jueves, 16 de mayo de 2019

Documentaciones Históricas de España

 Documentaciones  Históricas  de España

El Castillo-Archivo General de Simancas se encuentra en el Conjunto Histórico-Artístico del municipio con el mismo nombre. Se situó desde los tiempos de la invasión musulmana en este lugar estratégico y fue pasando sucesivamente de árabes a cristianos. Fue construido durante los siglos XV, XVI y XVII por los Almirantes de Castilla.
Si te apetece conocer la historia y gastronomía de Simancas y descansar unos días en familia, reserva ya aquí.

El Castillo de Simancas
En el siglo XV Simancas pasa de la jurisdicción de Valladolid a la de los Enríquez, los Almirantes de Castilla, quienes serán los promotores de la construcción del castillo a partir de 1.465.

Cedido luego a la Corona, Carlos V, Felipe II y sucesivos monarcas, lo reforman y adaptan para albergar importantes documentos de Estado, uso que todavía tiene, además del de Centro de Investigadores.
Desde su fundación este edificio custodia importantes documentos que han determinado el funcionamiento y la evolución del Reino de España. Por el valor de los documentos, así como por el trabajo de divulgación y conservación que realizan los archiveros, el Castillo Archivo General de Simancas es Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, en la categoría Memoria del Mundo.


Además de su función de archivo y custodio de documentos, también fue depósito de armas, monedas y cárcel. En la actualidad es propiedad de Ministerio de Cultura y sede del Archivo General de Simancas.
El Castillo-Archivo General de Simancas fue edificado sobre una fortaleza preexistente, de la que pertenecen el cuerpo principal, las torres y la barbacana. Al este del castillo, de planta pentagonal, se conserva entre dos torreones la única puerta de la época de su creación, hoy inaccesible.

En el XVI el alcaide Hernando de la Vega añade cavas y barreras, aumenta la profundidad y anchura del foso y abre otra puerta al norte con acceso directo al exterior de la villa. El castillo llegó a tener hasta 3 puertas con sus puentes levadizos, 2 de ellas se sustituyeron durante los reinados de Carlos II y Felipe V.

En 1.540, por orden de Carlos I, una de sus torres se dedica a archivo de los documentos más importantes de la Corona. Será Felipe II quien dedique el conjunto de la fortaleza a la guarda y custodia de documentos, otorgándole un reglamento. Juan de Herrera fue el encargado del proyecto, por lo que elimina las bóvedas, regulariza el patio, derriba la muralla e implanta su edificio sobre un pozo preexistente.

Desde 1588 asume la obra Francisco de Mora, y de su arquitectura son el patio, la escalera principal y el pórtico de entrada. Las obras culminan en el XVII a cargo de Pedro Mazuecos y Diego de Praves, integrantes de la escuela clasicista vallisoletana.

Es propiedad del Ministerio de Cultura y sede del Archivo General homónimo. Su estado de conservación es óptimo ya que nunca ha sido abandonado y a lo largo de los siglos se ha intervenido en él para mejorar su funcionalidad como archivo histórico.

Si queremos descubrir el Castillo-Archivo General de Simancas podemos realizarlo a través de las visitas guiadas que se organizan, pero debe ser previa petición y en grupos. Estas se realizan de lunes a viernes entre las 09:00 y 12:00 horas.


Además de la visita a sus dependencias, en el castillo se programan interesantes exposiciones temporales.


Desde la apertura de Archivo General de Simancas en 1843 han pasado por aquí varias generaciones de historiadores checos. La riqueza documental que se esconde tras los muros del espacioso castillo a la afueras de Valladolid, antiguo capital del reino, ha sido un reclamo, también por contar con materiales referentes a la historia de Bohemia.

Se cumplen ahora 150 años de la primera visita de un investigador checo, quien -como otros que veremos después- se ha orientado a explicar la historia de las relaciones hispano checas. 

Las fuentes de los siglos XVI y XVII muestran huellas de dos mundos interrelacionados; que bajo la era de los Habsburgo se tocaban en el campo diplomático, aristocrático y eclesial. 

La rama austríaca de la dinastía era naturalmente el aliado más próximo de la rama española. Esta, durante el reino de Felipe II, dominaba un extenso imperio en el que no se ponía el sol: empezaba en Holanda y la mitad de Italia, y acababa en México y Perú.

El pionero en las historia de las relaciones checo españolas de la “edad de oro” fue Antonin Gindely 1829-1892. Este praguense, hijo de alemán y checa, viajó a Simancas en 1860 como uno de los primeros historiadores extranjeros. Trabajó aquí varios meses, orientado a los fondos que versaban sobre la Guerra de los Treinta Años. 

Simancas fue otro de los objetivos de su largo viaje por los archivos europeos en los años 1859-1861, cuando también visitó Bernburk, Bruselas, La Haya, París, Munich y Viena. Pero, de todos estos lugares, tenía sobre todo grandes expectativas de Simancas.

