. --¡No! ¡No lo hagas, Katniss! --Me aprieta la mano con fuerza, 

haciéndome daño, y noto por su voz que está enfadado de verdad--. No mueras por mí. No me harías ningún favor, ¿de acuerdo? --Quizá también lo hice por mí, Peeta --respondo; aunque me sorprende su intensidad, entiendo que es una oportunidad excelente para conseguir comida, así que intento seguirle el rollo--. Quizá lo hice por mí, Peeta, ¿se te había ocurrido pensarlo? Quizá no eres el único que..., que se preocupa por... qué pasaría si... Estoy mascullando, las palabras no se me dan tan bien como a Peeta, y, mientras hablo, la idea de perderlo de verdad vuelve a golpearme y me doy cuenta de lo mucho que me dolería su muerte. No es sólo por los patrocinadores, no es por lo que pasaría al volver a casa y no es que no quiera estar sola; es él, no quiero perder al chico del pan. --¿Qué pasaría si qué, Katniss? --me pregunta, en voz baja. Ojalá pudiera cerrar las compuertas, bloquear este momento y ponerlo fuera del alcance de los entrometidos ojos de Panem, aunque significara perder comida. Lo que yo sienta es asunto mío. --Ésa es la clase de tema que Haymitch me dijo que evitara --respondo, a la evasiva, aunque Haymitch nunca me haya dicho nada 

parecido. De hecho, seguramente me está maldiciendo a voces por soltar la pelota en un momento con tanta carga emotiva. Pero, de algún modo, Peeta recoge la pelota. --Entonces tendré que rellenar los huecos yo solo --dice, acercándose. Es el primer beso del que ambos somos plenamente conscientes. Ninguno está debilitado por la enfermedad o el dolor, ni tampoco desmayado; no nos arden los labios de fiebre ni de frío. Es el primer beso que de verdad hace que se me agite algo en el pecho, algo cálido y curioso. Es el primer beso que me hace desear un segundo. Sin embargo, el segundo beso no llega. Bueno, sí, pero no es más que un besito en la punta de la nariz, porque Peeta se ha distraído con algo. --Creo que tu herida vuelve a sangrar. Venga, túmbate. De todos modos, es hora de dormir. Ya tengo los calcetines bastante secos, así que me los pongo y obligo a Peeta a ponerse de nuevo su chaqueta, porque es como si el frío húmedo se me metiese en los huesos y él debe de estar helado. Además, insisto en hacer el primer turno de guardia, aunque ninguno de los dos creemos que alguien aparezca con este tiempo. No obstante, él sólo acepta a condición de que yo también me meta en el 

saco, y tiemblo tanto que no tendría sentido negarme. A diferencia de hace dos noches, cuando notaba que Peeta estaba a varios kilómetros de mí, ahora mismo me abruma su proximidad. Cuando nos tumbamos, él me baja la cabeza para que use su brazo de almohada, mientras me pone encima el otro brazo, como si deseara protegerme, incluso dormido. Hace mucho tiempo que nadie me abraza así; desde que mi padre murió y dejé de confiar en mi madre, ningún brazo me ha hecho sentir tan a salvo. Con la ayuda de las gafas, me quedo mirando las gotas de agua caer en el suelo de la caverna. Son rítmicas y tranquilizadoras, y doy unas cuantas cabezadas que me hacen despertar de golpe, con sentimiento de culpa y enfadada por mi debilidad. Después de tres o cuatro horas no puedo aguantarlo más y despierto a Peeta, porque se me cierran los ojos. A él no parece importarle. --Mañana, cuando todo esté más seco, buscaré un lugar muy alto en los árboles para que los dos podamos dormir en paz --le prometo justo antes de dormirme. · Sin embargo, el tiempo no mejora. El diluvio continúa, como si los Vigilantes intentaran ahogarnos a todos. Los truenos son tan fuertes 

que parecen sacudir el suelo, y Peeta sopesa la idea de salir a buscar comida, de todos modos, pero le digo que, con esta tormenta, no tiene sentido. No podría ver lo que tiene delante de sus narices y acabará chorreando como recompensa. Sabe que tengo razón, aunque empieza a dolemos el estómago. El día se arrastra hasta convertirse en noche y el tiempo sigue igual. Haymitch es nuestra única esperanza, pero no nos llega nada, ya sea por falta de dinero (todo costará ya una suma exorbitante) o porque no esté satisfecho con nuestra actuación. Probablemente lo segundo. Soy la primera que reconoce que hoy no hemos estado lo que se dice fascinantes: muertos de hambre, débiles por las heridas, intentando no reabrirlas. Estamos acurrucados juntos, envueltos en el saco, sí, pero sobre todo para calentarnos. Lo más emocionante que hemos hecho es dormir. No sé bien cómo darle un empujoncito al romance. Aunque el beso de anoche estuvo bien, tengo que pensarme con detenimiento qué hacer para conseguir el siguiente. En la Veta, y también entre los comerciantes, hay chicas que saben cómo manejarse en estos temas, pero nunca he tenido mucho tiempo para esto, ni tampoco ganas. En cualquier caso, un solo beso ya no basta; de ser así, anoche 

habríamos conseguido comida. Mi instinto me dice que Haymitch no busca sólo afecto físico, que quiere algo más personal, el tipo de cosas que intentaba que contase sobre mí en las prácticas para la entrevista. Se me da fatal, pero a Peeta no. Quizás el mejor enfoque sea hacer que hable él. --Peeta --digo, como si nada--, en la entrevista dijiste que estás enamorado de mí desde que tienes uso de razón. ¿Cuándo empezó esa razón? --Bueno, a ver... Supongo que el primer día de clase. Teníamos cinco años y tú llevabas un vestido de cuadros rojos y el pelo..., el pelo recogido en dos trenzas, en vez de una. Mi padre te señaló cuando esperábamos para ponernos en fila. --¿Tu padre? ¿Por qué? --Me dijo: «¿Ves esa niñita? Quería casarme con su madre, pero ella huyó con un minero». --¿Qué? ¡Te lo estás inventando! --No, es completamente cierto. Y yo respondí: «¿Un minero? ¿Por qué quería un minero si te tenía a ti?». Y él respondió: «Porque cuando él canta... hasta los pájaros se detienen a escuchar». --Eso es verdad, lo hacen. Es decir, lo hacían --digo. Pensar en el panadero diciéndole eso a Peeta me desconcierta y, ante mi sorpresa, me emociona. Me parece que mi renuencia a cantar, la forma en que rechazo la música no se debe en realidad a que lo considere una pérdida de tiempo. Podría ser porque me recuerda 

demasiado a mi padre. --Así que, ese día, en la clase de música, la maestra preguntó quién se sabía la canción del valle. Tú levantaste la mano como una bala. Ella te puso de pie sobre un taburete y te hizo cantarla para nosotros. Te juro que todos los pájaros de fuera se callaron. --Venga ya --repuse, riéndome. --No, de verdad. Y, justo cuando terminó la canción, lo supe: estaba perdido, igual que tu madre. Después, durante los once años siguientes, intenté reunir el valor suficiente para hablar contigo. --Sin mucho éxito. --Sin mucho éxito. Así que, en cierto modo, el que saliese mi nombre en la cosecha fue un golpe de buena suerte. Durante un instante siento una alegría casi absurda y después no entiendo nada, porque se supone que estamos inventándonos estas cosas, fingiendo estar enamorados, no estándolo de verdad. Pero lo que cuenta Peeta suena a verdad: la parte sobre mi padre y los pájaros, y es cierto que canté el primer día del colegio, aunque no recuerdo la canción. Y ese vestido de cuadros rojos... existía, lo heredó Prim y acabó tan desgastado que quedó hecho trizas después de la muerte de mi padre. Eso también explicaría otra cosa: por qué Peeta se arriesgó a una paliza por darme el pan aquel horrible día. Entonces, si todos los 

detalles son ciertos..., ¿podría serlo lo demás? --Tienes una... memoria asombrosa --comento, vacilante. --Lo recuerdo todo sobre ti --responde él, poniéndome un mechón suelto detrás de la oreja--. Eras la única que no se daba cuenta. --Ahora sí. --Bueno, aquí no tengo mucha competencia. Quiero retirarme, cerrar de nuevo las compuestas, pero sé que no puedo, es como si oyese a Haymitch susurrándome al oído: «¡Dilo, dilo!». Así que trago saliva y me arranco las palabras. --No tienes mucha competencia en ninguna parte. Esta vez, soy yo la que se inclina para besarlo. Apenas se han tocado nuestros labios cuando el estruendo del exterior nos sobresalta. Saco el arco, con la flecha lista para disparar, pero no se oye nada más. Peeta se asoma entre las rocas y da un salto; antes de que pueda detenerlo, sale a la lluvia y me pasa algo, un paracaídas plateado atado a una cesta. La abro de inmediato y dentro hay un banquete: panecillos recién hechos, queso de cabra, manzanas y, lo mejor, una sopera llena de aquel increíble estofado de cordero con arroz salvaje, el mismo plato del que le hablé a Caesar Flickerman cuando me preguntó por lo que más me había impresionado del Capitolio. --Supongo que Haymitch por fin se ha hartado de vernos morir de hambre --comenta Peeta al meterse en la cueva, con el rostro iluminado como el sol. --Supongo. Sin embargo, en mi cabeza oigo las palabras engreídas, aunque ligeramente exasperadas, de Haymitch: «Sí, eso es lo que busco, preciosa». 

_____ 23 _____ 

--Será mejor que nos tomemos el estofado con calma, ¿recuerdas la primera noche en el tren? La comida pesada me hizo vomitar, y ni siquiera estaba muriéndome de hambre por aquel entonces. --Tienes razón. ¡Podría tragármelo entero de un bocado! --comento, pesarosa, aunque no lo hago. Nos comportamos con bastante sensatez; cogemos un panecillo cada uno, media manzana, y una ración de estofado y arroz del tamaño de un huevo. Me obligo a comer el estofado en cucharaditas diminutas (nos han enviado hasta cubiertos y platos), saboreando cada bocado. Cuando terminamos, me quedo mirando el plato con anhelo--. Quiero más. --Yo también. Vamos a hacer una cosa: esperamos una hora y, si no lo echamos, nos servimos más. --De acuerdo. Va a ser una hora muy larga. --Quizá no tanto --responde él--. ¿Qué estabas diciendo justo antes de que llegase la comida? Algo sobre no tener... competencia..., que soy lo mejor que te ha pasado... --No recuerdo haber dicho eso último --digo, esperando que aquí esté demasiado oscuro para que las cámaras recojan mi rubor. 

--Ah, es verdad, eso era lo que estaba pensando yo. Ven aquí, me estoy helando. Le hago sitio dentro del saco y nos sentamos con la espalda apoyada en la pared de la cueva, yo con la cabeza sobre su hombro, él rodeándome con los brazos. Noto cómo si Haymitch me diese un codazo para que siga con la actuación. --Entonces, ¿ni siquiera te has fijado en las otras chicas desde que teníamos cinco años? --Me fijaba en casi todas, pero tú eras la única que me dejaba huella. --Seguro que a tus padres les encantaba que te gustase una chica de la Veta. --No mucho, pero no me importaba nada. De todos modos, si volvemos, ya no serás una chica de la Veta, serás una chica de la Aldea de los Vencedores. Es cierto, si ganamos nos darán una casa a cada uno en la parte de la ciudad reservada para los vencedores de los Juegos del Hambre. Hace tiempo, cuando empezaron los juegos, el Capitolio construyó una docena de casas elegantes en cada distrito. En el nuestro, obviamente, sólo una estaba ocupada; en la mayoría no había vivido nadie. En ese momento, se me ocurre una idea inquietante. 

--Entonces... ¡nuestro único vecino será Haymitch! --Ah, será maravilloso --responde Peeta, abrazándome con fuerza--: Haymitch, tú y yo. Y muy acogedor: picnics, cumpleaños, largas noches de invierno junto al fuego recordando viejas historias de los Juegos del Hambre... --¡Te lo dije, me odia! --exclamo, pero no puedo evitar reírme de ver a Haymitch convertido en mi nuevo amigo. --Sólo a veces. Cuando está sobrio, no lo he oído decir ni una cosa negativa sobre ti. --¡Si nunca está sobrio! --Claro, ¿en qué estaría pensando? Ah, sí, es Cinna el que te quiere, más que nada porque no intentaste huir cuando te prendió fuego. Por otro lado, Haymitch... Bueno, si fuera tú, lo evitaría en todo momento. Te odia. --Creía que habías dicho que yo era su favorita. --A mí me odia todavía más. No creo que la gente, en general, sea lo suyo. Sé que al público le gustará que nos divirtamos a costa de Haymitch. Lleva tanto tiempo en los juegos que es casi como un viejo amigo para algunos espectadores y, después de su caída del escenario en la cosecha, todos lo conocen. Seguro que ya lo han sacado de la sala de control para entrevistarlo sobre nosotros. No tengo ni idea de qué mentiras se habrá inventado, aunque está en desventaja, porque casi todos los mentores tienen un compañero, otro vencedor para ayudarlos, mientras que él tiene que estar listo para entrar en acción en cualquier momento. Más o menos como yo cuando estaba sola en el estadio. Me pregunto cómo lo llevará con la bebida, la atención y la tensión de intentar mantenernos con vida. 

Es curioso: Haymitch y yo no nos llevamos bien en persona, pero quizá Peeta tenga razón en que somos parecidos, porque parece capaz de comunicarse conmigo mediante los regalos. Como cuando supe que estaba cerca del agua porque él no me la enviaba, que el somnífero no era sólo para aliviar el dolor de Peeta, y ahora, que tenemos que vivir el romance. En realidad, no se ha esforzado mucho por conectar con Peeta. Quizá crea que un cuenco de caldo no es más que un cuenco de caldo para Peeta, mientras que yo veré lo que conlleva. Se me ocurre algo, y me asombra que haya tardado tanto en surgir, quizá sea porque hasta ahora Haymitch no me había provocado ninguna curiosidad. --¿Cómo crees que lo hizo? --pregunto. --¿Quién? ¿El qué? --Haymitch. ¿Cómo crees que ganó los juegos? Peeta se lo piensa un rato antes de responder. Haymitch es fuerte, pero no una maravilla física como Cato o Thresh. Tampoco es especialmente guapo, no tanto como para que le lloviesen los regalos; y es tan hosco que resulta difícil imaginar que alguien formase equipo con él. Sólo pudo ganar de una forma, y Peeta lo dice justo cuando yo misma llego a la conclusión. --Fue más listo que los demás. 