Y fueron los hallazgos del castillo vallisoletano los que le sirvieron para algunas de sus obras más renombradas. Entre ellas destaca el trabajo sobre Rodolfo II, Alberto de Valdstein o la historia de la Guerra de los Treinta Años.

 Comenzó su investigación en 1600 e intentó llevarla hasta la mitad del siglo XVII. Pero era una tarea hercúlea, y los medios económicos modestos. Como tenía poco tiempo, trabajó con tenacidad hasta diez horas diarias. Redactaba largas cartas sobre los resultados obtenidos y obtenía además otros materiales para colegas checos, como Petr Chlumecky y Frantisek Palacky.

Después de casi 50 años, en 1909 marcharon tras las huellas de Gindely otros dos compatriotas: Josef Borovicka 1885-1971 y Vlastimil Kybal 1880-1959. La tarea de Borovicka era recoger nuevos materiales para publicar otro volumen de la valiosa edición “Asambleas de Bohemia” (Snemy ceske) y hacer una revisión de parte de las copias de manuscritos de Gindely. 

Dedicó mucha atención a la correspondencia de los embajadores españoles en la corte de Felipe II y Felipe III, desde la mitad del siglo XVI hasta el principio del XVII. De los resultados de su trabajo informó en 1910 en un estudio: “El Archivo de Simancas. Contribución a la crítica de las noticias de los embajadores españoles”.


Kybal también realizó un enorme trabajo, que guardaba relación con la obra de Gindely, al que complementó con sus extractos desde el año 1609, tan transcendental para la historia checa.Para tapar las lagunas en el conocimiento histórico acudieron luego a Simancas otras personas, como Bohdan Chudoba 1909-1982, Bohumil Badura 1929 y recientemente Pavel Marek 1977.
Los resultados del trabajo de esas primeras generaciones de historiadores checos que acudieron a Simancas se encuentran en el fondo del Archivo Nacional de Praga. Son en total cuatro cartones de, en su mayoría, manuscritos.
 Se trata de una fuente de gran importancia, y no sólo para la historia checa, que se encuentra hasta el día de hoy algo marginada. Merece más atención, entre otras cosas como llave para conocer la edad de oro de las relaciones checos españoles de los siglos XVI y XVII.



Espías de Felipe II. 
Los servicios secretos del Imperio español
Conspiración, sabotaje, intriga y asesinato eran moneda corriente en la vida política de la segunda mitad del siglo XVI, caracterizada, además, por el uso interesado de la propaganda , una manipulación que, en cierto modo, recuerda a la guerra fría del siglo XX.
 Esta situación marcó las relaciones entre los distintos Estados europeos, creando en el marco de la política internacional un clima de recelo y secretismo. El engaño era práctica habitual y ningún Estado podía confiar en la lealtad de sus amigos. Sobre todo si representaba a la primera potencia mundial del momento. 

Felipe II era consciente de esta situación y de la importancia decisiva que tenía el control de la información para mantener la supremacía imperial de España. 
Por eso dedicó gran cantidad de recursos económicos y humanos a los servicios secretos, conformando la red de espionaje más compleja, mejor organizada y con mayor presencia efectiva de la época. Experto en el arte de la criptografía, su carácter desconfiado y su tendencia natural al secreto
 lo convertían en el perfecto dirigente de las labores de inteligencia: reglamentaba el uso de los textos cifrados, coordinaba la información y su posterior transmisión a través de los correos, decidía la contratación de espías y controlaba la distribución de los «gastos secretos», alternando las labores propias de su reinado con las de un verdadero jefe del servicio de espionaje.
Los historiadores han sabido encajar, a lo largo de estas páginas de apasionante lectura, las piezas clave que conforman el mapa político de una de las épocas más opresivas, sombrías y sangrientas de la Historia.
"Sobre Felipe II y su reinado han corrido ríos de tinta, pero faltaba, curiosamente, un estudio global sobre los servicios secretos del "rey prudente". Una laguna inexplicable, ya que éstos alcanzaron un nivel de eficacia no igualado por ninguna potencia rival. 


 El espía de Felipe II
La correspondencia que el embajador y espía Bernardino de Mendoza enviaba a Felipe II, a sus secretarios –especialmente a Juan de Idíaquez y a su primo Martín de Idíaquez– y otros altos cargos contenía información vital para los asuntos de Estado, por lo que no quedaba más remedio que encriptar los mensajes para convertirlos en secretos. Óscar Herradón
Sus correos debían atravesar aduanas y territorios con fuerte presencia de enemigos de la Corona, como el sur de Francia, cuyos caminos estaban infestados de protestantes –hugonotes–, donde podían ser interceptados, aportando información reservada y vital. Por ello, Bernardino Mendoza se mostró un auténtico especialista en la materia de ocultar la información. El embajador tenía en su poder un código de cifra que le entregaban antes de su partida, y con él construía los mensajes en unos caracteres aparentemente ininteligibles.

Cuando éstas llegaban a su destino, había un encargado de descifrarlos que poseía el mismo código. Una vez desencriptados, eran transcritos en lenguaje normal para que el rey y sus secretarios los pudieran leer. Gracias a esta transcripción, han podido llegarnos hasta hoy parte de estos mensajes, que solían ser destruidos tras su recepción. En ocasiones los correos no llegaban a su destino, e ignoramos una información que hoy habría resultado vital para conocer las conspiraciones en la corte, en un tiempo de marcado maquiavelismo político.
Algunas de las técnicas de cifrado que utilizó, entre un amplio repertorio de “trucos”, las recogió el historiador norteamericano De Lamar Jensen, miembro del departamento de Historia de la Brigham Young University, sita en Provo, Utah. Son las siguientes:

1. Transformar letras en signos de la propia invención del embajador.
2. Transformar letras en otras letras, siguiendo una tabla progresiva de equivalencia.
3. Transformar grupos de letras en números de dos cifras, por ejemplo: BL = 23; BR = 24; TR = 34…
4. Transformar letras en números de una cifra.
5. Transformar títulos y palabras cifradas en símbolos o en sílabas con símbolos.

6. Transformar nombres propios en nombres simbólicos. Por ejemplo, para dirigirse a Felipe II lo llamaba Fabio; Enrique de Navarra era en la correspondencia Julio; el duque de Guisa, en ocasiones se refería a él como Mucio y otras como Curio. Y como éstos infinidad de ejemplos que convirtieron sus textos en prodigios de la ocultación de códigos secretos.



Felipe II, enemigos íntimos y conspiración en la corte

Felipe II, el rey más poderoso de su tiempo y el monarca que más extensiones dominó de nuestra historia, hubo de enfrentarse, ante las dimensiones de su imperio, a enemigos muy poderosos. A la lucha contra turcos, moriscos, herejes y protestantes, se unieron los numerosos complots que en la corte española se pergeñaron contra su persona, algunos instigados por personajes de su entorno más cercano. Por: Óscar Herradón

Historia de Iberia Vieja Carlos V y Felipe II
El hijo de Carlos V e Isabel de Portugal, el monarca ilustrado en los años del Renacimiento que, rodeado de austeridad y una religiosidad exacerbada erigiría el monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial y firmaría algunos de los grandes triunfos jalonados también de sonadas derrotas– de las armas hispanas, no tuvo lo que se dice, y como es de prever, un reinado fácil. Rodeado de un poder inconmensurable, se debatía entre graves problemas internos –principalmente las bancarrotas que asolaban a la Corona y externos: las revueltas en Flandes, la amenaza turca del Mediterráneo, el acoso de ingleses y franceses, las discrepancias contra la Santa Sede, la herejía y los levantamientos en la Península de diferentes facciones.
Pero además, aquel que debido a su perseverancia y disposición a llevar él mismo todos los asuntos de Estado sería conocido como “el rey de los papeles”, vivió en su propia carne todo tipo de conjuras y luchas intestinas en palacio que pretendían, de una u otra manera, debilitar su figura o causarle grandes quebraderos de conciencia y que servirían a los promotores de la llamada Leyenda Negra para cebarse con su figura y convertirlo poco menos que en un tirano azote de herejes.
Tuvo numerosos detractores, no sólo protestantes, embajadores o príncipes extranjeros, también a aquellos que, ávidos de poder, y por muy fieles que se mostraran ante su señor, realizaron todo tipo de artimañas y movieron hilos en palacio, conspirando incluso con los enemigos de aquel al que debían ciega obediencia.

Hoy sabemos que Felipe II, impregnado de una devoción llevada aún más al extremo que la de sus progenitores y antepasados, persiguió con mano firme las disidencias religiosas, principalmente el protestantismo, y fortaleció, entre otras instituciones patrias, el temible Santo Oficio, pero ni fue un sanguinario ejecutor 
sistemático ni mucho menos el monarca más despiadado de un tiempo marcado por numerosas contradicciones: mientras el 

Renacimiento en las artes florecía en media Europa, las batallas se sucedían en los campos de todo el Viejo Continente. La amenaza del infiel, las guerras de religión, los conflictos con el Sacro Imperio, las complejas competencias en el Nuevo Mundo, la piratería… Problemas difíciles de resolver para un solo hombre, por poderoso que fuera.