Asiento y dejo el tema, pero, en secreto, me pregunto si Haymitch permaneció sobrio lo bastante para ayudarnos a Peeta y a mí porque pensaba que quizá tuviéramos el ingenio suficiente para sobrevivir. Quizá no siempre fuera un borracho; quizá, al principio, intentara ayudar a los tributos, pero al final le resultó insoportable. Debe de ser horrible guiar a dos niños y verlos morir, año tras año. Entonces me doy cuenta de que, si salgo de aquí, ése será mi trabajo, convertirme en mentora de la tributo del Distrito 12. La idea es tan repulsiva que me la quito de la cabeza. Pasa media hora y decido que tengo que comer otra vez. Peeta tiene tanta hambre que no se resiste. Mientras me sirvo dos racioncitas más de estofado de cordero y arroz, oímos el himno. Peeta se asoma a la grieta de las rocas para mirar el cielo. --Esta noche no habrá nada --le digo, más interesada en el estofado que en el cielo--. Si hubiera pasado algo, habría sonado un cañonazo. --Katniss --dice Peeta en voz baja. --¿Qué? ¿Quieres que compartamos también un panecillo? --Katniss --repite, pero no quiero hacerle caso. --Voy a partir uno, y guardaré el queso para mañana --insisto; veo que Peeta me mira--. ¿Qué? --Thresh ha muerto. 

--No puede ser. --Habrán disparado el cañón durante los truenos y no lo oímos. --¿Estás seguro? Es decir, está lloviendo a cántaros, no sé cómo ves algo. Lo aparto de las rocas y me asomo al cielo oscuro y lluvioso. Durante diez segundos veo de refilón una foto de Thresh y después nada. Así de simple. Me dejo caer hasta quedar sentada junto a las rocas, olvidando por un momento nuestro objetivo. Thresh está muerto. Debería alegrarme, ¿no? Un tributo menos al que enfrentarse, y uno poderoso. Sin embargo, no lo estoy, sólo puedo pensar en que Thresh me dejó ir, me dejó huir por Rue, que murió con una lanza clavada en el estómago... --¿Estás bien? --me pregunta Peeta. Me encojo de hombros, evasiva, y me sujeto los codos con las manos para pegármelos más al cuerpo. Tengo que enterrar el verdadero dolor, porque ¿ quién va a apostar por un tributo que no deja de lloriquear cuando muere uno de sus contrincantes? Lo de Rue fue distinto: éramos aliadas y ella era tan joven..., pero nadie entendería mi pena por el asesinato de Thresh. La palabra me hace parar en seco: ¡asesinato! Por suerte, no lo he dicho en voz alta, eso no me ganaría ningún punto en el estadio. En vez de eso, digo: --Es que..., si no hubiésemos ganado nosotros..., quería que lo hiciese Thresh, porque me dejó ir y por Rue. 

--Sí, ya lo sé, pero esto significa que estamos un paso más cerca del Distrito 12. --Me pone un plato de comida en las manos--. Come, todavía está caliente. Le doy un mordisco al estofado para que todos vean que de verdad no me importa, pero es como comer pegamento y me cuesta mucho tragar. --También significa que Cato estará buscándonos. --Y que vuelve a tener provisiones --añade Peeta. --Seguro que está herido. --¿Por qué lo dices? --Porque Thresh no se habría rendido sin luchar. Es muy fuerte...; es decir, era muy fuerte. Y estaban en su territorio. --Bien. Cuanto más herido esté Cato, mejor. Me pregunto cómo le irá a la Comadreja. --Bah, seguro que le va bien --digo, malhumorada. Sigo enfadada porque ella pensó en esconderse en la Cornucopia y yo no--. Es probable que nos cueste menos coger a Cato que a ella. --Quizá se cacen entre ellos y nosotros podamos irnos a casa --dice Peeta--, aunque será mejor que pongamos especial cuidado en las guardias. Me he quedado dormido unas cuantas veces. --Yo también, pero esta noche no. Terminamos de comer en silencio y Peeta se ofrece para la primera guardia. Yo me escondo en el saco de dormir a su lado y me cubro la cara con la capucha para que las cámaras no la vean. Sólo 

necesito unos momentos de intimidad para poder sentir lo que quiera sin que nadie lo sepa. Bajo la capucha le digo adiós en silencio a Thresh y le agradezco que me dejara seguir viva; le prometo recordarlo y, si puedo, hacer algo por ayudar a su familia y a la de Rue, en caso de que gane. Después me escapo al mundo de los sueños con la tranquilidad que me dan el estómago lleno y la cálida presencia de Peeta a mi lado. · Cuando me despierta más tarde, lo primero que noto es el olor a queso de cabra. Tiene en la mano medio panecillo untado con el queso cremoso y cubierto de rodajas de manzana. --No te enfades --me dice--. Es que tenía que comer otra vez. Toma tu mitad. --Oh, bien --respondo de inmediato, dándole un gran bocado. El fuerte queso grasiento sabe igual que el que hace Prim, y las manzanas están dulces y crujientes--. Ummm. --En la panadería hacemos tarta de queso de cabra y manzana. --Seguro que es cara. --Demasiado para que se la coma mi familia, a no ser que se haya puesto muy rancia. Casi todo lo que comemos está rancio, claro --añade Peeta, arropándose con el saco de dormir. En menos de un minuto está roncando. Vaya, siempre supuse que los tenderos vivían la buena vida, y es cierto que Peeta nunca ha tenido problemas para comer, pero resulta deprimente vivir de pan rancio, de las barras duras y secas que nadie quiere. Como yo llevo la comida a casa todos los días, nosotras casi siempre comemos cosas frescas, tanto que hay que asegurarse de que no salgan corriendo. 

En algún momento de mi turno deja de llover, pero no poco a poco, sino de golpe. El aguacero termina y sólo quedan las gotas residuales del agua de las ramas y el torrente del arroyo que tenemos debajo, que estará a rebosar. Sale una luna llena preciosa y veo el exterior sin necesidad de ponerme las gafas. No sé si la luna es real o una proyección de los Vigilantes; recuerdo que hubo luna llena justo antes de irme de casa, porque Gale y yo la vimos salir mientras cazábamos hasta entrada la noche. ¿Cuánto tiempo llevo fuera? Supongo que hemos estado unas dos semanas en el estadio, además de la semana de preparación en el Capitolio. Quizá la luna haya completado su ciclo. Por alguna razón, deseo desesperadamente que sea mi luna, la misma que veo desde el bosque del Distrito 12; eso me daría algo a lo que aferrarme en el surrealista mundo del campo de batalla, donde hay que dudar de la autenticidad de todo. Quedamos cuatro. Por primera vez me permito pensar en serio en la posibilidad de volver a casa, de volver famosa y rica a mi propia casa de la Aldea de los Vencedores. Mi madre y Prim se irían a vivir conmigo, y ya no habría que temer al hambre. Un nuevo tipo de libertad, pero, después... ¿qué? ¿Cómo será mi vida cotidiana? Antes dedicaba casi todo mi tiempo a conseguir comida; si me quitan eso, no estoy muy segura de quién soy, ni de cuál es mi identidad. La idea me asusta un 

poco. Pienso en Haymitch y en todo su dinero. ¿En qué se convirtió su vida? Vive solo, sin esposa ni hijos, se pasa la mayor parte del día borracho. No quiero acabar así. --Pero no estarás sola --susurro para mis adentros. Tengo a mi madre y a Prim. Bueno, por ahora. Y después... No quiero pensar en después, cuando Prim crezca y mi madre muera. Sé que nunca me casaré, no pienso arriesgarme a traer un hijo al mundo, porque si hay algo que no te garantizan como vencedor es la seguridad de tus hijos. Los nombres de mis niños entrarían en las urnas de la cosecha con los de todo el mundo, y juro que no dejaré que eso suceda. El sol sale al fin, y su luz entra por las grietas e ilumina la cara de Peeta. ¿En quién se transformará si volvemos a casa? ¿Quién será este asombroso buenazo que miente tan bien que todo Panem cree que está loco de amor por mí? Reconozco que hay momentos en que yo también me lo creo. «Al menos, seremos amigos», pienso. Nada cambiará el hecho de que aquí nos hemos salvado la vida el uno al otro y, además, siempre será el chico del pan. Buenos amigos. Sin embargo, cualquier cosa que vaya más allá de eso... Siento cómo los grises ojos de Gale me observan desde el Distrito 12 mientras observo a Peeta. 

Como me siento incómoda, tengo que moverme; me acerco a Peeta y le sacudo el hombro. Él abre los ojos con aire soñoliento y, cuando se fijan en mí, me acerca para darme un largo beso. --Estamos perdiendo tiempo de caza --digo cuando por fin me suelto. --Yo no diría que esto sea perder el tiempo --asegura; se levanta y se estira con ganas--. Entonces, ¿cazamos con el estómago vacío para estar más alerta? --Nosotros no. Nosotros nos atiborramos para tener más energía. --Cuenta conmigo --responde él, aunque veo que le sorprende que divida el resto del estofado con arroz y le pase un plato lleno--. ¿Todo esto? --Lo repondremos hoy --le aseguro, y los dos nos lanzamos sobre la comida. Aunque esté fría, sigue siendo una de las mejores recetas que he probado. Dejo el tenedor y apuro las últimas gotas de salsa con el dedo--. Es como si viese a Effie Trinket escandalizándose por mis modales. --¡Eh, Effie, mira esto! --exclama Peeta. Tira el tenedor por encima del hombro y, literalmente, limpia el plato a lametones dejando escapar ruiditos de satisfacción. Después le sopla un beso y grita:-- ¡Te echamos de menos, Effie! --¡Para! --digo, tapándole la boca, aunque riéndome--. Cato podría estar ahí fuera. --¿Qué más me da? --asegura, cogiéndome la mano y acercándome a él--. Te tengo a ti para protegerme. --Venga --insisto, impaciente, librándome de su abrazo, pero no sin antes ganarme otro beso. Después de guardarlo todo y salir de la cueva, nos ponemos serios. Es como si los últimos días, bajo el cobijo de las rocas, la lluvia y la obsesión de Cato con Thresh, hubiesen sido un respiro, una especie de vacaciones. Ahora, aunque el día está soleado y hace calor, los dos sentimos que hemos vuelto a los juegos. 

Le paso a Peeta mi cuchillo, ya que perdió las armas que tuviera, y él se lo mete en el cinturón. Mis últimas siete flechas (de las doce que tenía sacrifiqué tres en la explosión y dos en el banquete) están demasiado solas en el carcaj. No puedo permitirme perder más.--Ya nos estará buscando --dice Peeta--. Cato no es de los que se sientan a esperar a que aparezca la presa. --Si está herido... --Da igual. Si puede moverse, estará de camino. Con la lluvia, el arroyo se ha desbordado varios metros por ambas orillas. Nos detenemos a reponer agua y compruebo las trampas que dejé hace algunos días: vacías. No es de extrañar, teniendo en cuenta el tiempo que ha hecho. Además, no he visto muchos animales ni huellas de ellos por aquí. --Si queremos comida, será mejor que regresemos a mi anterior territorio de caza. --Tú decides, sólo tienes que decirme qué debo hacer. --Mantente alerta --le digo--. Quédate en las rocas todo lo posible, no tiene sentido dejar un rastro. Y escucha por los dos. Llegados a este punto, está claro que la explosión me dejó sorda del oído izquierdo. Caminaría por el agua para borrar del todo nuestras huellas, pero no sé bien si la pierna de Peeta podría soportar la corriente. Aunque las medicinas han curado la infección, sigue estando bastante débil. A pesar del dolor en la frente por culpa del corte del cuchillo, he dejado 

de sangrar después de tres días. Llevo una venda en la cabeza, por si acaso el ejercicio físico abre la herida de nuevo. Al avanzar arroyo arriba, pasamos por el lugar en que Peeta se camufló entre las hierbas y el lodo. Lo bueno es que, entre el aguacero y las orillas inundadas, no queda nada de su escondite. Eso significa que, en caso de necesidad, podemos volver a la cueva; de lo contrario, no me arriesgaría, con Cato buscándonos. Los cantos rodados se convierten en rocas que, poco a poco, pasan a ser guijarros y después, para mi alivio, volvemos a las agujas de pino y la suave inclinación de la tierra del bosque. Por primera vez me doy cuenta de que tenemos un problema: caminar por terrenos rocosos con una pierna mala... Bueno, tienes que hacer ruido; pero Peeta hace ruido incluso en el blando lecho de agujas de pino. Y cuando digo ruido, quiero decir ruido de verdad, como si fuese dando pisotones o algo así. Me vuelvo para mirarlo. --¿Qué? --me pregunta. --Tienes que hacer menos ruido. Olvídate de Cato; estás espantando a todos los conejos en quince kilómetros a la redonda. --¿De verdad? Lo siento, no lo sabía. Así que empezamos otra vez y lo hace un poquito mejor, pero, incluso con una sola oreja funcionando, me sobresalta. --¿Puedes quitarte las botas? --le sugiero. 

--¿Aquí? --pregunta, sin poder creérselo, como si le hubiese pedido que caminase descalzo sobre brasas o algo parecido. Tengo que recordarme que no está acostumbrado al bosque, que es un lugar aterrador y prohibido al otro lado de las alambradas del Distrito 12. Pienso en Gale y sus pies de terciopelo. Es espeluznante lo silencioso que llega a ser, incluso cuando está todo lleno de hojas caídas y resulta complicado moverse sin espantar a los animales. Seguro que se está partiendo de risa en casa. --Sí --le explico con paciencia--. Yo también me las voy a quitar, así iremos los dos en silencio --aseguro, como si yo también estuviese haciendo ruido. Así que los dos nos quitamos las botas y los calcetines y, aunque la cosa mejora un poco, juraría que se esfuerza por partir todas las ramas con las que nos encontramos. Huelga decir que, a pesar de que tardamos varias horas en llegar al viejo campamento de Rue, no he disparado ni una flecha. Si el arroyo se calmara podría pescar, pero la corriente sigue siendo demasiado fuerte. Cuando nos detenemos a descansar y beber agua, intento pensar en una solución. Lo ideal sería dejar a Peeta con una tarea sencilla de recogida de raíces y largarme a cazar, aunque así se quedaría solo y con un cuchillo para defenderse, contra la superioridad física y las lanzas de Cato. Lo que en realidad me gustaría es intentar esconderlo en algún lugar seguro, irme de caza y volver para recogerlo; me da la sensación de que su ego no va a aceptar la sugerencia. --Katniss, tenemos que separarnos. Sé que estoy espantando a los animales. 

--Sólo porque tienes la pierna mal --respondo con generosidad, porque, la verdad, eso no es más que parte del problema. --Lo sé, pero ¿por qué no sigues tú? Enséñame qué plantas tengo que recoger y así los dos resultaremos útiles. --No, si Cato viene y te mata. Intenté decirlo en tono amable, pero ha sonado como si pensara que es un debilucho. --Puedo manejar a Cato --responde, sorprendiéndome con su risa--. Ya he luchado antes contra él, ¿no? «Sí, y salió estupendamente, acabaste medio muerto en el barro de la orilla.» Es lo que quiero decirle, pero no puedo, porque, al fin y al cabo, él arriesgó la vida por salvarme de Cato. Pruebo otra táctica. --¿Y si trepas a un árbol y haces de vigía mientras cazo? --pregunto, intentando que parezca un trabajo muy importante. --¿Y si me enseñas qué puede comerse por aquí y tú te vas a conseguir un poco de carne? --responde, imitándome--. Pero no te alejes mucho, por si necesitas ayuda. Suspiro y le enseñó qué raíces puede desenterrar. Está claro que necesitamos comida, porque una manzana, dos panecillos y un trozo de queso del tamaño de una ciruela no nos van a durar mucho. Me quedaré cerca y rezaré por que Cato esté muy lejos.