Ni siquiera la familia más cercana de Felipe II se vio libre del estigma de la ambición por el poder, formando parte de una conjura que, de haber llegado a consumarse, podría haber causado grandes estragos a la Corona española, quizá, incluso, acabar con el 

derrocamiento del “príncipe de los príncipes”, algo que finalmente no pasó gracias a la intrincada red de hombres que, en la sombra, espiaban para el Rey Prudente y le ponían sobre aviso de cualquier movimiento que se gestaba en su contra tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Los enemigos de aquel en cuyo reinado no se ponía el Sol fueron muchos…

Aunque en un principio la reina británica María Tudor estaba destinada a casarse con Carlos V, una alianza entre Inglaterra y España anhelada por los embajadores españoles pero temida por franceses y por los protestantes ingleses, lo cierto es que finalmente sería Felipe II quien contraería matrimonio con la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, trece años mayor que el primogénito del César Carlos, el 25 de julio de 1554. 

Aunque el tratamiento al rey consorte –que todavía no había heredado la Corona española- sería inferior a lo que requería su rango –no podría intervenir en los asuntos internos de Inglaterra–, lo cierto es que de haber tenido un heredero, la Corona hispana podría haberse hecho con el dominio de todo el Viejo Continente.

Pero María Tudor, prematuramente avejentada y muy enferma de hidropesía, murió sin haber engendrado un hijo de Felipe. La persecución que la reina católica –conocida como “La Sanguinaria” por los protestantes– llevaría a cabo contra la herejía, provocó el detonante de la Leyenda Negra que se forjaría en torno al Rey Prudente. La subida al trono de su hermana, Isabel I 


hija de Ana Bolena–, protestante hasta la médula, acabaría con el viejo anhelo español, el sueño de unir Inglaterra a la Corona, a pesar de los intentos de los embajadores de Felipe II por unirle en matrimonio con la Reina Virgen, convirtiéndose el país en el principal enemigo de nuestro protagonista junto a los rebeldes flamencos. Isabel I sería la antagonista por antonomasia del segundo Felipe.

Entre los espías destacó Bernardino Mendoza. Él fue clave en la lucha del monarca hispano contra sus numerosos enemigos en las cortes europeas, especialmente contra Inglaterra. 
A partir de entonces, la obsesión de nuestro protagonista durante los años que le quedaron de vida sería la denominada “Empresa de Inglaterra”, conquistar el país y que pasara a formar parte de sus extensos dominios católicos. En las islas británicas y en Flandes el monarca español sería conocido como “el Demonio del Mediodía” y sus enemigos llamarían a Isabel la “Jezabel del Norte”, en alusión a la reina que según el Antiguo Testamento promulgó una cruzada contra el pueblo judío, fortaleciendo la herejía y el paganismo.

Entre la extensa red de espías y embajadores –ambas funciones, en el siglo XVI, se solapaban al servicio de Felipe II, destacó por encima de todos, gracias a sus numerosos éxitos en beneficio de la Corona, Bernardino de Mendoza, sobre todo frente a su gran antagonista, Isabel I de Inglaterra.
 En principio, la reina inglesa estuvo de acuerdo con el nombramiento, pues había quedado muy complacida cuando en 1574 don Bernardino había ido a Inglaterra desde Flandes en una misión especial. Ante este panorama este juego de espias que se dió en la corte de Felipe II fue clave para una ganar la guerra contra Inglaterra desde la retaguardia.

 las huellas de Felipe II
Un pequeño repaso a su biografía nos da una pista de ante quién estamos: a mediados del siglo XX formó parte del cuerpo diplomático del Reino Unido, pero dejó su trabajo en 1956. Justo después, profundizó en la guerra civil española, sobre la que en 1961 publicó un libro inmortal y que tuvo influencia dentro y fuera de nuestras fronteras.
 A partir de entonces, el diplomático e historiador se convirtió sólo en historiador, pese a que, años después, Margaret Thatcher le reclamó para formar parte de su equipo de asesores. Ahora, acaba de publicar una obra monumental sobre el personaje más poderoso que conocieron los tiempos: Felipe II. 


Felipe II, el rey cruzado

Fue el soberano de dos mundos en un tiempo de profundos conflictos políticos y religiosos. Emperador sin corona y rey de reyes, se erigió en defensor de la cristiandad enfrentándose en ocasiones a la mismísima Santa Sede. Felipe II hizo su particular lucha contra la herejía, el protestantismo y el Islam.
 Para ello, no dudó en rodearse de un eminente cuerpo de diplomáticos, espías y ejércitos a su servicio. Aquella fue la particular guerra santa del llamado Rey Prudente.
En la mente de Carlos V se mantuvo siempre imperturbable la idea de un imperio unificado que fuera garante del catolicismo, amenazado por el surgimiento de nuevas “herejías”, principalmente la Reforma Protestante y las viejas amenazas de Europa, como la expansión del Islam.

 Obtuvo loados éxitos y grandes fracasos, aunque nadie pone en duda que, aprovechando la importante labor de sus abuelos, los Reyes Católicos, y sabiendo codearse de los mejores banqueros de su tiempo (como los Fugger, que apoyaron su candidatura imperial y financiaron sus empresas bélicas, y los Wesler), logró sentar las bases de un imperio que bajo el cetro de su hijo, Felipe II (un emperador sin corona) no vería ponerse el sol.
Pero lo que en en el césar Carlos fue la consecución natural de una política expansionista unida a una concepción responsable del poder temporal  en su primogénito se convertiría casi en una obsesión, erigiéndose en temible “martillo de herejes” de su tiempo, y en rey cruzado por antonomasia.

El reinado de Carlos V vio nacer la amenaza de Lutero cuyas ideas, tras publicar sus 95 tesis que desafiaban el poder de Roma, se expandieron como la pólvora por el Viejo Continente, convirtiéndose en una peligrosa amenaza para la estabilidad del “cristianísimo imperio”. 
El anglicanismo que surgió en Inglaterra tras del Cisma de manos de Enrique VIII episodio dramático que también tuvo lugar durante su reinado, no vino sino a echar más leña al fuego ya encendido, creando un frente común, aunque complejo, que en muchos países cuestionaba el poder que tanto España como la Santa Sede representaban.
A estos importantes problemas religiosos se unía la amenaza que desde el mundo musulmán se cernía sobre el Mediterráneo, lo que obligó al Habsburgo a enfrentarse al temible Barbarroja en Túnez o al sultán turco Solimán el Magnífico; campañas dificultadas por las guerras contra Francia, curiosamente, contra el “rey Cristianísimo” Francisco I, su principal antagonista. Europa era un complejo tablero de ajedrez en el que cada pieza que se movía podía ser decisiva y también dramática para la estabilidad.

En medio de tantos conflictos religiosos y políticos se fue forjando la compleja personalidad del príncipe de Asturias, Felipe, quien se enfrentaría durante su largo reinado a las herejías de diversa índole, en ocasiones con mano de hierro, en otras, de forma más transigente, aunque sin dar tregua a quienes desafiaban el orden establecido.
Debido a las largas ausencias de su progenitor, que siempre gustaba de vestir armadura y colocarse en primera línea del frente, el pequeño Felipe fue educado principalmente por su madre, Isabel de Portugal, piadosa hasta el extremo, que le inculcó un fuerte sentido de la religiosidad y valores como el deber y el honor. 


Isabel nunca manifestó en público sus debilidades. En sus partos, rodeados generalmente de grandes dificultades, exigía que le cubriesen el rostro con un velo para que nadie pudiese apreciar su expresión de dolor; y su austeridad llegaba hasta el punto de comer sola en silencio, con tres damas arrodilladas a su mesa que le alcanzaban las viandas.

No es de extrañar que con una progenitora así y un padre que se creía elegido por la Providencia para realizar su misión de gobierno, que ansiaba unificar a toda la cristiandad bajo su cetro, emulando a personajes como San Luis o Carlomagno, Felipe II acabase por adquirir una personalidad mesiánica y una visión providencialista de la existencia, sintiéndose defensor de la fe frente a las herejías.


 A guisa de “nuevo Salomón” mandaría erigir el apoteósico monasterio de San Lorenzo el Real del Escorial, daría un mayor impulso a la Santa Inquisición y perseguiría con ahínco el protestantismo; pero su personalidad compleja, en ocasiones contradictoria y su forma particular de entender la fe, le llevaría a enfrentarse a la misma cabeza del catolicismo, al igual que hiciera su padre, más por motivos políticos y estratégicos que religiosos.


Carlos V y Francisco I

Fue uno de los monarcas más célebres del Renacimiento. Eterno rival de Carlos V, pactó con los mismos turcos para derrotar al emperador que dominaba Occidente. En uno de los episodios más singulares de nuestra historia, llegó a ser prisionero de su gran antagonista, residiendo a la fuerza en Madrid, una estancia en nuestro país rodeada todavía de sombras y contradicciones. 
Trazando una breve singladura de su paso por este mundo, diremos que Francisco nació el 12 de septiembre de 1494 en Coñac, Francia. Hijo de Carlos de Angulema, primo del rey Luis XII, ante la falta de descendencia del monarca se convirtió en el aspirante a la Corona, lo que no era poco, teniendo en cuenta la importancia del país galo en el escenario internacional.