Lo enseño a silbar (no una melodía, como la de Rue, sino un silbido sencillo de dos notas) para que podamos decirnos que seguimos vivos. Por suerte, se le da bien, así que lo dejo con la mochila y me voy. Me siento como si volviera a tener diez años y estuviese atada no sólo a la seguridad de la alambrada, sino también a Peeta; me permito delimitar entre seis y diez metros de zona de caza. Sin embargo, al alejarme de él los bosques se llenan de sonidos de animales. Con la tranquilidad de oírlo silbar de vez en cuando, me alejo un poco más y pronto tengo dos conejos y una ardilla gorda. Decido que con eso basta; puedo poner algunas trampas y quizá pescar algo, lo que, sumado a las raíces de Peeta, nos valdrá por ahora. Al volver sobre mis pasos me doy cuenta de que llevamos un rato sin intercambiar señales. Cuando silbo y veo que no recibo respuesta, echo a correr y llego a la mochila y el montón de raíces en un segundo. Ha puesto el cuadrado de plástico en el suelo y, encima, bajo el sol, una capa de bayas. Pero ¿ dónde está? --¡Peeta! --grito, presa del pánico--. ¡Peeta! Me vuelvo al oír un movimiento de arbustos y estoy a punto de ensartarlo con una flecha. Por suerte, aparto el arco en el último segundo y la flecha se clava en el tronco de un roble, a su izquierda. 

Él retrocede de un salto y lanza por los aires un puñado de bayas. --¿Qué estás haciendo? --exclamo, porque mi miedo sale convertido en rabia--. ¡Se supone que tienes que estar aquí, no corriendo por el bosque! --Encontré unas bayas arroyo abajo --responde; está claro que no entiende mi enfado. --Silbé. ¿Por qué no respondiste? --No lo oí, supongo que el agua hace demasiado ruido. Se acerca y me pone las manos en los hombros. Entonces me doy cuenta de que estoy temblando. --¡Creía que Cato te había matado! --le digo, casi a gritos. --No, estoy bien. --Me rodea con sus brazos, pero no respondo--. ¿Katniss? --Si dos personas acuerdan una señal, tienen que quedarse dentro de su alcance --insisto, apartándolo, intentando ordenar mis sentimientos--. Porque si uno de los dos no responde, es que tiene problemas, ¿vale? --¡Vale! --Vale, porque eso es lo que le pasó a Rue... ¡y la vi morir! --Le doy la espalda, me acerco a la mochila y abro una botella de agua nueva, aunque todavía me queda en la mía. Sin embargo, no estoy preparada para perdonarlo. Veo la comida: no han tocado los panecillos y las manzanas, pero alguien ha estado picoteando el queso--. ¡Y has comido sin mí! La verdad es que no me importa, sólo quiero tener otra cosa por la que enfadarme. --¿Qué? No, yo no he sido. --Oh, entonces supongo que las manzanas se han comido el queso. 

--No sé qué se ha comido el queso --responde Peeta, pronunciando las palabras despacio y con cuidado, como si intentase no perder los nervios--, pero no fui yo. He estado en el arroyo, recogiendo bayas. ¿Quieres unas pocas? No me importaría, aunque no quiero rendirme tan pronto. En todo caso, me acerco a mirarlas; no las había visto nunca... Sí, sí las he visto antes, pero no en el estadio. No son las bayas de Rue, por mucho que lo parezcan; tampoco coinciden con las que nos enseñaron en el entrenamiento. Me inclino, cojo unas pocas y las muevo entre los dedos. Recuerdo la voz de mi padre: «Éstas no, Katniss, nunca. Son jaulas de noche, estarías muerta antes de que te llegaran al estómago». Justo en ese instante, suena el cañonazo. Me vuelvo rápidamente, temiendo ver a Peeta en el suelo, pero él se limita a arquear las cejas. El aerodeslizador aparece a unos noventa metros: está llevándose lo que queda del demacrado cuerpo de la Comadreja. Veo un destello de pelo rojo a la luz del sol. Tendría que haberlo supuesto en cuanto vi que faltaba queso... Peeta me coge del brazo y me empuja hacia un árbol.--Trepa, llegará en un segundo. Tendremos más posibilidades luchando desde arriba. --No, Peeta. La has matado tú, no Cato --lo detengo, sintiéndome muy tranquila de repente. --¿Qué? Ni siquiera la había vuelto a ver desde el primer día. ¿Cómo iba a matarla? Le enseño las bayas a modo de respuesta. 

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Tardo un rato en explicarle la situación a Peeta, que la Comadreja estaba robando de la pila de suministros antes de que yo la hiciese estallar, que había intentado llevarse lo suficiente para sobrevivir sin llamar la atención, que no se habría planteado la seguridad de comerse unas bayas que estábamos preparando para nosotros. --Me pregunto cómo nos encontró --comenta Peeta--. Es culpa mía, supongo, si soy tan ruidoso como dices. Éramos tan difíciles de seguir como una manada de reses, pero procuro ser amable. --Y es muy lista, Peeta. Bueno, lo era, hasta que tú la superaste. --No fue a propósito. No me parece justo. Es decir, si ella no se hubiese comido primero las bayas, nosotros dos estaríamos muertos. --Entonces, se corrige--. No, claro; tú las reconociste, ¿verdad? --Las llamamos jaulas de noche --respondo, asintiendo. --Hasta el nombre suena peligroso. Lo siento, Katniss, creía que eran las mismas que recogiste tú. --No te disculpes. Esto significa que estamos un paso más cerca de casa, ¿no? --Me desharé del resto --responde Peeta. Recoge el plástico azul procurando que queden todas dentro y las tira en el bosque. --¡Espera! --exclamo. Busco el saquito de cuero del chico del Distrito 1 y lo lleno de bayas--. Si engañaron a la Comadreja, quizá engañen a Cato. Si nos está persiguiendo o algo, podemos hacer como si se nos cayera la bolsa y, si se las come...

--Estaríamos en el Distrito 12. --Eso es --respondo, colgándome el saquito del cinturón. --Ahora sabrá dónde estamos. Si estaba cerca y vio el aerodeslizador, sabrá que la hemos matado y vendrá a por nosotros. Peeta tiene razón: podría ser la oportunidad que esperaba Cato. Sin embargo, aunque huyamos ahora, tenemos que cocinar la carne y nuestra hoguera será otro indicio de nuestro paradero. --Vamos a hacer un fuego ahora mismo --digo, empezando a recoger ramas y arbustos. --¿Estás lista para enfrentarte a él? --Estoy lista para comer. Será mejor que cocinemos mientras podamos. Sí, sabe que estamos aquí, pues lo sabe, pero también sabe que somos dos y seguramente supone que hemos cazado a la Comadreja. Eso significa que estás recuperado, y el fuego le dice que no nos escondemos, que lo invitamos a venir. ¿Tú vendrías? --Quizá no. Peeta es un mago de las hogueras y consigue hacer prender la madera húmeda. En un momento tenemos los conejos y la ardilla asándose, y las raíces envueltas en hojas cociéndose en las ascuas. Nos turnamos para recoger vegetales y estar pendientes de la aparición de Cato, aunque, como yo suponía, no aparece. Cuando se termina de hacer la comida, la empaqueto casi toda y nos quedamos con una pata de conejo cada uno, para ir comiéndonosla por el camino. 

Quiero meterme más en el bosque, trepar a un buen árbol y acampar, pero Peeta se resiste. --No soy capaz de trepar como tú, Katniss, sobre todo con mi pierna, y no creo que pudiera quedarme dormido a quince metros del suelo. --No es seguro quedarse en campo abierto, Peeta. --¿No podemos volver a la cueva? Está cerca del agua y es fácil defenderla. Suspiro. Una caminata (o, mejor dicho, un estruendo) de varias horas por el bosque para llegar a una zona que tuvimos que abandonar por la mañana para cazar. Por otro lado, Peeta no pide mucho; ha obedecido mis instrucciones durante todo el día y estoy segura de que, si la situación fuese la inversa, no me haría pasar la noche en un árbol. Caigo en la cuenta de que hoy no he sido muy amable con él: me he quejado porque hace mucho ruido y le he gritado por desaparecer. El romance pícaro de la cueva ha desaparecido al salir al exterior, bajo el sol caliente, con la amenaza de Cato acechándonos. Seguro que Haymitch está harto de mí y, en cuanto a la audiencia... Me acerco y le doy un beso. --Claro, vamos a la cueva. --Bueno, no ha sido tan difícil --responde él, contento y aliviado. Saco mi flecha del roble procurando no estropearla. Estas flechas significan comida, seguridad y la vida misma. 

Echamos un puñado de leña al fuego, de modo que siga echando humo unas cuantas horas, aunque dudo que Cato suponga nada a estas alturas. Cuando llegamos al arroyo, veo que el agua ha bajado mucho y se mueve a su pausado ritmo de siempre, así que sugiero caminar por ella. Peeta accede encantado y, como hace mucho menos ruido dentro del agua que en tierra, acaba siendo una buena idea por partida doble. No obstante, el camino de vuelta a la cueva es largo, a pesar de ir cuesta abajo, a pesar de habernos comido el conejo. Los dos estamos agotados después de la excursión de hoy y todavía nos falta alimento. Mantengo el arco cargado, tanto por Cato como por los peces que pueda ver, aunque, curiosamente, el arroyo parece vacío. Cuando llegamos a nuestro destino, estamos arrastrando los pies y el sol ha bajado mucho en el horizonte. Llenamos las botellas de agua y subimos la pequeña cuesta a nuestra guarida. No es gran cosa, pero aquí, en la naturaleza, es lo más parecido que tenemos a un hogar. Además, hará más calor que subidos en un árbol, porque nos protege del viento que ha empezado a soplar con fuerza desde el oeste. Preparo una buena cena, pero, a la mitad, Peeta empieza a cabecear. Después de varios días de inactividad, la caza se ha cobrado su precio, así que le ordeno que se meta en el saco de dormir y aparto el resto de su comida para cuando se despierte. Él se duerme en un segundo, y yo lo tapo hasta la barbilla y le doy un beso en la 

frente, no para el público, sino para mí, porque me siento muy agradecida de que siga aquí y no muerto junto al arroyo, como creía. Me siento muy agradecida por no tener que enfrentarme a Cato yo sola. El brutal y sanguinario Cato, que puede partir cuellos con un movimiento de su brazo, que cuenta con la fuerza necesaria para acabar con Thresh, que la tiene tomada conmigo desde el principio. Probablemente me odia desde que lo superé en la puntuación del entrenamiento. Un chico como Peeta puede asimilarlo sin problemas, pero me da la impresión de que a Cato lo obsesiona, lo que no es tan difícil. Pienso en su ridícula reacción al descubrir que las provisiones habían volado por los aires. Los demás estaban enfadados, claro, pero él estaba completamente desquiciado. Me pregunto si Cato no estará un poco loco. El cielo se ilumina con el sello, y veo a la Comadreja brillar y desaparecer del mundo para siempre. Aunque no lo ha dicho, creo que Peeta no se siente bien por haberla matado, por muy esencial que fuese. No puedo fingir que la echaré de menos, pero sí la admiro. Creo que si nos hubiesen puesto algún tipo de examen, ella habría demostrado ser la más lista de todos los tributos. De hecho, si le hubiésemos puesto una trampa, seguro que la habría intuido y no se habría comido las bayas. Ha sido la ignorancia de Peeta lo que ha 

acabado con ella. Me he pasado tanto tiempo asegurándome de no subestimar a mis contrincantes que se me había olvidado que sobrestimarlos es igual de peligroso. Eso me recuerda de nuevo a Cato, pero, aunque creo que comprendía a la Comadreja, quién era y cómo funcionaba, ese chico me resulta más escurridizo. Es fuerte y está bien entrenado, pero ¿es listo? No lo sé. No es tan listo como ella y le falta el autocontrol que demostró la Comadreja. Creo que Cato podría perder el juicio en un arranque de ira. En ese punto no me siento superior, porque recuerdo el momento en que atravesé la manzana del cerdo con una flecha por culpa de la rabia que sentía. Quizá entienda a Cato mejor de lo que creo. A pesar del cansancio, tengo la mente despierta, así que dejo que Peeta duerma un poco más de lo que le corresponde. De hecho, el cielo ha empezado a teñirse de un gris suave cuando le sacudo el hombro. Él se despierta, casi sobresaltado. --He dormido toda la noche. No es justo, Katniss, deberías haberme despertado. --Dormiré ahora. Despiértame si pasa algo interesante --respondo, estirándome y metiéndome en el saco. · Al parecer no sucede nada interesante, porque, cuando abro los ojos, la ardiente luz de la tarde entra a través de las rocas. --¿Alguna señal de nuestro amigo? --pregunto. --No, no se está dejando ver, y eso resulta inquietante. --¿Cuánto tiempo crees que nos queda hasta que los Vigilantes 

nos obliguen a juntarnos? --Bueno, la Comadreja murió hace casi un día, así que la audiencia ha tenido tiempo de sobra para hacer apuestas y aburrirse. Supongo que podría suceder en cualquier momento. --Sí, tengo la sensación de que será hoy --respondo; después me siento y contemplo el pacífico paisaje--. Me pregunto cómo lo harán. --Peeta guarda silencio. La verdad es que no hay respuesta posible--. Bueno, hasta que lo hagan, no tiene sentido desperdiciar un día de caza, aunque deberíamos comer todo lo posible, por si nos metemos en problemas. Peeta empaqueta nuestro equipo mientras yo preparo una gran comida: el resto de los conejos, raíces, verduras, los panecillos con el último trocito de queso. Lo único que dejo en reserva es la ardilla y la manzana. Cuando terminamos, sólo queda una pila de huesos de conejo. Tengo las manos grasientas, lo que no hace más que añadirse a mi sensación general de suciedad. Puede que en la Veta no nos bañemos todos los días, pero solemos estar más limpios de lo que yo lo he estado últimamente. Una capa de mugre me cubre todo el cuerpo, salvo los pies, que han caminado por el arroyo. Dejar la cueva es como cerrar un capítulo; no sé por qué, pero creo que no pasaremos otra noche en el estadio. De una forma u otra, vivos o muertos, me da la impresión de que saldré de aquí hoy mismo. 