 Aquello provocó que fuera llevado a palacio desde temprana edad, acompañado de su madre Luisa de Saboya, quien se había quedado viuda a los 19 años, y de su hermana mayor, Margarita, siendo acomodados en un castillo a las orillas del Loira.
Educado en la rica amalgama del conocimiento renacentista, Francisco, quien tuvo preceptores de la talla de François Desmoulins o Gian Franceso Conti y quien llegaría a ser conocido como el Padre y Restaurador de las Letras, hizo también gran ostentación del lujo y la pompa real –sería llamado también “el Rey caballero”
 y, como su gran enemigo, Carlos V, fue un avezado guerrero. Monarca emblemático del periodo renacentista galo, su reinado estuvo plagado de guerras y de relevantes episodios diplomáticos, entre ellos el que nos concierne en estas líneas. Pero no adelantemos acontecimientos.
A la muerte de Luis XII, nuestro protagonista subía al trono con el nombre de Francisco I, a la edad de 20 años, mostrando en público un gusto exacerbado por la vestimenta más fina, las joyas y la pompa cortesana. 

Mecenas de artistas, como lo serían los grandes monarcas de su tiempo, llegó a trabajar para él el mismísimo Leonardo da Vinci, ya anciano, al que el rey mostraba auténtica veneración –le llamaba “padre mío”– y a quien instaló en Clos Lucé, donde el italiano aportaría sus más grandes obras, entre ellas la incalculable Gioconda. Da Vinci permanecería en Francia hasta su muerte, el 2 de mayo de 1519 y, según la tradición, se dice que murió en los brazos del mismo rey, algo que han desmentido varios documentos históricos.
Amante del buen comer, como su antagonista, y apasionado de las féminas –se le cuentan abundantes amantes–, no siempre pudo entregarse al placer que le brindaban las comodidades de palacio, pues hubo de hacer frente a numerosas guerras en un tiempo de inestabilidad en el que franceses y españoles se disputaban el dominio del Viejo Continente.

 Es curioso que tanto Francisco como su oponente Carlos V fueron considerados salvaguardas de la fe católica por la Santa Sede. Ello no impidió al francés aliarse contra el principal enemigo de la Cristiandad, el soberano turco que asolaba las costas del Mediterráneo, contra el emperador Carlos, algo de lo que hablaremos más adelante.


La lucha que llevarían a cabo el soberano español y el francés –con la intervención oportunista del inglés Enrique VIII, que pactaba con uno u otro según sus intereses continentales– acarrearían dramáticas consecuencias para el Occidente cristiano, pues fueron en parte responsables de que el turco se apoderase de Hungría y llegase a las puertas de Viena.
 Eran los dos “colosos” del Renacimiento europeo luchando frente a frente con todas sus armas. Una rivalidad personal que fue mucho más allá de la lucha entre dos países, que llegó hasta el punto de que, en más de una ocasión, estuvieron a punto de resolver sus disputas mediante un duelo cuerpo a cuerpo, cual si de dos caballeros andantes se tratara, con un ideal más acorde con la mentalidad medieval, de la que eran deudores, que de la renacentista.

Más allá de su ideal caballeresco y de su habilidad en el campo de batalla, lo cierto es que ambos tenían notables diferencias en cuanto a su carácter –ni qué decir tiene de sus rasgos físicos–. Carlos destacaría siempre por su austeridad y por ser algo tosco y parco en palabras, cual auténtico Austria; Francisco, por su parte, parece que era extrovertido y tenía un carácter que en ocasiones rozaba la frivolidad.
 Era un gran amante de las fiestas y como hemos señalado, de las artes, hasta el punto de que él mismo compuso numerosos poemas; además, como veremos con sus alianzas para derrotar a sus enemigos, mostró ser un modelo más ajustado al príncipe de Maquiavelo que su antagonista. En cuanto a su fisonomía, el español era de mediana estatura y no demasiado agraciado, pues presentaba el marcado prognatismo de los Habsburgo. Francisco, por el contrario, y a pesar de su nariz aguileña, era de agradables facciones y esbelto, amante del lujo y el aparato cortesano.

La gran enemistad entre ambos surgió principalmente cuando, tras la muerte del emperador Maximiliano –abuelo de Carlos de España–, quedó vacante el trono del Rey de Romanos. Un cargo de carácter electivo al que optaron con ahínco ambos soberanos.
 En enero de 1519, los siete príncipes electores del Sacro Imperio Romano Germánico debían votar al que acabaría ciñendo la ansiada corona. Ambos pretendientes contaban con posibilidades reales de alzarse con el título, aunque partía con cierta ventaja Carlos por el hecho de que este había recaído en los Habsburgo ininterrumpidamente desde el año 1438. 

Francisco contaba con el hecho de que gobernaba uno de los países más poderosos y ricos de Europa, y ya había mostrado sus dotes militares en 1515. Carlos I, por su parte, también había mostrado grandes habilidades para las armas, era un Austria y además contaba con el apoyo popular y el de los poderosos banqueros alemanes, los Fugger, que sabían de las grandes hazañas de los españoles en el Nuevo Mundo y la continua fuente de oro que suponía la conquista del Imperio azteca por Cortés para la Corona. 


Además, su fe en la religión católica y su defensa de la misma era inquebrantable, a pesar de que su enfrentamiento con Francia llevaría a sus ejércitos a asaltar el mismísimo Vaticano en el Saco de Roma de 1529. Como era de esperar, la Corona recayó finalmente sobre Carlos I, en junio de 1519, que obtenía el título imperial despertando la envidia y la animadversión del francés, puesto que aquello ponía a su país contra las cuerdas, aislándolo por el norte y por el sur del continente.


Felipe II, el Rey Prudente

La monarquía española vivió su plenitud con Felipe II, quien reinó durante 42 años en medio mundo pero que acabó encerrado en el monasterio de El Escorial, donde murió

Felipe II Valladolid, 1527, el Rey Prudente, primogénito de Carlos V y de Isabel de Portugal, fue alabado por unos y calumniado por otros. Sus súbditos lo ensalzaron por el poder planetario que ostentó tras la unión de España y Portugal, los dos imperios coloniales más extensos del momento, pero otros denunciaron su insaciable sed de poder, su intolerancia religiosa e incluso le acusaron de crímenes como la muerte de su hijo y su esposa. Las demás potencias europeas se preguntaban si se podría poner límite al poder del rey de España. El desastre de la Gran Armada, la flota de guerra que en 1588 partió desde Lisboa para destronar a Isabel I de Inglaterra e invadir la isla, frenó en seco sus aspiraciones y puso en entredicho la invencibilidad de España.

La salud de Felipe II fue delicada durante la mayor parte de su vida, pero se fue deteriorando a medida que fue avanzando de edad. En mayo de 1595 le sobrevino un ataque de fiebre que le duró treinta días seguidos y los médicos le dieron poco tiempo de vida. El 30 de junio de 1598 partió de Madrid con su séquito con destino al monasterio de El Escorial, construido entre 1563 y 1584 para conmemorar su victoria contra el ejército francés en la batalla de San Quintín. El monarca viajó postrado en una silla de manos especialmente diseñada para él, ya que la enfermedad de la gota, que le había atormentado durante varios años, no le permitía caminar.


En el verano de 1598, y según fray José de Sigüenza, su consejero, Felipe II se sintió "asado y consumido del fuego maligno que le tenía ya en los huesos". Sufrió unos dolores tan intensos que no se le podía mover, lavar o cambiar de ropa. La madrugada del 13 de septiembre, hace 415 años, falleció, a los 71 años de edad, en una alcoba de El Escorial, convirtiendo a su hijo en testigo de su muerte. "Hijo mío, he querido que os halléis presente en esta hora para que veáis en qué paran las monarquías de este mundo.


Felipe II, rey consorte en Inglaterra antes de reinar en España

Todo comenzó cuando el emperador Carlos V, que consideraba de vital importancia una alianza con Inglaterra por motivos comerciales y militares, convenció al todavía príncipe para que se casara con la reina María Tudor, de 37 años de edad y diez años mayor que él.
El 25 de julio de 1554 se celebró en Westminster una boda que, según las estipulaciones, no implicaba la unión política y garantizaba, por tanto, la plena independencia de Inglaterra. De hecho, durante el tiempo en que permaneció en Londres, Felipe no participó en las decisiones del Consejo Real y evitó actuaciones políticamente sospechosas, con excepción de sus intervenciones en favor de la restauración del Catolicismo.

Carlos V había ordenado al duque de Alba que vigilara el comportamiento de su hijo en Inglaterra y el joven príncipe hizo todo lo posible por caer en gracia desde que llegó al país. Recibió a todo el mundo, comió en público y bebió cerveza dos costumbres que le desagradaban, chapurreó el inglés en su primer encuentro con María e incluso besó a la reina en la boca y la mejilla, una costumbre inglesa inconcebible para los españoles. En la boda, Felipe llegó incluso a aceptar que María se sentara en un trono más elevado.

El Habsburgo se casó con María Tudor por consejo de su padre, el emperador Carlos V
Pese a todos estos cuidados, la obsesión de los ingleses por su independencia se tradujo en incidentes en las calles de Londres, asaltos y robos a los españoles e incluso un atentado contra la vida de Felipe en marzo de 1555. “Buena tierra, pero la más mala gente del mundo”, dijo un miembro del séquito español.

Felipe apenas residió en Inglaterra como rey consorte, ya que en 1556 heredó de su padre las Coronas de Castilla incluida América y Aragón, Sicilia, Cerdeña y los territorios borgoñones. María falleció sin descendencia en noviembre de 1558 y le sucedió su hermana Isabel, a la que Felipe II reconoció de inmediato.


El Rey Felipe II

Felipe II ha sido, probablemente, el personaje de la historia española que ha cautivado por igual a mayor número de especialistas y de aficionados.