Me despido de las rocas con una palmadita y nos dirigimos al arroyo para lavarnos. La piel me pica, deseando meterse en el agua fresca; puede que me peine el pelo y me lo trence mojado. Me pregunto si podremos darle un fregado rápido a nuestra ropa cuando lleguemos al arroyo... o a lo que antes era el arroyo. Ahora es un lecho completamente seco. Lo toco. --Ni siquiera un poco húmedo, tienen que haberlo drenado mientras dormíamos --digo. Empiezo a asustarme al pensar en la lengua agrietada, el cuerpo dolorido y la mente embotada de mi anterior deshidratación. Tenemos bastante llenas las botellas y la bota, aunque, al ser dos personas y hacer tanto calor, no tardaremos en vaciarlas. --El lago --dice Peeta--. Ahí quieren que vayamos. --Quizá en los estanques tengan algo de agua. --Podemos mirar --responde él, pero sé que lo hace para darme esperanzas. Yo también lo hago por eso, porque sé lo que encontraré cuando regresemos al lago en el que me empapé la pierna: un agujero polvoriento y vacío. Sin embargo, vamos hasta allí de todos modos, sólo para confirmar lo que ya sabíamos. --Tienes razón, nos llevan al lago --reconozco. Un sitio donde no te puedes esconder, donde tendrán garantizada una lucha sangrienta a muerte sin nada que les tape la vista--. ¿Quieres ir directamente o esperar a que nos quedemos sin agua? 

--Vámonos ahora que estamos descansados y hemos comido. Acabemos con esto de una vez. Asiento. Tiene gracia, es como si volviese a ser el primer día de los juegos, como si estuviese en la misma posición. A pesar de que ya han muerto veintiún tributos, sigo teniendo que matar a Cato y, a decir verdad, ¿no ha sido él siempre el objetivo? Ahora los otros tributos me parecen sólo obstáculos menores, distracciones que nos apartaban de la verdadera batalla de los juegos: Cato y yo. Sin embargo, también está el chico que espera a mi lado, el que me rodea con sus brazos. --Dos contra uno. Debería estar chupado --me dice. --La próxima vez que comamos, será en el Capitolio. --Seguro que sí. Nos quedamos quietos un momento, abrazados, sintiendo nuestros cuerpos, el sol y el murmullo de las hojas a nuestros pies. Después, sin decir palabra, nos separamos y nos dirigimos al lago. Ya no me importa que las pisadas de Peeta hagan correr a los roedores y volar a los pájaros, porque tenemos que luchar contra Cato y me da igual hacerlo aquí o en la llanura. Por otro lado, dudo que tengamos alternativa: si los Vigilantes nos quieren en campo abierto, allí nos tendrán. Nos detenemos unos momentos bajo el árbol en el que me atrapó 

Cato. El cascarón vacío del nido de rastrevíspulas, hecho trizas por las lluvias y secado después al ardiente sol, confirma nuestra situación. Lo toco con la punta de la bota y se disuelve en un polvo que la brisa se lleva rápidamente. No puedo evitar levantar la mirada hacia el árbol en el que se ocultaba Rue, esperando para salvarme la vida. Rastrevíspulas; el cuerpo hinchado de Glimmer, las terroríficas alucinaciones... --Sigamos --digo, deseando huir de la oscuridad que rodea este lugar. Peeta no pone objeciones. Como nos ponemos en marcha tarde, llegamos a la llanura a primera hora de la noche. No hay ni rastro de Cato, ni de nada que no sea la Cornucopia dorada brillando bajo los últimos rayos de sol. Por si Cato decide hacernos un truco a lo Comadreja, rodeamos la Cornucopia para asegurarnos de que está vacía. Después, obedientes, como si siguiésemos instrucciones, nos acercamos al lago y llenamos los contenedores de agua. --No nos viene bien luchar contra él a oscuras --comento, frunciendo el ceño--. Sólo tenemos unas gafas. --Quizá esté esperando por eso --responde Peeta, echando con cuidado las gotas de yodo en el agua--. ¿Qué quieres hacer? ¿Volver a la cueva? --O eso o subirnos a un árbol, pero vamos a darle otra media hora o así. Después, nos escondemos. 

Nos sentamos junto al lago, a plena vista; no tiene sentido ocultarse ahora. En los árboles a la orilla de la llanura veo revolotear a los sinsajos; se lanzan melodías los unos a los otros como si fueran pelotas de colores. Abro la boca y canto la canción de cuatro notas de Rue. Noto que se callan, curiosos al oír mi voz, y esperan a que cante algo más. Repito las notas. Un primer sinsajo imita la melodía, después otro y, finalmente, todo el bosque se llena del mismo sonido. --Igual que tu padre --dice Peeta. --Es la canción de Rue --respondo, tocándome la insignia que llevo prendida a la camisa--. Creo que la recuerdan. La música sube de volumen y reconozco su genialidad; al solaparse las notas, se complementan entre sí formando una armonía celestial y encantadora. Gracias a Rue, aquél era el sonido que enviaba a casa a los trabajadores de los huertos del Distrito 11 cada noche. ¿Repetirá alguien este sonido después de su muerte? Durante un momento me limito a cerrar los ojos y escuchar, hipnotizada por la belleza de la canción. Entonces, algo interrumpe la música, la melodía se rompe en líneas irregulares e imperfectas, y unas notas discordantes se entremezclan con ella. Las voces de los 

sinsajos se convierten en un chillido de advertencia. Nos ponemos en pie de un salto, Peeta con el cuchillo en la mano y yo preparada para disparar, y Cato sale de los árboles y corre hacia donde estamos. No tiene lanza; de hecho, lleva las manos vacías, pero va directo a por nosotros. Mi primera flecha le da en el pecho e, inexplicablemente, rebota en él. --¡Tiene alguna clase de armadura! --le grito a Peeta. Y se lo grito justo a tiempo, porque tenemos a Cato encima. Me preparo, pero él se estrella contra nosotros sin intentar frenar antes. Por los jadeos y el sudor que le cae de la cara amoratada, sé que lleva mucho tiempo corriendo, pero no hacia nosotros, sino huyendo de algo. ¿De qué? Examino el bosque justo a tiempo de ver cómo la primera criatura entra en la llanura de un salto. Mientras me vuelvo, veo que se le unen otras seis. Después salgo corriendo a ciegas detrás de Cato sin pensar en nada que no sea salvar el pellejo. 

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Mutaciones, no cabe duda. Nunca había visto a estos mutos, pero no son animales de la naturaleza. Aunque parecen lobos enormes, ¿ qué lobo aterriza de un salto sobre las patas traseras y se queda sobre ellas? ¿Qué lobo llama al resto de la manada agitando la pata delantera, como si tuviese muñeca? Veo todo eso de lejos; estoy segura de que encontraré otras características más amenazadoras cuando estén cerca. Cato ha salido pitando hacia la Cornucopia, así que lo sigo sin planteármelo. Si él cree que es el lugar más seguro, ¿ quién soy yo para decir lo contrario? Además, aunque pudiera llegar a los árboles, Peeta no podría correr más que ellos con la pierna mala... ¡Peeta! Acabo de tocar el metal del extremo puntiagudo de la Cornucopia cuando recuerdo que formo parte de un equipo. Peeta está unos catorce metros por detrás de mí, cojeando lo más deprisa que puede; los mitos lo están alcanzando. Lanzo una flecha hacía la manada y uno cae, pero hay muchos para ocupar su lugar. --¡Vete, Katniss, vete! --me grita, señalando el cuerno. Tiene razón, no puedo protegernos desde el suelo. Empiezo a trepar, a escalar la Cornucopia con pies y manos. La superficie de oro puro ha sido diseñada para parecer el cuerno tejido que llenamos durante la cosecha, así que hay pequeñas crestas y costuras a las que agarrarse, pero, después de un día bajo el sol del campo de batalla, el metal está tan caliente que me salen ampollas en las manos. Cato está tumbado de lado en lo alto del cuerno, unos seis metros por encima del suelo, jadeando para recuperar el aliento mientras se 

asoma al borde, sintiendo arcadas. Es mi oportunidad para acabar con él; si me detengo a media subida y cargo otra flecha... Sin embargo, justo cuando estoy a punto de disparar, Peeta grita. Me vuelvo y veo que acaba de llegar a la punta del cuerno, aunque los mitos le pisan los talones. --¡Trepa! --chillo. Peeta empieza a subir con dificultad, no sólo por culpa de la pierna, sino del cuchillo que lleva en la mano. Disparo una flecha que le da en el cuello al primer muto que pone las patas sobre el metal. Al morir, la criatura se estremece y, sin querer, hiere a varios de sus compañeros. Entonces le puedo echar un buen vistazo a las uñas: diez centímetros y afiladas como cuchillas. Peeta llega a mis pies, así que lo cojo del brazo y lo subo. Entonces recuerdo que Cato está esperando arriba y me vuelvo rápidamente, pero sigue tirado en el suelo, con retortijones y, al parecer, más preocupado por los mitos que por nosotros. Tose algo ininteligible; los ruidos de bufidos y gruñidos de las mutaciones no me ayudan. --¿Qué? --le grito. --Ha preguntado si pueden trepar --responde Peeta, haciendo que le preste atención de nuevo a la base del cuerno. Los mitos empiezan a reagruparse. Al unirse, se levantan y se yerguen fácilmente sobre las patas traseras, lo que les da un aspecto humano. Todos tienen un grueso pelaje, algunos de pelo liso y suave, y otros rizado; los colores varían del negro azabache a algo que sólo podría describirse como rubio. Hay algo más en ellos, algo que hace 

que se me erice el vello de la nuca, aunque no logro identificarlo. Meten el hocico en el cuerno, olisqueando y lamiendo el metal, arañando la superficie con las patas y lanzándose gañidos agudos. Debe de ser su medio de comunicación, porque la manada retrocede, como si quisiera dejar espacio; entonces, uno de ellos, un muto de buen tamaño con sedosos rizos de vello rubio, toma carrerilla y salta sobre el cuerno. Sus patas traseras tienen una fuerza increíble, porque aterriza a tres metros escasos de nosotros y estira los rosados labios para enseñarnos los dientes. Se queda ahí un momento y, en ese preciso instante, me doy cuenta de qué es lo que me inquieta de los mitos: los ojos verdes que me observan con rabia no son como los de los lobos o los perros, no se parecen a los de ningún canino que conozca; son humanos, sin lugar a dudas. Justo cuando empiezo a asimilarlo, veo el collar con el número 1 grabado con joyas y entiendo toda esta horrible situación: el pelo rubio, los ojos verdes, el número... Es Glimmer. Dejo escapar un chillido y me cuesta sostener la flecha en su sitio. Estaba esperando para disparar, muy consciente de mi menguante reserva de flechas; esperaba a ver si las criaturas podían trepar. Sin embargo, ahora, aunque el perro ha empezado a resbalarse hacia atrás, incapaz de agarrarse al metal, aunque oigo el lento chirrido de las garras como si fuesen uñas en una pizarra, disparo al cuello. El animal se retuerce y cae al suelo con un golpe sordo. --¿Katniss? --noto que Peeta me coge del brazo. --¡Es ella! 

--¿Quién? Muevo la cabeza de un lado a otro para examinar la manada, tomando nota de tamaños y colores. La pequeña del pelo rojo y los ojos color ámbar..., ¡la Comadreja! ¡Y allí está el pelo ceniza y los ojos color avellana del chico del Distrito 9 que murió luchando por la mochila! Y, lo peor de todo, veo al muto más pequeño, el de reluciente pelaje oscuro, enormes ojos castaños y un collar de paja trenzada que dice 11; enseña los dientes, rabioso. Rue... --¿Qué pasa, Katniss? --insiste Peeta, sacudiéndome por los hombros. --Son ellos, todos ellos. Los otros. Rue, la Comadreja y... todos los demás tributos --respondo, con voz ahogada. --¿Qué les han hecho? --pregunta Peeta al reconocerlos, horrorizado--. ¿Crees..., crees que son sus ojos de verdad? Sus ojos son la menor de mis preocupaciones. ¿Y sus cerebros? ¿Tienen algún recuerdo de los tributos originales? ¿Los han programado para odiar especialmente nuestras caras porque nosotros hemos sobrevivido y ellos han muerto asesinados sin piedad? Y los que matamos de verdad..., ¿creen que están vengando sus propias muertes? Antes de poder decir nada, los mitos inician un nuevo asalto al cuerno. Se han dividido en dos grupos en los laterales y están usando sus fuertes patas traseras para lanzarse sobre nosotros. Un par de dientes se cierran a pocos centímetros de mi mano y oigo gritar a Peeta; siento el tirón de su cuerpo, el peso de chico y muto arrastrándome hacia el borde. De no ser por mi brazo, él habría acabado en el suelo, pero, tal como está la cosa, necesito toda mi fuerza para mantenernos a los dos en el extremo curvo del cuerno; y vienen más tributos. 

--¡Mátalo, Peeta, mátalo! --le grito y, aunque no veo qué pasa exactamente, sé que tiene que haber atravesado a la criatura, porque no tiran tanto de mí. Logro subirlo de nuevo al cuerno y nos arrastramos a la parte alta, donde nos espera el menos malo de nuestros problemas. Cato todavía no se ha puesto en pie, aunque respira con más calma y pronto estará lo bastante recuperado para atacarnos y lanzarnos al suelo para que nos maten. Cargo una flecha en el arco, pero acaba derribando a un animal que sólo puede ser Thresh. ¿Quién si no iba a saltar tan alto? Siento alivio por un instante, porque parece que por fin estamos fuera del alcance de los mitos. Voy a volverme para enfrentarme a Cato cuando alguien aparta a Peeta de mi lado; estoy convencida de que la manada lo ha cogido, hasta que su sangre me salpica la cara. Cato está delante de mí, casi al borde del cuerno, y tiene a Peeta agarrado con una llave por el cuello, ahogándolo. Peeta araña el brazo de Cato, pero sin fuerzas, porque no sabe si es más importante respirar o intentar cortar la sangre que le sale del agujero que una de las criaturas le ha abierto en la pantorrilla. Apunto con una de mis últimas dos flechas a la cabeza de Cato, sabiendo que no tendría ningún efecto ni en el tronco ni en las extremidades; ahora veo que lleva encima una malla ajustada de color carne, algún tipo de armadura de gran calidad del Capitolio. ¿Era eso lo que contenía su mochila en el banquete? ¿Una armadura para defenderse de mis flechas? Bueno, pues se les olvidó incluir una máscara blindada. 