Son incontables las biografías u obras relacionadas con su figura o su reinado y pocos aspectos de su vida han quedado sin ser pormenorizadamente estudiados y analizados desde todos los puntos de vista posibles. Los motivos de la inusitada popularidad del monarca español residen en su personalidad y en los sucesos que ocurrieron bajo su gobierno.
 A lo largo de la segunda mitad del siglo XVI.
 España se convirtió en la primera potencia del continente europeo y en 1581, tras la unión con Portugal, en el mayor imperio de la historia quizás sólo igualado por el mongol. 

En la cima de este colosal conglomerado de reinos, súbditos e intereses se hallaba un solo hombre, Felipe II, quien desde su despacho en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial dedicó toda su vida a controlar y a dirigir el destino de un gigante con pies de barro.
Se han hecho muchos retratos’ biográficos de Felipe II, en los que su personalidad y su reinado han sido escrutados desde todas las perspectivas y ópticas posibles Qué puede, en consecuencia, aportar esta nueva biografía. 

Será el propio autor quien se encargue, en el prólogo del libro, de dar respuesta a esta pregunta: “La principal pretensión de esta biografía de Felipe II ha sido, sin embargo, siempre divulgativa, ofreciendo al lector de principios de siglo XXI una perspectiva accesible y actual de la vida y reinado de este monarca español.

Para ello, se ha tratado de hacer compatible el rigor histórico con un planteamiento casi literario de la Historia, en el que la prosa narrativa no se ha puesto al servicio del dato documentado ni del gran evento político o bélico, sino de la anécdota o del texto relevante”.
Estamos, por tanto, ante una obra dirigida al gran público en la que prima el aspecto personal del monarca sobre el contexto político, económico o social de su reinado. Para quienes conozcan ya en profundidad la historia de la España del siglo XVI, este trabajo les servirá como un excelente recordatorio pero no hallarán novedosos planteamientos o grandes revelaciones.

 Quizás les sean más interesantes los primeros capítulos de la obra, dedicados a la niñez y juventud de Felipe II, cuestiones normalmente poco tratadas y que José Luis Gonzalo Sánchez  Morelo conoce a la perfección pues gran parte de su investigación y de sus obras publicadas ha estado consagrada a estos aspectos de la vida del monarca español.
Para aquellos que se acerquen por primera vez al complejo mundo que le rodeaba, Felipe II la mirada de un rey* es un magnífico punto de partida. Escrito con claridad, sencillez y elegancia, en él se abordan los principales hitos de su reinado II sin perderse en discusiones técnicas que entorpezcan su lectura y acaben por aburrir al lector no especialista.

El protagonista absoluto de la obra es Felipe II. Puede parecer una afirmación redundante cuando resulta obvio que estamos ante una biografía del monarca, pero lo cierto es que tiene su razón de ser: muchos otros trabajos dedicados a la figura del Felipe II han centrado su atención más en su reinado que en el propio personaje, utilizando la figura del rey como pretexto 
como eje
 para narrar los acontecimientos que tuvieron lugar en aquellos años. Esto no sucede en la obra de  pues, como el propio autor reconoce, “De igual manera, se ha buscado favorecer en la narración de su reinado una perspectiva cronológica novedosa, en la que no son los hechos históricos, sino las vivencias íntimas del monarca, las que dan la estructura a la biografía”.

Sorprende, quizás por inusual, la extensión de los capítulos dedicados a la niñez y juventud del monarca. Casi un tercio de la obra se ocupa de este período de la vida de Felipe II 
 para verle coronado como rey de España.   El príncipe ha ocupado tanto espacio como el rey
 y la justifica de la siguiente manera: Cómo comprender que empezó a reinar con casi treinta años, sin atender al niño,al adolescente y al joven heredero previos.
 También creemos que han influido de manera considerable en este proceder los amplios conocimientos que  posee sobre esta fase de la vida del monarca.

Felipe II
Dentro de este intento por reconstruir la vida íntima del Rey Prudente llama la atención un personaje a quien en otras obras no suele prestársele tanta consideración.
Isabel de Osorio, a quien Felipe II conoció tras el fallecimiento de su primera esposa, María Manuela de Portugal, y con quien mantendrá una relación, más o menos interrumpida, durante toda su vida. Las referencias a Isabel son constantes a lo largo del libro y muestran el verdadero afecto que el rey sintió por ella.

Cuando se habla de Felipe II suele predominar la imagen del frío burócrata y estadista incluso la de fanático religioso que no duda en acudir a los medios necesarios para satisfacer sus deseos y lograr sus objetivos. Es la famosa “Leyenda Negra” que siglos después sigue pesando sobre el recuerdo del monarca.

 nos muestra una personalidad radicalmente opuesta, más cercana, afable y cariñosa, especialmente con sus hijas. Incluso su ferviente catolicismo queda, en cierto modo, justificado por la evolución de los acontecimientos, más que por una convicción personal del monarca


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