--Dispárame y él se cae conmigo --dice Cato, riéndose. Tiene razón, si lo derribo y cae sobre los mitos, Peeta morirá con él. Estamos en tablas: no puedo disparar a Cato sin matar también a Peeta; él no puede matar a Peeta sin ganarse una flecha en el cerebro. Nos quedamos quietos como estatuas, buscando una salida. Tengo los músculos tan tensos que podrían saltar en cualquier momento y los dientes tan apretados que podrían romperse. Las criaturas guardan silencio y lo único que oigo es la sangre que me late en la oreja buena. A Peeta se le ponen los labios azules; si no hago algo pronto, morirá ahogado y lo perderé, y entonces Cato usará su cadáver como arma contra mí. De hecho, estoy segura de que ése es el plan de Cato, porque, aunque ha dejado de reírse, esboza una sonrisa triunfal. Como si se tratase de un último esfuerzo, Peeta levanta los dedos, que chorrean sangre, hacia el brazo de Cato. En vez de intentar liberarse, desvía el índice y dibuja una equis en el dorso de la mano de Cato. El otro se da cuenta de lo que significa un segundo después que yo, lo sé por la forma en que pierde la sonrisa. Sin embargo, llega tarde por un segundo, porque, para entonces, ya le he atravesado la mano con la flecha. Grita y suelta a Peeta, que se lanza sobre él. Durante un horrible instante me da la impresión de que ambos caerán al suelo; salto y cojo a Peeta justo antes de que Cato se 

resbale sobre el cuerno lleno de sangre y acabe en el llano. Oímos el golpe, el aire al salirle del cuerpo con el impacto y el ruido del ataque de las criaturas. Peeta y yo nos abrazamos, esperando a que suene el cañonazo, esperando a que acabe la competición, esperando a que nos liberen, pero no pasa nada, todavía no. Porque éste es el punto culminante de los Juegos del Hambre y la audiencia quiere espectáculo. Aunque no miro, sí oigo los gruñidos, los ladridos, y los aullidos de humanos y animales mientras Cato se enfrenta a la manada. No entiendo cómo puede seguir vivo hasta que recuerdo la armadura que lo protege de los tobillos al cuello y me doy cuenta de que esta noche podría ser muy larga. Cato debe de tener también un cuchillo, una espada o lo que sea, algo más escondido en la ropa, porque, de vez en cuando, se oye el último lamento de un muto o el sonido de metal contra metal que produce la hoja al dar en el cuerno dorado. El combate se mueve alrededor de la Cornucopia y sé que Cato está intentando la única maniobra que podría salvarle la vida: volver al extremo puntiagudo del cuerno y unirse a nosotros de nuevo. Sin embargo, al final, a pesar de lo notables que resultan su fuerza y sus habilidades, son demasiados para él. 

No sé cuánto tiempo ha pasado, puede que una hora, cuando Cato cae al suelo y oímos cómo lo arrastran los mitos al interior de la Cornucopia. «Ahora lo rematarán», pienso, pero no se oye ningún cañonazo. Cae la noche y suena el himno, y la imagen de Cato no sale en el cielo; nos llegan los débiles gemidos a través del metal que tenemos debajo. El aire helado que sopla por la llanura me recuerda que los juegos no han terminado y que puede que tarden mucho tiempo en acabar; seguimos sin tener garantizada la victoria. Me vuelvo hacia Peeta y veo que la pierna le sangra más que nunca. Todos nuestros suministros y mochilas siguen junto al lago, donde las dejamos cuando huimos de la manada. No tengo vendas, ni nada con lo que taponar el flujo de sangre de su pantorrilla. Aunque estoy temblando de frío, me arranco la chaqueta, me quito la camisa y me vuelvo a colocar la chaqueta lo antes posible. Han sido unos segundos, pero el frío hace que me castañeteen los dientes sin que pueda controlarlos. Peeta tiene la cara gris a la pálida luz de la luna. Lo obligo a tumbarse antes de tocarle la herida; no bastará con una venda. He visto a mi madre poner torniquetes unas cuantas veces, así que intento imitarla. Corto una manga de la camisa, se la enrollo dos veces justo por debajo de la rodilla y ato un medio nudo. Como no tengo ningún palo, cojo mi última flecha y la introduzco en el nudo, apretándolo todo lo que me atrevo. Es arriesgado, porque Peeta 

podría perder la pierna, pero comparado con el peligro de perder la vida, ¿ qué otra opción me queda? Vendo la herida con el resto de mi camisa y me tumbo a su lado. --No te duermas --le digo. Aunque no sé bien si es el protocolo médico correcto, me aterroriza que se duerma y no vuelva a despertarse.--¿Tienes frío? --me pregunta. Se baja la cremallera de la chaqueta y me meto dentro con él. Así se está un poco mejor, compartimos el calor de nuestros cuerpos dentro de mi doble capa de chaquetas, pero la noche es joven y la temperatura seguirá descendiendo. Todavía puedo sentir cómo la Cornucopia se congela, a pesar de que ardía cuando subimos. --Puede que Cato acabe ganando --le susurro a Peeta. --No digas eso --responde, subiéndome la capucha, aunque él tiembla aún más que yo. Las horas siguientes son las peores de mi vida, lo que, si una se para a pensarlo, ya es decir. El frío de por sí ya es bastante tortura, pero la verdadera tortura es oír a Cato gemir, suplicar y, por último, gimotear mientras los mitos se divierten con él. Al cabo de un rato ya no me importa quién es o qué haya hecho, sólo quiero que deje de sufrir. 

--¿Por qué no lo matan y ya está? --le pregunto a Peeta. --Ya sabes por qué --responde, acercándome más a él. Y es cierto: ahora ningún telespectador podrá despegarse de la pantalla. Desde el punto de vista de los Vigilantes, esto es lo último en espectáculos. La cosa sigue y sigue, y, al final, me llena la cabeza borrando recuerdos y esperanzas de sobrevivir, borrándolo todo salvo el presente, que empieza a parecerme eterno. Nunca existirá otra cosa que no sea este frío, este miedo y los atroces sonidos del chico que se muere dentro del cuerno. Peeta empieza a adormecerse y, cuando cabecea, me pongo a chillar su nombre cada vez más alto, porque, si se muere y me deja sola, sé que me volveré completamente loca. Está esforzándose, seguramente más por mí que por él, y le resulta difícil, porque desmayarse sería su forma de huir. Sin embargo, el subidón de adrenalina que me corre por el cuerpo me impediría dormirme, así que no puedo dejar que lo haga él. No puedo. La única señal del paso del tiempo está en el cielo, en el sutil movimiento de la luna. Peeta me la señala e insiste en que observe su avance y, a veces, por un momento, siento una chispa de esperanza antes de que la desesperación de la noche me envuelva de nuevo. 

Al final lo oigo susurrar que el sol está saliendo. Abro los ojos y veo que las estrellas se difuminan a la pálida luz del alba. Además, veo lo pálida que está la cara de Peeta, el poco tiempo que le queda, y sé que tengo que llevarlo de vuelta al Capitolio. En cualquier caso, no se ha oído el cañonazo. Pego la oreja al cuerno y distingo la débil voz de Cato. --Creo que está más cerca. Katniss, ¿puedes dispararle? Si está cerca de la entrada, quizá lo consiga; llegados a este punto, sería un acto de piedad. --Mi última flecha está en tu torniquete. --Pues aprovéchala bien --responde él, bajándose la cremallera de la chaqueta para que salga. Así que suelto la flecha, vuelvo a atar el torniquete lo más fuerte que mis helados dedos me permiten y me froto las manos para intentar recuperar la circulación. Cuando me arrastro hasta el borde del cuerno y me asomo, noto que Peeta me sujeta para que no me caiga. Tardo unos segundos en encontrar a Cato en la penumbra, en la sangre. Después, el desollado pedazo de carne que antes era mi enemigo emite un sonido y veo dónde tiene la boca. Creo que las palabras que intenta decir son por favor. La compasión y no la venganza es lo que guía mi flecha a su cabeza. Peeta me sube de nuevo y allí me quedo, arco en mano, con el carcaj vacío. 

--¿Le has dado? --me susurra. El cañonazo le responde--. Entonces, hemos ganado, Katniss --añade, sin emoción. --Bien por nosotros --consigo decir, aunque en mi voz no se nota la alegría por la victoria. En ese momento se abre un agujero en la llanura y, como si siguieran órdenes, los mitos que quedan vivos saltan en él, desaparecen en el interior y la tierra vuelve a cerrarse. Esperamos a que llegue el aerodeslizador para llevarse los restos de Cato, a que suenen las trompetas de la victoria, pero nada. --¡Eh! --grita Peeta al aire--. ¿Qué está pasando? --La única respuesta es el parloteo de los pájaros al despertarse--. Quizá sea por el cadáver, quizá tengamos que apartarnos. Intento recordar si hay que apartarse del último tributo muerto. Tengo el cerebro demasiado embrollado para estar segura, pero ¿ qué otra cosa podría ser? --Vale, ¿crees que puedes llegar hasta el lago? --le pregunto. --Creo que será mejor que lo intente. Bajamos poco a poco por el extremo del cuerno y caemos al suelo. Si yo tengo las extremidades tan rígidas, ¿ cómo puede moverse Peeta? Me levanto la primera, y doblo y agito brazos y piernas hasta encontrarme en condiciones de ayudarlo a levantarse. Conseguimos llegar al lago, aunque no sé cómo, y recojo un poco de agua fría para Peeta; yo también bebo. Un sinsajo emite un largo silbido bajo y se me llenan los ojos de lágrimas cuando aparece el aerodeslizador y se lleva a Cato. Ahora vendrán a por nosotros, y podremos irnos a casa. 

Sin embargo, sigue sin haber respuesta. --¿A qué están esperando? --pregunta Peeta débilmente. Entre la pérdida del torniquete y el esfuerzo que nos había supuesto llegar al lago, se le había abierto la herida. --No lo sé. No sé a qué se deberá el retraso, pero no soporto seguir viéndolo perder sangre. Me levanto para buscar un palo, pero encuentro rápidamente la flecha que rebotó en la armadura de Cato; servirá tan bien como la otra flecha. Cuando voy a cogerla, la voz de Claudius Templesmith retumba en el estadio. --Saludos, finalistas de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre. La última modificación de las normas se ha revocado. Después de examinar con más detenimiento el reglamento, se ha llegado a la conclusión de que sólo puede permitirse un ganador. Buena suerte y que la suerte esté siempre de vuestra parte. Un pequeño estallido de estática y se acabó. Me quedo mirando a Peeta con cara de incredulidad hasta que asimilo la verdad: nunca han tenido intención de dejarnos vivir a los dos. Los Vigilantes lo han planeado todo para garantizar el final más dramático de la historia, y nosotros, como idiotas, nos lo hemos tragado. --Si te paras a pensarlo, no es tan sorprendente --dice Peeta en voz baja. Lo observo ponerse en pie a duras penas. Se mueve hacia mí, como a cámara lenta, sacándose el cuchillo del cinturón... 

Antes de ser consciente de lo que hago, tengo el arco cargado y apuntándole al corazón. Arquea las cejas y veo que su mano ya estaba camino de tirar el cuchillo al lago. Suelto las armas y doy un paso atrás, con la cara ardiendo de vergüenza. --No --me detiene--, hazlo. Peeta se acerca cojeando y me pone las armas de nuevo en las manos. --No puedo. No lo voy a hacer. --Hazlo, antes de que envíen otra vez a esos animales o a otra cosa. No quiero morir como Cato. --Pues dispárame --respondo, furiosa, devolviéndole las armas con un empujón--. ¡Dispárame, vete a casa y vive con ello! Mientras lo digo, sé que la muerte aquí, ahora mismo, sería más fácil que seguir viviendo. --Sabes que no puedo --dice él, tirando las armas--. Vale, de todos modos yo seré el primero en morir. Se inclina y se arranca la venda de la pierna, eliminando la última barrera entre su sangre y la tierra. --¡No, no puedes suicidarte! Me pongo de rodillas e intento pegarle la venda en la herida, desesperada. --Katniss, es lo que quiero. --No vas a dejarme sola --insisto, porque, si muere, en realidad nunca volveré a casa, me pasaré el resto de mi vida en este campo de batalla, intentando encontrar la salida. 

--Escucha --me dice, poniéndome en pie--. Los dos sabemos que necesitan a su vencedor. Sólo puede ser uno de nosotros. Por favor, acéptalo, hazlo por mí. Y sigue hablando sobre lo mucho que me quiere, sobre cómo sería su vida sin mí, pero yo ya no lo escucho, porque sus anteriores palabras han quedado atrapadas dentro de mi cabeza y están ahí, dando vueltas. «Los dos sabemos que necesitan a su vencedor.» Sí, lo necesitan. Sin vencedor, a los Vigilantes les estallaría todo en la cara: fallarían al Capitolio, puede que incluso los ejecutasen de alguna forma lenta y dolorosa, en directo para todas las pantallas del país. Si morimos Peeta y yo, o si pensaran que vamos a...Me llevo las manos al saquito del cinturón y lo desengancho. Peeta lo ve y me coge la muñeca. --No, no te dejaré. --Confía en mí --susurro. Él me mira a los ojos durante un buen rato, pero me suelta. Abro el saquito y le echo un puñado de bayas en la mano; después cojo unas cuantas para mí--. ¿A la de tres? --A la de tres --responde Peeta, inclinándose para darme un beso muy dulce. Nos ponemos de pie, espalda contra espalda, cogidos con fuerza de la otra mano--. Enséñalas, quiero que todos lo vean. Abro los dedos y las oscuras bayas relucen al sol. Le doy un último apretón de manos a Peeta para indicarle que ha llegado el momento, para despedirme, y empezamos a contar. --Uno. --Quizá me equivoque--. Dos. --Quizá no les importe que muramos los dos--. ¡Tres! Es demasiado tarde para cambiar de idea. Me llevo la mano a los labios y le echo un último vistazo al mundo. Justo cuando las bayas entran en la boca, las trompetas empiezan a sonar. La voz frenética de Claudius Templesmith grita sobre nosotros: --¡Parad! ¡Parad! Damas y caballeros, me llena de orgullo presentarles a los vencedores de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre: ¡Katniss Everdeen y Peeta Mellark! ¡Les presento a... los tributos del Distrito 12! 

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Escupo las bayas y me limpio la lengua con el borde de la camisa para asegurarme de que no quede nada. Peeta tira de mí hacia el lago, donde los dos nos enjuagamos la boca y nos abrazamos, sin fuerzas. --¿No te has tragado ninguna? --le pregunto. --¿Y tú? --responde él, sacudiendo la cabeza. --Supongo que no, porque sigo viva. Veo que mueve los labios para contestar, pero no lo oigo con el rugido de la multitud del Capitolio, que sale en directo por los altavoces. El aerodeslizador aparece sobre nosotros y de él caen dos escaleras, sólo que no pienso soltar a Peeta, de ninguna manera. Lo rodeo con un brazo para ayudarlo a subir, y los dos ponemos un pie en el primer travesaño. La corriente eléctrica nos paraliza, de lo cual me alegro, porque no estoy segura de que Peeta pudiese quedarse colgado todo el viaje. Al subir estaba mirando hacia abajo, así que veo que, aunque nuestros músculos están inmóviles, nada corta el flujo de sangre de su pierna. Como cabía esperar, se desmaya en cuanto la puerta se cierra detrás de nosotros y la corriente eléctrica se detiene. Todavía tengo agarrada la parte de atrás de su chaqueta con tanta fuerza que, cuando se lo llevan, se rompe, y me deja con un puñado de tela negra. Unos médicos vestidos con batas, máscaras y guantes blancos esterilizados ya están preparados para trabajar, para entrar en acción. Peeta está tan pálido y quieto sobre la mesa 

plateada, lleno de tubos y cables por todas partes, que, por un momento, olvido que hemos salido de los juegos y veo a los médicos como una amenaza más, otra manada de mitos diseñados para matarlo. Petrificada, me lanzo a salvarlo, pero me retienen y me empujan al interior de otro cuarto, con una puerta de cristal entre los dos. Nadie me hace caso, salvo un ayudante del Capitolio que aparece detrás de mí y me ofrece una bebida. Me dejo caer en el suelo, con la cara contra la puerta, mirando el vaso de cristal que tengo en la mano sin entender nada. Está helado, lleno de zumo de naranja, con una pajita de borde decorado. Parece completamente fuera de lugar en mi mano sucia y ensangrentada, al lado de las cicatrices y las uñas llenas de tierra. Se me hace la boca agua con el olor, pero la dejo con cuidado en el suelo, sin confiar en nada tan limpio y bonito. A través del cristal veo cómo los médicos trabajan sin parar en Peeta; fruncen el ceño, concentrados. Veo el flujo de líquidos que bombean por los tubos, y una pared llena de cuadrantes y luces que no significan nada para mí. No estoy segura, pero creo que se le para el corazón dos veces. Es como estar en casa cuando traen a una persona destrozada 

sin remedio en el estallido de una mina, a una mujer en su tercer día de parto o a un niño malnutrido que lucha contra la neumonía; en esas ocasiones, mi madre y Prim suelen tener la misma expresión que los médicos. Ha llegado el momento de huir al bosque y esconderme entre los árboles hasta que el paciente haya desaparecido y, en otra parte de la Veta, los martillos se encarguen del ataúd. Sin embargo, estoy aquí, atrapada no sólo por las paredes del aerodeslizador, sino también por la misma fuerza que ata a los seres queridos de los moribundos. A menudo los he visto reunidos en torno a la mesa de nuestra cocina y he pensado: «¿Por qué no se van? ¿Por qué se quedan a mirar?». Y ahora lo sé: porque no les queda otra alternativa. Doy un salto cuando noto que alguien me mira a pocos centímetros, y me doy cuenta de que es mi reflejo en el cristal: ojos enloquecidos, mejillas huecas, pelo enredado; rabiosa, salvaje, loca. No es de extrañar que todos se mantengan a una distancia prudencial de mí. Lo siguiente que sé es que hemos aterrizado en el tejado del Centro de Entrenamiento y que se llevan a Peeta, aunque a mí me dejan donde estoy. Me lanzo contra el cristal, chillando, y creo distinguir un atisbo de pelo rosa (tiene que ser Effie, Effie viene al rescate), cuando alguien me pincha por detrás con una aguja. · Cuando despierto me da miedo moverme. Todo el techo brilla con 


una suave luz amarilla, lo que me permite ver que estoy en una habitación en la que sólo está mi cama; ni puertas, ni ventanas a la vista. El aire huele a algo fuerte y antiséptico. Del brazo derecho me salen varios tubos que se meten en la pared que tengo detrás. Estoy desnuda, pero la ropa de cama me reconforta. Saco con precaución la mano derecha de la colcha: no sólo está limpia, sino que han arreglado las uñas en óvalos perfectos y las cicatrices de las quemaduras se notan menos. Me toco la mejilla, los labios, la cicatriz arrugada sobre la ceja y, cuando empiezo a pasarme los dedos por mi pelo de seda, me quedo helada. Me muevo el pelo con aprensión por encima de la oreja izquierda; no, no me lo he imaginado: puedo oír de nuevo. Intento sentarme, pero algún tipo de correa de sujeción me rodea la cintura y sólo me deja levantarme unos centímetros. La restricción física hace que me entre el pánico, y me pongo a tirar y a retorcer las caderas para librarme de la correa; entonces se desliza una parte de la pared, como si fuese una puerta, y por ella entra la chica avox pelirroja con una bandeja. Al verla me calmo y dejo de forcejear. Quiero hacerle un millón de preguntas, aunque me da miedo que un exceso de confianza le cause problemas, porque está claro que me vigilan de cerca. Deja la bandeja sobre mis muslos y aprieta algo que me coloca en posición sentada. Mientras me arregla las almohadas, me atrevo a preguntarle algo; lo digo en voz alta, tan claro como me lo permite mi voz oxidada, para que no parezca que le cuento secretitos. --¿Ha sobrevivido Peeta? 

Ella asiente y, cuando me pone una cuchara en la mano, noto que me la aprieta como una amiga. Supongo que, al fin y al cabo, no quería verme muerta. Y Peeta lo ha logrado; claro que lo ha logrado, con todo el equipo caro que tienen aquí. Sin embargo, no estaba segura hasta ahora. Cuando se va la chica, la puerta se cierra sin hacer ruido detrás de ella y yo me vuelvo, hambrienta, hacia la bandeja: un cuenco de caldo claro, una pequeña ración de compota de manzana y un vaso de agua. «¿Ya está?», pienso, enfurruñada. ¿No debería ser mi comida de bienvenida un poco más espectacular? Al final descubro que apenas soy capaz de terminar lo poco que me han puesto. Es como si el estómago se me hubiese reducido al tamaño de una castaña, y me pregunto cuánto tiempo llevo inconsciente, porque la última mañana que pasé en el estadio no me costó nada comerme un desayuno considerable. Normalmente pasan unos días entre el final de la competición y la presentación del vencedor, de modo que puedan volver a convertir a un tributo muerto de hambre, herido y destrozado en una persona. Cinna y Portia andarán por aquí, creando nuestro vestuario para las apariciones públicas. Haymitch y Effie estarán disponiendo el banquete para los patrocinadores y revisando las preguntas de las últimas entrevistas. En casa, en el Distrito 12, estarán inmersos en el caos de organizar las celebraciones de bienvenida para Peeta y para mí, sobre todo porque las últimas fueron hace casi treinta años. 

¡En casa! ¡Prim y mi madre! ¡Gale! Incluso la imagen del viejo gato zarrapastroso de Prim me hace sonreír. ¡Pronto estaré en casa! Quiero salir de esta cama, ver a Peeta y Cinna, descubrir qué ha estado pasando. ¿Y por qué no? Me siento bien. Sin embargo, cuando empiezo a salir de la correa, noto que un líquido frío sale de uno de los tubos y se introduce por una de mis venas; pierdo la conciencia de forma casi inmediata. Lo mismo sucede una y otra vez durante un periodo indefinido: me despierto, me alimentan y, aunque resisto el impulso de intentar escapar de la cama, me vuelven a dejar sin sentido. Es como estar en un extraño crepúsculo continuo. Sólo tomo nota de unas cuantas cosas: la chica avox no ha vuelto desde que me dio de comer la primera vez, mis cicatrices desaparecen y... ¿me lo he imaginado o he oído de verdad los gritos de un hombre? No con el acento del Capitolio, sino con la tosca cadencia de mi distrito. No puedo evitar tener la vaga sensación de que alguien cuida de mí, y eso me reconforta. Entonces, por fin, llega un momento en que me despierto y no tengo nada clavado en el brazo derecho. También me han quitado la correa de la cintura y soy libre para moverme a mi gusto. Empiezo a levantarme, pero me detiene la visión de mis manos: la piel está perfecta, suave y reluciente. No sólo han desaparecido sin dejar rastro 

las cicatrices del campo de batalla, sino también las que había acumulado con los años de cazadora. Me toco la frente y parece de satén; cuando intento buscar la quemadura de la pantorrilla, no encuentro nada. Saco las piernas de la cama, con los nervios de no saber si soportarán bien mi peso, y compruebo que están fuertes y preparadas. Al pie de la cama encuentro un traje que me hace estremecer, el mismo que llevábamos todos los tributos en el estadio. Me quedo mirándolo hasta que recuerdo que, obviamente, es lo que tengo que ponerme para saludar a mi equipo. Me visto en menos de un minuto y toqueteo la pared, donde sé que está la puerta aunque no la vea, hasta que, de repente, se abre. Salgo a un pasillo amplio y vacío que no parece tener más puertas. No obstante, debe de haberlas, y detrás de una de ellas tiene que estar Peeta. Ahora que estoy consciente y en movimiento, mi preocupación por él aumenta por segundos. Si no estuviera bien, la avox me lo habría dicho, pero necesito verlo por mí misma. --¡Peeta! --lo llamo, ya que no hay nadie a quien preguntar. Oigo que alguien responde gritando mi nombre, aunque no es su voz, sino una que me provoca primero irritación y después impaciencia: Effie. Me vuelvo y los veo a todos esperando en una gran sala al final del pasillo: Effie, Haymitch y Cinna. Salgo corriendo hacia ellos sin vacilar. Es posible que los vencedores deban ser más comedidos, más 

arrogantes, sobre todo cuando sabes que te están mirando, pero me da igual. Corro hacia ellos y me sorprendo a mí misma abrazando primero a Haymitch. Cuando me susurra al oído «buen trabajo, preciosa», no suena sarcástico. Effie está algo llorosa y no deja de darme palmaditas en el pelo y de hablar sobre cómo le decía a todo el mundo que éramos perlas. Cinna se limita a abrazarme con fuerza y no dice nada. Entonces veo que Portia no está y tengo un mal presentimiento. --¿Dónde está Portia? ¿Con Peeta? Peeta está bien, ¿no? Quiero decir, que está vivo, ¿verdad? --Está bien, pero quieren que os encontréis en directo durante la ceremonia --responde Haymitch. --Ah, vale --respondo, y el horrible momento de temer que Peetaestuviese muerto se pasa de nuevo--. Supongo que es lo que yo querría ver. --Ve con Cinna. Tiene que ponerte a punto --dice Haymitch. Es un alivio estar a solas con Cinna, sentir su brazo protector sobre los hombros y alejarnos de las cámaras, recorrer algunos pasillos y llegar a un ascensor que nos conduce al vestíbulo del Centro de Entrenamiento. Eso quiere decir que el hospital está en el sótano, incluso debajo del gimnasio en el que los tributos practicábamos haciendo nudos y tirando lanzas. Las ventanas del vestíbulo están oscurecidas y un puñado de guardias lo vigilan todo. Nadie más nos ve llegar al ascensor de los tributos. Se oye el eco de nuestras pisadas en el vacío. Cuando subimos a la duodécima planta, me pasan por la cabeza las caras de todos los tributos que nunca regresarán y noto un nudo en la garganta. 

Entonces se abren las puertas, y Venia, Flavius y Octavia me asaltan hablando tan deprisa y con tanta alegría que no consigo entender lo que dicen, aunque el sentido está claro: están realmente encantados de verme, y lo mismo me pasa a mí con ellos, aunque me emocionó mucho más ver a Cinna. Esto es más como alegrarse de ver a un trío de mascotas cariñosas al final de un día muy difícil. Me llevan al comedor y me dan una comida de verdad (rosbif con guisantes y panecillos), aunque las raciones siguen estando controladas, porque, cuando pido repetir, me dicen que no. --No, no y no. No quieren que lo eches todo en el escenario --responde Octavia, pero me da un panecillo más sin que nadie lo vea, por debajo de la mesa, para hacerme saber que está de mi parte. Volvemos a mi habitación y Cinna desaparece durante un rato mientras el equipo de preparación me arregla. --Oh, te han hecho un buen trabajo de pulido --dice Flavius con envidia--. No tienes ni un defecto en la piel. Sin embargo, cuando me miro desnuda en el espejo sólo veo lo delgaducha que estoy. Bueno, seguro que estaba peor cuando salí del campo de batalla, pero puedo contarme las costillas sin ningún problema. 

Seleccionan los ajustes de la ducha por mí y empiezan a arreglarme el pelo, las uñas y el maquillaje cuando termino. Charlan sin parar, así que apenas tengo que decir nada; eso está bien, porque no me siento muy habladora. Tiene gracia porque, aunque parloteen sobre los juegos, sus comentarios versan acerca de dónde estaban, qué hacían o cómo se sentían cuando sucedió algo en concreto: «¡Todavía estaba en la cama!», «¡Acababa de teñirme las cejas!», «¡Os juro que estuve a punto de desmayarme!». Todo gira en torno a ellos, no tiene nada que ver con los chicos que morían en el estadio. En el Distrito 12 no nos regodeamos así en los juegos, sino que apretamos los dientes, miramos por obligación e intentamos volver a nuestras cosas lo antes posible en cuanto acaban. Para no odiar al equipo de preparación, consigo bloquear la mayor parte de su charla. Cinna entra con lo que parece ser un vestido amarillo muy simple. --¿Ya te has aburrido del tema de la «chica en llamas»? --Dímelo tú --responde, y me lo mete por la cabeza. Al instante noto que ha rellenado la parte del pecho para añadir las curvas que el hambre me ha robado del cuerpo. Me llevo las manos a los senos y frunzo el ceño--. Ya lo sé --dice Cinna antes de que pueda protestar--, pero los Vigilantes querían modificarte quirúrgicamente. Haymitch tuvo una gran pelea con ellos y ésta fue la solución de compromiso. --Me detiene antes de que pueda mirarme en el espejo--. Espera, no te olvides de los zapatos. 

Venia me ayuda a ponerme un par de sandalias de cuero planas y me vuelvo hacia el espejo. Sigo siendo la «chica en llamas»: la fina tela del vestido despide un ligero brillo; el más leve movimiento del aire crea ondas. En comparación con éste, el traje del carro parece estridente, y el de la entrevista, demasiado artificial; ahora doy la impresión de haberme vestido con la luz de una vela. --¿Qué te parece? --Creo que es el mejor que has hecho hasta ahora. Cuando consigo apartar la mirada de los destellos de la tela, me encuentro con una sorpresa: llevo el cabello suelto y echado atrás con una sencilla cinta; el maquillaje redondea y rellena mis ahora angulosas facciones; me han puesto esmalte transparente en las uñas; el vestido sin mangas está recogido a la altura de las costillas, no de la cintura, de modo que el relleno no afecta demasiado a mi figura; el borde me llega justo a las rodillas; al no llevar tacones, tengo mi estatura real. En resumidas cuentas, parezco una chica, una chica joven, de catorce años como mucho, inocente e inofensiva. Sí, me sorprende que Cinna haya decidido sacar esto, teniendo en cuenta que acabo de ganar los juegos. Se trata de una imagen muy estudiada, porque Cinna nunca deja nada al azar. Me muerdo el labio, intentando averiguar sus motivos. --Creía que sería algo más... sofisticado --le digo. 

--Supuse que a Peeta le gustaría más esto --responde él, con precaución. ¿Peeta? No, no es por Peeta. Es por el Capitolio, los Vigilantes y la audiencia. Aunque no entiendo todavía el diseño de Cinna, me recuerda que los juegos todavía no han terminado por completo. Además, noto una advertencia debajo de su benévola respuesta. Me advierte sobre algo que no puede mencionar ni siquiera delante de su propio equipo. Bajamos en el ascensor hasta la planta donde nos entrenamos. La costumbre es que el vencedor y su equipo de preparación salgan al escenario en una plataforma elevada. Primero el equipo de preparación, seguido por el acompañante, el estilista, el mentor y, finalmente, el vencedor. Como este año somos dos vencedores que comparten acompañante y mentor, han tenido que reorganizarlo todo. Me encuentro en una parte mal iluminada bajo el escenario. Han instalado una nueva plataforma de metal para elevarme; todavía se ven pequeños montoncitos de serrín y huele a pintura fresca. Cinna y el equipo de preparación se van para ponerse sus trajes y colocarse en su sitio, así que me quedo sola. En la penumbra veo una pared improvisada a unos nueve metros de mí; supongo que Peeta estará detrás. 

El rugido de la multitud es tan ensordecedor que no me doy cuenta de la llegada de Haymitch hasta que me toca el hombro y doy un bote, sobresaltada; supongo que parte de mí sigue en el estadio. --Tranquila, soy yo. Deja que te eche un vistazo --dice. Levanto los brazos y doy una vuelta--. No está mal. --¿Pero? --pregunto, porque no ha sido un gran cumplido. --Pero nada. ¿Qué tal un abrazo de buena suerte? --responde él, después de examinar mi mohoso lugar de espera y tomar una decisión. Vale, es una petición extraña viniendo de él, pero, al fin y al cabo, hemos ganado; quizás un abrazo sea lo más apropiado. Sin embargo, cuando le rodeo el cuello con los brazos, me encuentro atrapada por los suyos y me empieza a hablar muy deprisa y muy bajito al oído, con los labios ocultos por mi pelo. --Escucha, tienes problemas. Se dice que el Capitolio está furioso por la manera en que los habéis dejado en ridículo en el estadio. Si hay algo que no soportan es que se rían de ellos, y ahora son el hazmerreír de Panem --me dice Haymitch. Siento que el miedo me corre por las venas, pero me río como si me dijese algo encantador, porque no tengo nada que me oculte la boca. 

--¿Y qué? --Tu única defensa sería que estuvieses tan loca de amor que no fueses responsable de tus acciones. --Haymitch se aparta y me arregla la cinta del pelo--. ¿De acuerdo, preciosa? Podría estar hablando de cualquier cosa. --De acuerdo. ¿Se lo has dicho a Peeta? --No hace falta. Él lo tiene claro. --Pero ¿crees que yo no? --pregunto, aprovechando la oportunidad para enderezar la pajarita de color rojo intenso que Cinna debe de haberle obligado a llevar. --¿Y desde cuándo importa lo que yo crea? Será mejor que ocupemos nuestros puestos. --Me conduce al círculo de metal--. Es tu noche, preciosa, disfrútala. Me da un beso en la frente y desaparece en la penumbra. Me tiro de la falda deseando que fuese más larga para tapar lo mucho que me chocan las rodillas. Entonces me doy cuenta de que no tendría sentido, porque todo el cuerpo me tiembla como una hoja. Con suerte, lo atribuirán a la emoción. Al fin y al cabo, es mi noche. El olor a humedad y moho que hay debajo del escenario amenaza con ahogarme. Noto un sudor frío y pegajoso en la piel y no puedo evitar la sensación de que las tablas que tengo encima están a punto de derrumbarse, de enterrarme viva debajo de los escombros. Después de salir del campo de batalla, después de las trompetas, se suponía que estaría a salvo para siempre, para el resto de mi vida. Sin embargo, si lo que dice Haymitch es cierto (y no tiene razones para mentir), nunca he corrido tanto peligro como ahora.

Es mucho peor que la caza del estadio, porque allí podía morir y ya está, fin de la historia. Aquí podrían castigar a Prim, a mi madre, a Gale, a la gente del Distrito 12, a todas las personas que me importan, si no consigo hacer creíble el escenario de chica-loca-de-amor que Haymitch ha sugerido. Bueno, aún tengo una oportunidad. Qué curioso, cuando saqué las bayas en el estadio sólo pensaba en ser más lista que los Vigilantes, no en lo mal que haría quedar al Capitolio con mis acciones. Pero los Juegos del Hambre son su arma y se supone que no puedes vencerlos, así que ahora el Capitolio actuará como si hubiese controlado la situación desde el principio, como si lo dirigiese todo, suicidio doble incluido. Claro que, para que eso funcione, tengo que seguirles el juego. Y Peeta... Peeta también sufrirá si la actuación no sale bien. Pero ¿ qué ha respondido Haymitch cuando le he preguntado si se lo había explicado a Peeta, que tenía que fingir estar loco de amor por mí? «No hace falta, él lo tiene claro.» ¿Tiene claro lo que está pasando, como siempre, y es muy consciente del peligro que corremos? ¿O... tiene claro que está loco de amor por mí? No lo sé, ni siquiera he empezado a ordenar lo que siento por Peeta, es demasiado complicado. No sé qué hice como parte de los juegos, qué hice por odio al Capitolio, qué hice para que lo vieran en el Distrito 12, qué hice porque era lo correcto y qué hice porque este chico me importa. Son preguntas que debo resolver en casa, en la tranquilidad y el sosiego del bosque, cuando no me vea nadie, pero no aquí, con todos los ojos del país clavados en mí. Sin embargo, no disfrutaré de ese lujo durante vete a saber cuánto tiempo y, ahora mismo, la parte más peligrosa de los Juegos del Hambre está a punto de empezar. 


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El himno me retumba en los oídos y después oigo a Caesar Flickerman saludar a la audiencia. ¿Sabe lo crucial que es decir la palabra correcta a partir de ahora? Seguro, querrá ayudarnos. La multitud rompe en aplausos cuando presenta al equipo de preparación. Me imagino a Flavius, Venia y Octavia dando saltitos y haciendo reverencias ridículas; creo que puedo decir sin temor a equivocarme que no tienen ni idea de lo que está pasando. Después presenta a Effie. Cuánto tiempo lleva esperando este momento; espero que lo disfrute, porque, por muy despistada que sea, tiene un buen instinto para algunas cosas y, por lo menos, debe de intuir que algo va mal. Portia y Cinna reciben grandes vítores, por supuesto, ya que han estado geniales, después de un debut tan deslumbrante. Ahora entiendo por qué Cinna me eligió este vestido: tengo que parecer todo lo inocente e infantil que pueda. La aparición de Haymitch se saluda con grandes pisotones en el suelo durante cinco minutos, como mínimo. Bueno, ha conseguido lo nunca visto al mantener vivos no sólo a un tributo, sino a dos. ¿Y si no me hubiese advertido a tiempo? ¿Habría actuado de otra forma? ¿Le habría restregado al Capitolio por la cara el momento de las bayas? No, no 

creo, pero sí que podría haber resultado mucho menos convincente de lo necesario en estos momentos..., en estos precisos momentos, porque noto que la plataforma se eleva hacia el escenario. Luces cegadoras. Un rugido ensordecedor que hace vibrar el metal que tengo bajo los pies. Entonces veo a Peeta a pocos metros de mí. Parece tan limpio, sano y guapo que apenas lo reconozco. Sin embargo, su sonrisa es la misma, ya esté cubierto de barro o en el Capitolio, y, al verla, doy unos tres pasos y me lanzo en sus brazos. Él se tambalea hacia atrás, a punto de perder el equilibrio, y entonces me doy cuenta de que el artilugio metálico y delgado que lleva en la mano es una especie de bastón. Se endereza y nos abrazamos mientras la audiencia se vuelve loca. Él me besa y yo no puedo dejar de pensar: «¿Lo sabes? ¿Sabes el peligro que corremos?». Después de diez minutos así, Caesar Flickerman le da un golpecito en el hombro para poder seguir con el espectáculo, pero Peeta lo aparta sin mirarlo siquiera. El público pierde la cabeza. Lo sepa o no, Peeta, como siempre, sabe cómo manejar a la audiencia. Al final, Haymitch nos interrumpe y nos da un empujón cariñoso hacia el sillón de los vencedores. Lo normal es que sea un solo sillón 

muy recargado desde el que el tributo ganador observa la película de los mejores momentos de los juegos, pero, como somos dos, los Vigilantes nos han puesto un lujoso sofá de terciopelo rojo. Es pequeño; creo que mi madre lo llamaría confidente. Me siento tan cerca de Peeta que estoy prácticamente sobre su regazo, aunque basta echarle un vistazo a Haymitch para saber que no es suficiente, así que me quito las sandalias, subo los pies al sofá y apoyo la cabeza en el hombro de Peeta. Él me rodea con un brazo automáticamente, y yo me siento como si estuviera de nuevo en la cueva, acurrucada a su lado, intentando entrar en calor. Su camisa está hecha con la misma tela amarilla que mi vestido, pero Portia le ha puesto unos pantalones largos negros. Tampoco lleva sandalias, sino un par de robustas botas negras que no levanta del suelo. Ojalá Cinna me hubiese puesto algo parecido, porque me siento muy vulnerable con este vestido tan ligero. Supongo que ésa era la idea. Caesar Flickerman hace algunos chistes y pasa al espectáculo. Durará exactamente tres horas y es de visión obligatoria para todo Panem. Cuando reducen la intensidad de las luces y aparece el sello en la pantalla, me doy cuenta de que no estoy preparada para esto, de que no quiero ver morir a mis veintidós compañeros. Ya vi bastante la primer vez. Empieza a latirme el corazón con fuerza y siento el impulso de huir. ¿Cómo se han podido enfrentar a esto solos los otros 

vencedores? Durante los mejores momentos suelen mostrar la reacción del ganador en un cuadrito de una esquina de la pantalla. Pienso en los años anteriores... Algunos parecían encantados, alzaban los puños y se golpeaban el pecho. Casi todos parecían aturdidos. Sólo sé que lo único que me mantiene en este confidente es Peeta: su brazo sobre mi hombro, su otra mano entre las mías. Por supuesto, los anteriores ganadores no tenían al Capitolio planeando cómo destruirlos. Resumir varias semanas en tres horas es toda una hazaña, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de cámaras que funcionaban a la vez. El que monta esto debe tener claro qué historia desea contar. Este año, por primera vez, cuenta una historia de amor. Sé que Peeta y yo hemos ganado, pero nos dedican una cantidad de tiempo desproporcionada desde el principio. De todos modos, eso me alegra, porque apoya la excusa de la locura de amor como defensa por el desafío al Capitolio, además de evitarme el regodeo en las muertes. La primera hora o así se centra en los sucesos anteriores al estadio: la cosecha, el paseo en carro por el Capitolio, las clasificaciones del entrenamiento y las entrevistas. Una banda sonora animada hace que parezca el doble de horrible porque, claro, casi todos los que aparecen en pantalla están muertos. Una vez en el campo de batalla se ofrece una detallada cobertura del baño de sangre y después, básicamente, los realizadores alternan imágenes de los tributos muriendo e imágenes nuestras. Sobre todo, 

imágenes de Peeta, en realidad, porque está claro que él lleva el peso del romance sobre los hombros. Ahora veo lo que vio la audiencia, cómo engañó a los tributos profesionales sobre mí, cómo se quedó despierto toda la noche bajo el árbol de las rastrevíspulas, cómo luchó contra Cato para dejarme escapar e, incluso tumbado en la orilla embarrada, cómo susurraba mi nombre en sueños. En comparación, yo parezco un témpano de hielo (esquivo bolas de fuego, dejo caer nidos y hago estallar las provisiones) hasta que voy a por Rue. Enseñan su muerte al completo, la lanza, mi intento de rescate fallido, mi flecha en el cuello del chico del Distrito 1, el último aliento de Rue en mis brazos y la canción. Canto todas y cada una de las notas de la canción. Algo dentro de mí se cierra y me quedo demasiado entumecida para sentir nada. Es como ver a unos completos desconocidos en otros Juegos del Hambre, aunque noto que omiten la parte en la que la cubrí de flores. Claro, porque hasta eso apesta a rebelión. Las cosas mejoran para mí cuando anuncian que los dos tributos del mismo distrito pueden sobrevivir, y grito el nombre de Peeta y me tapo la boca. Si hasta el momento me había mostrado indiferente con él, a partir de ahí lo compenso al buscarlo, devolverle la salud con mis atenciones, ir al banquete a por la medicina y dispensar mis besos con mucha generosidad. Veo los mitos y la muerte de Cato desde un punto de vista objetivo; sé que son tan horribles como siempre, pero, de nuevo, es como si le pasase a gente que no conozco. 

                                

Entonces llega el momento de las bayas. Oigo que el público pide silencio: no quieren perderse nada. Me siento llena de gratitud hacia los realizadores cuando veo que no acaban con el anuncio de nuestra victoria, sino conmigo aporreando la puerta de cristal del aerodeslizador, gritando el nombre de Peeta mientras intentan reanimarlo. En términos de supervivencia, es mi mejor momento de toda la noche. Vuelve a sonar el himno y nos levantamos cuando el presidente Snow en persona sale a escena, seguido de una niñita con el cojín que sostiene la corona. Sin embargo, sólo hay una corona, y se nota la perplejidad de la multitud (¿para quién será?), hasta que el presidente Snow la gira y la divide en dos. La primera mitad la coloca sobre la frente de Peeta con una sonrisa. Sigue sonriendo cuando me coloca la segunda, pero en sus ojos, que están a pocos centímetros de los míos, veo que será implacable como una serpiente. Entonces sé que, aunque los dos nos hubiésemos comido las bayas, soy yo la culpable, porque yo tuve la idea. Soy la instigadora, la que debe recibir el castigo. Después hay muchas reverencias y vítores. Tengo el brazo a punto de caérseme de tanto saludar cuando Caesar Flickerman por fin se despide de los espectadores y les recuerda que vuelvan mañana para las últimas entrevistas. Como si les quedase alternativa. 

A Peeta y a mí nos llevan a la mansión del presidente para el banquete de la victoria, donde tenemos muy poco tiempo para comer mientras los funcionarios del Capitolio y los patrocinadores más generosos se pelean por hacerse una foto con nosotros. Por nuestro lado pasa una cara sonriente tras otra, cada vez más borrachas conforme avanza la noche. De vez en cuando le echo un vistazo a Haymitch, que resulta reconfortante, o al presidente Snow, que resulta aterrador, pero sigo riendo, dando las gracias a todos y sonriendo para que me hagan fotos. Lo único que no hago ni un momento es soltar la mano de Peeta. El sol empieza a asomar por el horizonte cuando volvemos muy despacio a la duodécima planta del Centro de Entrenamiento. Creía que por fin podría hablar a solas con Peeta, pero Haymitch le dice que vaya a ver a Portia para escoger algo apropiado para la entrevista y me acompaña en persona hasta mi puerta. --¿Por qué no puedo hablar con él? --le pregunto. --Tendrás mucho tiempo para hablar cuando volvamos a casa. Vete a la cama. Saldrás en la tele a las dos. A pesar de las continuas interferencias de Haymitch, estoy decidida a ver a Peeta en privado. Después de dar vueltas en la cama durante unas cuantas horas, salgo al pasillo. Lo primero que pienso es mirar en el tejado, pero está vacío. Incluso las calles de la ciudad están desiertas después de la celebración de anoche. Regreso a la 


cama un rato y después decido ir directamente a su dormitorio. Sin embargo, cuando intento girar el pomo, descubro que ha cerrado la puerta con pestillo desde dentro. Al principio sospecho de Haymitch, aunque después tengo el insidioso temor de que el Capitolio pueda estar vigilándome y encerrándome. No he podido escapar desde el inicio de los Juegos del Hambre, pero esto parece distinto, mucho más personal, como si me hubiesen encarcelado por un delito y estuviese esperando mi sentencia. Vuelvo corriendo a mi cama y finjo dormir hasta que Effie Trinket viene a avisarme de que ya empieza otro día «¡muy, muy, muy importante!». Me dan unos cinco minutos para comerme un cuenco de cereales calientes y estofado antes de que baje el equipo de preparación. Lo único que necesito decir para no tener que volver a hablar durante las siguientes dos horas es: «¡El público os adora!». Cuando entra Cinna, los echa y me pone un vestido de gasa blanca y zapatos rosa. Después me maquilla personalmente hasta que parezco irradiar un brillo suave y sonrosado. Charlamos de todo un poco, pero temo preguntarle cosas importantes después del incidente de la puerta, porque no puedo quitarme de encima la sensación de que me vigilan constantemente. 

La entrevista se realiza bajando un poco por el pasillo, en el salón. Han vaciado un espacio y han colocado el confidente, rodeado de jarrones de rosas rojas y rosas. Sólo hay un puñado de cámaras para grabar el acontecimiento; al menos, no tendré público delante. Caesar Flickerman me da un cálido abrazo cuando entro. --Enhorabuena, Katniss, ¿ cómo te encuentras? --Bien. Nerviosa por la entrevista. --No lo estés, vamos a pasarlo maravillosamente --responde, dándome una palmadita tranquilizadora en la mejilla. --No se me da bien hablar sobre mí. --Nada de lo que digas puede estar mal. Y yo pienso: «Ay, Caesar, ojalá fuese cierto. Sin embargo, el presidente Snow puede estar planeando algún tipo de "accidente" para mí mientras hablamos». Entonces entra Peeta, muy guapo vestido de rojo y blanco, y me aparta a un lado. --Apenas he podido verte. Haymitch parece decidido a mantenernos separados. De hecho, Haymitch está decidido a mantenernos con vida, pero hay demasiadas personas escuchándonos, así que me limito a decir: --Sí, últimamente está muy responsable. --Bueno, sólo queda esto antes de irnos a casa. Después no podrá vigilarnos todo el rato. Noto un escalofrío por el cuerpo y no tengo tiempo para analizarlo, porque ya están preparados para atendernos. Nos sentamos de manera algo formal en el confidente, pero Caesar dice: --Oh, adelante, acurrúcate a su lado si quieres. Queda muy dulce. Así que pongo los pies en el asiento, a un lado, y Peeta me acerca a él. 

Alguien inicia la cuenta atrás y, sin más, salimos en directo para todo el país. Caesar Flickerman está estupendo; hace bromas, lanza pullas y se ahoga de risa cuando se presenta la ocasión. Peeta y él ya tenían su dinámica desde la noche de la primera entrevista, aquellas bromas fáciles, así que yo sólo sonrío e intento hablar lo menos posible. Es decir, tengo que hablar un poco, pero, en cuanto puedo, dirijo la conversación a Peeta. Sin embargo, al final Caesar empieza a plantear preguntas que exigen respuestas más completas. --Bueno, Peeta, por vuestros días en la cueva ya sabemos que para ti fue amor a primera vista desde los... ¿cinco años? --pregunta. --Desde el momento en que la vi. --Pero, Katniss, menuda experiencia para ti. Creo que la verdadera emoción para el público era ver cómo te enamorabas de él. ¿Cuándo te diste cuenta de que lo amabas? --Oh, es una pregunta difícil... Dejo escapar una risita débil y entrecortada, y me miro las manos. Ayuda. --Bueno, yo sé cuándo me di cuenta: la noche que gritaste su nombre desde aquel árbol --dice él. «¡Gracias, Caesar!», pienso, y sigo con su idea. --Sí, supongo que sí. Es decir, hasta ese momento intentaba no pensar en mis emociones, la verdad, porque era muy confuso, y sentir algo por él sólo servía para empeorar las cosas. Pero, entonces, en el árbol, todo cambió. --¿Por qué crees que fue? --Quizá... porque, por primera vez... tenía la oportunidad de conservarlo. Veo que Haymitch resopla con alivio detrás de un cámara y sé que he dicho lo correcto. Caesar saca un pañuelo y se toma un momento, porque está conmovido. Noto que Peeta apoya la frente en mi sien y me pregunta: 

--Entonces, ahora que me tienes, ¿ qué vas a hacer conmigo? --Ponerte en algún sitio en el que no puedan hacerte daño --respondo, volviéndome hacia él. Cuando me besa, la gente del cuarto deja escapar un suspiro, de verdad. Caesar aprovecha el momento para pasar al daño sufrido en el estadio, desde quemaduras hasta picaduras, pasando por heridas. Sin embargo, hasta que no llegamos a los mitos no me olvido de que estamos delante de las cámaras. Es cuando Caesar le pregunta a Peeta cómo le va con su pierna nueva. --¿Pierna nueva? --pregunto, y no puedo evitar subirle la pernera del pantalón--. Oh, no --susurro al ver el dispositivo de metal y plástico que ha reemplazado a su carne. --¿No te lo había dicho nadie? --pregunta Caesar con amabilidad, y yo sacudo la cabeza. --No he tenido ocasión de hacerlo --dice Peeta, encogiéndose de hombros. --La culpa es mía, por usar aquel torniquete. --Sí, por tu culpa sigo vivo --responde Peeta. --Tiene razón --asegura Caesar--. Seguro que se habría desangrado sin el torniquete. Supongo que es cierto, pero no puedo evitar entristecerme por ello hasta el punto de tener ganas de llorar; entonces recuerdo que todo el país me mira, así que oculto el rostro en la camisa de Peeta, que tarda un par de minutos en convencerme de que salga, porque se está mejor en su camisa, donde nadie me ve. Cuando levanto la cabeza al fin, Caesar deja de preguntarme hasta que me recupero. De hecho, me deja bastante en paz hasta que surge el tema de las bayas. --Katniss, sé que has sufrido una conmoción, pero tengo que preguntártelo. Cuando sacaste aquellas bayas, ¿qué pasaba por tu cabeza? 

Hago una larga pausa antes de responder, intentando organizar mis pensamientos. Es el momento crucial en el que se decide si reté al Capitolio o me volví tan loca de amor ante la idea de perder a Peeta que no se me puede culpar por mis acciones. Debería dar un discurso largo y dramático, pero sólo consigo articular una frase casi inaudible: --No lo sé, es que... no podía soportar la idea de... vivir sin él. --Peeta, ¿algo que añadir? --No, creo que eso vale para los dos. Caesar se despide y todo se termina. La gente se ríe, llora y se abraza, aunque sigo sin estar segura hasta que llego a Haymitch. --¿Vale? --pregunto, susurrando. --Perfecto. Vuelvo a mi cuarto para recoger algunas cosas y descubro que lo único que quiero llevarme es la insignia de sinsajo que me dio Madge. Alguien lo volvió a poner en mi dormitorio después de los juegos. Nos llevan por las calles en un coche con ventanillas tintadas y el tren nos espera. Apenas podemos despedirnos de Cinna y Portia, aunque los veremos dentro de unos meses, cuando hagamos la gira por los distritos para una ronda de ceremonias triunfales. Así el Capitolio recuerda al pueblo que los Juegos del Hambre nunca desaparecen del todo. Nos darán un montón de placas inútiles y el pueblo tendrá que fingir que nos adora. El tren empieza a moverse y nos introducimos en la noche hasta salir del túnel, momento en que respiro libre por primera vez desde la cosecha. Effie nos acompaña, al igual que Haymitch, por supuesto. 


Nos comemos una enorme cena y guardamos silencio delante del televisor para ver la entrevista en diferido. Conforme nos alejamos del Capitolio empiezo a pensar en casa, en Prim y en mi madre, y en Gale. Me disculpo para ir a quitarme el vestido, y ponerme una camisa y unos pantalones más sencillos. Mientras me limpio con esmero el maquillaje de la cara y me trenzo el pelo, empiezo a transformarme de nuevo en mí, en Katniss Everdeen, una chica que vive en la Veta, que caza en los bosques, que comercia en el Quemador. Me miro en el espejo intentando recordar quién soy y quién no. Cuando me uno a los demás, la presión del brazo de Peeta sobre los hombros me resulta extraña. El tren hace una breve pausa para repostar, y nos dejan salir a respirar aire fresco. Peeta y yo caminamos por el andén de la mano, y yo no sé qué decir ahora que estamos solos. Se detiene a recoger un ramo de flores silvestres para mí; me lo da y hago todo lo posible por parecer contenta, porque él no sabe que estas flores rosas y blancas son la parte superior de las cebollas silvestres, y que me recuerdan las horas que he pasado recogiéndolas con Gale. Gale. La idea de que veré a Gale apenas dentro de unas horas hace que note mariposas en el estómago. ¿Por qué? No puedo 

explicármelo del todo; sólo sé que me siento como si hubiese estado engañando a una persona que confiaba en mí. O, para ser más exacta, a dos personas. Me he librado hasta el momento por los juegos, pero no habrá juegos en los que esconderse cuando lleguemos a casa. --¿Qué pasa? --me pregunta Peeta.--Nada. Seguimos caminando hasta dejar atrás la cola del tren, en un punto en el que hasta yo creo que no hay cámaras escondidas detrás de los arbustos del andén. Sin embargo, sigo sin encontrar las palabras. Haymitch me sorprende poniéndome una mano en la espalda. Incluso ahora, en medio de ninguna parte, baja la voz. --Gran trabajo, chicos. Seguid así en el distrito hasta que se vayan las cámaras. Todo debería ir bien. Lo veo volver al tren, evitando mirar a Peeta a los ojos. --¿De qué habla? --me pregunta Peeta.

 --Del Capitolio. No les gustó nuestro truco de las bayas --le suelto. --¿Qué? ¿Qué quieres decir? --Parecía demasiado rebelde, así que Haymitch ha estado ayudándome estos días para que no lo empeorase. --¿Ayudándote? Pero a mí no. --Él sabía que eras lo bastante listo para hacerlo bien. --No sabía que hubiese que hacer bien algo. Entonces, ¿me estás diciendo que lo de estos últimos días y, supongo..., lo del estadio..., no era más que una estrategia que habíais diseñado? --No. Es decir, ni siquiera podía hablar con él en el estadio, ¿no? --balbuceo. --Pero sabías lo que quería que hicieses, ¿verdad? --me pregunta, y me muerdo el labio--. ¿Katniss? --Me suelta la mano y doy un paso, como para recuperar el equilibrio--. Fue todo por los juegos. 

Una actuación. --No todo --respondo, agarrando las flores con fuerza. --Entonces, ¿cuánto? No, olvídalo, supongo que la verdadera pregunta es qué quedará cuando lleguemos a casa. --No lo sé. Cuanto más nos acercamos al Distrito 12, más desconcertada me siento --respondo. Él espera a que se lo explique, pero no lo hago. --Bueno, pues házmelo saber cuando lo sepas. El dolor que desprende su voz es palpable. Sé que se me han curado los oídos porque, incluso con el rumor del motor, oigo todos y cada uno de los pasos que da hacia el tren. Cuando subo a bordo, él ya se ha acostado, y tampoco lo veo a la mañana siguiente. De hecho, no aparece hasta que estamos entrando en el Distrito 12. Me saluda con un gesto de cabeza, inexpresivo. Quiero decirle que no está siendo justo; que éramos desconocidos; que hice lo necesario para seguir viva, para que los dos siguiésemos vivos en el estadio; que no puedo explicarle cómo son las cosas con Gale porque no lo sé ni yo misma; que no es bueno amarme porque, 

 de todos modos, no pienso casarme y él acabaría odiándome tarde o temprano; que, aunque sienta algo por él, da igual, porque nunca podré permitirme la clase de amor que da lugar a una familia, a hijos. ¿Y cómo puede permitírselo él? ¿Cómo puede después de lo que acabamos de pasar? También quiero decirle lo mucho que ya lo echo de menos, pero no sería justo por mi parte. Así que nos quedamos de pie, en silencio, observando cómo entramos en nuestra mugrienta estacioncita. A través de la ventanilla veo que el andén está hasta arriba de cámaras. Todos están deseando presenciar nuestra vuelta a casa. Por el rabillo del ojo veo que Peeta me ofrece la mano y lo miro, vacilante. --¿Una última vez? ¿Para la audiencia? --me dice, no en tono enfadado, sino hueco, lo que es mucho peor. El chico del pan empieza a alejarse de mí. Lo cojo de la mano con fuerza, preparándome para las cámaras y temiendo el momento en que no me quede más remedio que dejarlo marchar. 

¡¡Final!!  “Volumen 1”


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  1. Los Juegos del Hambre & Suzanne Collins

    _____ 19 _____

    Me tapo la boca, pero ya se me ha escapado el grito. El cielo se oscurece y oigo un coro de ranas que empiezan a cantar.« ¡Estúpida! --me digo--. ¡Qué estupidez has hecho!» Espero, paralizada, a que los bosques se llenen de atacantes, pero después recuerdo que no queda casi nadie. Peeta, que está herido, es ahora mi aliado. Todas las dudas que pudiera haber tenido sobre él se desvanecen, porque, si alguno de los dos hubiese matado al otro, seríamos parias a nuestro regreso al Distrito 12. De hecho, sé que, de estar viendo los juegos por la tele, habría odiado a cualquier tributo que no intentase de inmediato aliarse con su compañero de distrito. Además, tiene sentido que nos protejamos el uno al otro y, en mi caso (al ser los amantes trágicos del Distrito 12), es un requisito imprescindible si deseo recibir más ayuda de patrocinadores comprensivos. Los amantes trágicos... Peeta debe de haber estado jugándosela a esa carta desde el principio. ¿Por qué si no habrían decidido los Vigilantes este cambio sin precedentes en las reglas? Para que dos tributos tengan la oportunidad de ganar, nuestro «romance» debe de ser tan popular entre la audiencia que condenarlo al fracaso pondría en peligro el éxito de los juegos. Y no es gracias a mí, porque lo único que he hecho ha sido conseguir no matar a Peeta. No sé qué habrá hecho él en el estadio, aunque me da la impresión de que ha convencido al público de que ha sido para mantenerme con vida.

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